Libro de Los Sueños de Don Bosco

LOS SUEÑOS PROFÉTICOS
DE SAN JUAN BOSCO

Parte II
SUEÑOS 50>101

EL ÁGUILA


SUEÑO 50.AÑO 1865.

(M. B. Tomo VIII. págs. 52-53)

El 1 de febrero anunció [San] Juan Don Bosco que un joven moriría an­tes de que se hiciese el ejercicio de la Buena Muerte y que, su­puesto que llegase a hacerlo una vez, sería para el tal el tiempo máximo que se le concedería de vida.

Este anuncio fue consecuencia de un sueño.
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Una noche le pareció al [Santo], mientras dormía, que entraba en el patio encontrándose en medio de sus jóvenes en tiem­po de recreo. A su lado estaba el guía de costumbre; el mismo que le había acompañado durante sueños anteriores. De pronto, apare­ció en el espacio un águila maravillosa y de bellísimas formas, la cual trazando círculos en el aire descendía cada vez más sobre los jóvenes. Mientras [San] Juan Don Bosco la contemplaba maravillado, el guía le dijo:

—¿Ves aquella águila? Quiere arrebatarte a uno de tus hijos.

—¿A quién?—, preguntó [San] Juan Don Bosco.
—Observa atentamente a aquel sobre cuya cabeza se pose el ave.

[San] Juan Don Bosco contemplaba al animal con los ojos desmesurada­mente abiertos, observando que después de dar algunas vueltas más, fue a posarse sobre el joven de trece años Antonio Ferraris, de Castellazzo Bórmida.

El siervo de Dios lo reconoció perfectamente y después se des­pertó.
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Apenas despierto, para cerciorarse de que no dormía, [San] Juan Don Bosco comenzó a batir palmas y, mientras reflexionaba sobre lo que había visto, hacía este ruego:

Señor, si esto no es un sueño, sino una realidad, ¿cuándo deberá verificarse?
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Se durmió nuevamente y he aquí que en el sueño reapareció el mismo personaje, el cual le dijo:

—El joven Ferraris, que es el que debe morir, no hará dos veces más el Ejercicio de la Buena Muerte.

Y desapareció.

Entonces [San] Juan Don Bosco se persuadió de que aquello no era un sue­ño sino una realidad. Por eso puso sobre aviso a los jóvenes.
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Ferraris, por entonces, se encontraba bien.

[San] Juan Don Bosco renovaba de vez en cuando el recuerdo de su predic­ción.

El día 1 de marzo había sido llevado a su casa un jovencito de trece años, llamado Juan Bautista Savio, natural de Cambiano, como se lee en un libro-registro del Oratorio. El pequeño ar­tesano era víctima de una grave enfermedad y se había corrido la voz de que era él precisamente el individuo cuyo fin había anun­ciado [San] Juan Don Bosco.

Pero el [Santo] refutó aquella opinión al hablar en los buenas noches el viernes 3 de marzo:

Les he anunciado ya dijoque uno de nosotros tiene que morir. Vosotros me diréis:

¿Acaso no se referirá al pequeño Savio? ¿Quién es, pues?

Solamente el Señor lo sabe. El tal está entre Vosotros, ha oído mi aviso y espero que habrá hecho bien su último Ejercicio de la Buena Muerte. ¡Están, pues, todos preparados! Sin que yo lo dijera, ya lo había dicho Nuestro Señor hace dieciocho siglos: Estote parati, que la muerte vendrá como un ladrón, cuando menos la esperemos.

Al día siguiente, habiéndosele interrogado privadamente, res­pondió:
—El apellido del primero que debe morir para la eternidad comienza por la letra F.

Es de notar que unos treinta alumnos tenían un apellido que comenzaba por esta letra y, por otra parte, en la casa todos goza­ban de buena salud.

Encontrándose a la sazón en la habitación de [San] Juan Don Bosco el joven Juan Bisio, oyó decir al [Santo]:
Siento que el Señor se lleve siempre a los jóvenes mejores. ¿Es, pues, uno de los más buenos el que debe morir?—, le preguntó Bisio en el seno de la confianza.

Sí, uno que se llama Antonio Ferraris. Mas estoy tranquilo, porque es muy virtuoso y está preparado.

Bisio le preguntó cómo había conocido aquel misterio, y [San] Juan Don Bosco le narró el sueño con toda sencillez, sin hacer ver que se trataba de un don sobrenatural, y al final añadió:

Con todo, tú está atento y avísame para que pueda ir a asistirlo en los últimos días de la enfermedad.

Entretanto, Ferraris comenzó a sentir un malestar que le obligaba a ir de cuando en cuando a la enfermería. Al principio pa­reció que se trataba de una ligera indisposición, pero no tardó en manifestarse la gravedad del mal. Entonces [San] Juan Don Bosco fue a visitar al enfermo en compañía del doctor Gribaudo, el cual diagnosticó tratarse de un caso extremo. Mas el paciente parecía haber olvida­do el sueño que él mismo había tenido el año anterior y que noso­tros expusimos ya en su lugar.

[San] Juan Don Bosco escuchó sin dar muestras de extrañeza las pala­bras del médico y animó al muchacho como si nada supiese so­bre su porvenir; proporcionándole un gran consuelo con sus frecuentes visitas.

La madre del paciente había acudido al Oratorio, a pesar de que el estado del enfermo no parecía alarmante. Después de prestarle su asistencia durante varios días, la buena señora, que consideraba a [San] Juan Don Bosco como a un Santo, tomando aparte a Bisio le preguntó:
¿Qué dice [San] Juan Don Bosco de mi hijo? ¿Morirá o viuirá?

¿Por qué me pregunta eso?—, replicó Bosio.

Para saber si debo quedarme o volver a mi casa.

—¿Y Vos en qué disposición de ánimo se encuentra?

Soy madre y, naturalmente, quiero que mi hijo sane.
Por lo demás, que el Señor haga de él lo que juzgue mejor.

¿Le parece estar resignada a la voluntad de Dios?

Lo que haga el Señor, bien hecho está.

¿Y si su hijo muriese?

¡Paciencia! ¿Qué íbamos a hacer?

Bisio, al ver aquellas disposiciones de ánimo, después de du­dar un poco, añadió:

Entonces, quédese; [San] Juan Don Bosco ha asegurado que su hijo es un buen muchacho y que está bien preparado.

Aquella madre cristiana comprendió; derramó algunas lágrimas sin hacer ninguna escena desagradable y después de aquel desahogo natural a su dolor, dijo:

Si es así, me quedaré.

Bisio le había dicho anteriormente que no se marchase, por­que calculando sobre el día para el cual se había fijado el Ejerci­cio de la Buena Muerte, según la profecía de [San] Juan Don Bosco, no le quedaban al enfermo más que cinco o seis jornadas de vida.

Antonio Ferraris murió el jueves 16 de marzo, por la maña­na. Había recibido todos los auxilios de la Religión. Estaba para entrar en agonía cuando he aquí que aparece [San] Juan Don Bosco, se le acerca al lecho y le sugiere algunas jaculatorias, le da la última absolución y le recomienda el alma.

Esta muerte tuvo lugar antes de que se hiciese en el Oratorio el segundo Ejercicio de la Buena Muerte a partir del anuncio he­cho por el [Santo].

Juan Bisio, que expuso bajo juramento la intervención que tuvo en este hecho, concluye su relato con estas palabras: «[San] Juan Don Bosco nos contó otros muchos sueños sobre futuras muertes de jóvenes del Oratorio, y sus predicciones fueron siempre consideradas por nosotros como verdaderas profecías que se cumplieron siempre al pie de la letra. En siete años que yo estuve en el Oratorio, no falle­ció ningún joven sin que él lo hubiese anunciado con anterioridad. Estábamos todos persuadidos, además, de que quien moría en el Oratorio bajo la vigilancia y con la asistencia del [Santo], te­nía que ir necesariamente al Paraíso».

Aquella misma noche del 16 de marzo, [San] Juan Don Bosco hablaba así a los jóvenes:                                   ¡

«Los veo a todos deseosos de saber algo sobre los últimos mo­mentos de nuestro Ferraris y aquí me tenéis para satisfacer vuestro justo anhelo. Murió resignado; en su breve enfermedad sufrió mucho, pero no perdió la serenidad. Al entrar en el Oratorio me dijo:

—[San] Juan Don Bosco, yo estoy en todo dispuesto a hacer su volun­tad: le obedeceré plenamente; si ve que falto en algo, avíseme, castigúeme y verá que me enmendaré.

Yo le prometí que haría cuanto pudiese por el bien de su alma y de su cuerpo. Muchas veces me repitió el mismo ruego y siempre que hube de avisarle de algo, se corrigió inmediatamen­te. Se puede decir que no tenía voluntad propia, tan obediente era. Su profesor me asegura que en la clase estaba entre los pri­meros por su aplicación al estudio. Cuando enfermó fui inmedia­tamente a visitarle, diagnosticando el médico desde el primer momento la gravedad del mal. Le pregunté si el día de Santo To­más quería recibir la Comunión. Me respondió:

—Tendría que vestirme para ir a la iglesia con los demás. Me encuentro muy débil para hacerlo.

—Eso tiene remedio, te traeremos a tu habitación a Jesús Sacramentado. ¿Estás contento?

Sí, muy bien.

Yo le pregunté:

—¿No tienes nada que te turbe la conciencia?

¿Tendrías algo que decirme?

Y después de reflexionar durante algunos instantes, respon­dió:

¡No tengo nada!
¡Qué hermosa respuesta! Un joven que se avecina a la muer­te, que sabe que tiene que morir y puede responder con la mayor serenidad y tranquilidad de espíritu: —¡No tengo nada!

Le volví a preguntar:

—Dime: ¿vas de buena gana al Paraíso?

—Seguro —me replicó—, así veré cara a cara cómo es el Se­ñor, del cual he oído decir cosas tan maravillosas, y comprende­ré cómo está hecha mi alma.

En otra ocasión le dije:

¿No quieres nada de mí?

—Solamente una cosa: que me ayude a ir al Paraíso.

—Sí. Pero ¿no me pides nada más?

Que ayude también a todos mis compañeros a ganarse el cie­lo.

Le prometí que haría cuanto estuviese de mi parte. Esta ma­ñana lo encontré muy grave, no podía hablar, el catarro lo sofo­caba.

Habiéndole dicho ya a Rossi que apenas el enfermo diese señal de entrar en agonía me avisase, acudí junto a su lecho. Tenía los ojos cerrados; estaba muy falto de fuerzas, pero apenas había dado yo un paso para ausentarme, pues el fin no me parecía inminente, abrió los ojos y comenzó a mover los brazos y todo el cuerpo gritando con voz sofocada:
—¡Ah, ah, ah!

Volví atrás, le pregunté qué era lo que quería y haciendo un gran esfuerzo me dijo que deseaba morir teniéndome a su lado. Le respondí que se tranquilizase, que iba a mi habitación para despachar algunas cartas y que volvería apenas me avisasen que había llegado su último momento.

Fui a mi habitación y después de haber trabajado un rato, vi­nieron a decirme que el enfermo empeoraba por momentos. Acudí inmediatamente y pude comprobar que se había agravado mucho más, pero no me pareció que su muerte fuese cosa inmi­nente. Por tanto, me dispuse a volver otra vez a mi habitación. Pero el enfermo volvió a abrir los ojos emitiendo el mismo grito:

—¡Ah, ah, ah!

El pobrecillo, siempre que me alejaba se daba cuenta.

Después de unos instantes vino Rossi a llamarme. Corrí al le­cho del moribundo: efectivamente, había entrado en agonía; ya no respiraba, pero su pulso latía aún. Unos minutos después, dando un suspiro, entregaba su alma al Señor.

Ferraris había contraído un resfriado que degeneró en la pul­monía que lo llevó a la tumba. Sufrió muchos dolores con verda­dera resignación, sin proferir un lamento. La muerte no le infundía temor, no tenía nada que le causase remordimiento.

Cada uno de nosotros, mis queridos hijos, debería desear haber­se encontrado en el lugar de Ferraris. Tengo la seguridad de que fue derecho al Paraíso y de buena gana cambiaría mi puesto por el suyo. A pesar de ello, mañana se rezará el Rosario de difuntos en sufragio de su alma.

Los compañeros de clase acompañarán mañana por la tarde sus despojos a la Parroquia.

Termino con un aviso. Cuando yo anuncie desde aquí que al­gún otro tiene que morir, por caridad guardad secreto, pues hay algunos que se ajustan demasiado ante estos avisos y escriben a sus padres para que se los lleven del Oratorio, porque [San] Juan Don Bosco anuncia continuamente que alguien tiene que morir...

Pero, díganme: si yo no lo hubiese anunciado, ¿se habría pre­parado Ferraris tan bien para presentarse ante el tribunal de Dios?

Es cierto que era un excelente muchacho, pero, en el trance de la muerte, ¿quién puede creerse absolutamente preparado para sufrir el riguroso juicio del Señor? Vuestro compañero tuvo la suerte de que se le avisara. Pero desde ahora en adelante no diré nada.

(Muchas voces: No, no. Dígalo, dígalo).

Y a los que tanto temen a la muerte les digo: Hijitos míos, cumplan con su deber, no tengáis malas conversaciones, frecuen­ten los Sacramentos, sean sobrios y la muerte no los asustará.

EL LIRIO Y EL GATAZO

SUEÑO 51 .AÑO DE 1865.

(M. B. Tomo VIII, págs. 33-34)

El 6 de febrero de 1865, [San] Juan Don Bosco, después de las oracio­nes de la noche, al dirigirse a sus jóvenes se expresó en los siguien­tes términos:

Hace dos o tres días tuve un sueño. ¿Quieren que se los cuente?

Como los amo tanto, siempre sueño que me encuentro en su com­pañía.
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Pareció, pues, encontrarme en medio del patio, rodeado de mis queridos hijitos, cada uno de los cuales tenía en la mano una flor.

Quién una rosa, quién una azucena, quién una violeta, quién una rosa y un lirio al mismo tiempo. En suma: unos tenían una flor y otros otra. Cuando de pronto aparece un enorme gatazo con cuer­nos, completamente negro, grande como un perro, de ojos encendi­dos como brasas y cuyas uñas eran gruesas como un clavo y su vientre descomunalmente abultado.

La horrible bestia se acercaba cautelosamente a los jóvenes y dando vueltas alrededor de ellos, ahora daba un zarpazo a la flor del uno arrojándosela al suelo, ahora hacía lo mismo con la de otro y así sucesivamente.

Ante la aparición de este animal, yo me sentí lleno dé espanto y muy maravillado al comprobar que los jóvenes no se inmutaban lo más mínimo, sino que continuaban como si nada sucediese.

Cuando me di cuenta de que el gato se dirigía hacia mí para arrebatarme mi flor, comencé a huir.

Pero me detuvieron y oí que me decían:

—No huyas y di a tus muchachos que levanten el brazo y así el gato no logrará arrebatarles las flores de las manos.

Yo me detuve y levanté el brazo: el gatazo hacía inauditos es­fuerzos por arrebatarme las flores; saltaba una y otra vez, pero como era tan pesado no lograba conseguir su intento.
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El lirio, la azucena, mis queridos hijos, representan la bella virtud de la modestia a la cual el diablo hace continua guerra. ¡Ay de aquellos jóvenes que no mantienen la flor en alto! El de­monio se la lleva haciéndola caer al suelo. Los que así se condu­cen son los que halagan su cuerpo comiendo desordenadamente y fuera de tiempo; los que rehuyen del trabajo; el estudio, entre­gándose al ocio; aquellos a los cuales agradan ciertas conversa­ciones; los que leen ciertos libros; los que no quieren saber nada de mortificación. Por caridad, combatid a este enemigo; de otra manera, él se enseñoreará de Vosotros.. Tales victorias son difíci­les, pero la eterna sabiduría nos ha sugerido el medio para con­seguirlas: Hoc genus daemoniorum non ejicitur nisi per orationem et jejunium.

Levanten su brazo, levanten en alto su flor y estarán seguros. Las modestia es una virtud celestial y el que quiera conservarla es necesario que se eleve hacia el cielo.

Sálvense, pues, con la oración.

La oración que los levanta a¡ cielo es la de la mañana y de la noche bien rezadas; oración es la meditación y la Misa; oración es la Confesión frecuente y la Comunión; oración son las pláti­cas y las exhortaciones de los superiores; oración es la Visita a Jesús Sacramentado; oración es el Santo Rosario; oración es el estudio.

Con la oración su corazón se ensanchará y se elevará al cielo y así podrán decir con el rey [San] David: Viam mandatorum tuorum cucurri, cum dilatasti cor meum.

Así pondrán a salvo la más bella de las virtudes y su enemi­go, por más esfuerzos que haga, no se la podrá arrebatar.

LOS MONSTRUOS Y LOS NIÑOS

SUEÑO 52.AÑO DE 1865.

(M. B. Tomo VIII, pág. 48)

El 24 de febrero [San] Juan Don Bosco decía a sus jóvenes en las buenas noches: Durante algunos días he estado lejos de vosotros, mis queridos jóvenes, y mi más vivo deseo es el de encontrarme siempre en su compañía, para hacerles el mayor bien posible, porque quiero consagrarme y sacrificarme en todo en beneficio suyo. Pero también cuando estoy ausente, trabajo por la casa y les puedo asegurar que en estos días he realizado más labor es­tando ausente, que la que habría hecho permaneciendo en el Oratorio. Tenía muchos asuntos que arreglar, muchas cartas a las que contestar, y ¿cómo podría haber hecho todo esto asedia­do por las mil audiencias y consultas a las que tengo que atender cuando me encuentro en casa?

Pero aun estando lejos de vosotros he pensado siempre en mis queridos hijos rezando por ellos. ¿Habéis  acordado vosotros de mí? ¿Habéis rezado por mis intenciones? Algunos, sí. ¿Y los otros? Pero... hagamos las paces. Los que no han rezado por [San] Juan Don Bosco, que lo hagan en adelante.

Me marché, pues, días pasados a Cúneo invitado por el señor Obispo, el cual me trató magníficamente; la primera noche, des­pués de haber comido bien y bebido mejor (risas generales), llegó la hora de marcharse a dormir. Después de la cena, una buena cama, gusta, ¿no es cierto?

Yo le pedí permiso al señor Obispo para quedarme a la ma­ñana del día siguiente un poco descansando, y él me respondió:

Sí, sí, y desearía que no se levantase antes de las ocho y , media.

¡Oh!, repliqué—; me quedaré solamente hasta las seis y media; es suficiente para descansar.

No, no; desearía que se levantase más tarde: a las ocho.

Y al fin determinamos que lo haría a las siete. Y así me mar­ché a descansar a eso de las once. Me quedé dormido inmediata­mente.                                                        

Y  ¿qué quieren? Comencé a soñar según mi costumbre, y como donde está tu tesoro allí está tu corazón...
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...Soñé que me encontraba en el Oratorio, en medio de mis queridos hijos.

Me pareció estar en mi habitación, sentado a mi mesa de traba­jo, mientras los jóvenes jugaban en el patio. El recreo estaba muy animado, mejor dicho, animadísimo: los jóvenes gritaban, chillaban, saltaban de tal forma que aquello parecía el fin del mundo. Yo esta­ba contentísimo, pues me satisface ver a los muchachos entregados al recreo de esta forma, convencido de que cuando se enfrascan en el juego, el demonio, a pesar de sus argucias, nada tiene que hacer.

Mientras gozaba, pues, al oír tal estrépito, noto que se hace un gran silencio, sin que yo supiera explicarme el motivo.

Me levanto asustado de la mesa para comprobar la causa de aquel cambio y apenas llego a la antesala, veo entrar por la puerta a un monstruo horriblemente feo, caminando con el hocico hacia el suelo y con los ojos clavados en la tierra. Parecía que no se hubiese dado cuenta de mi presencia, avanzando siempre en la actitud que adopta una bestia feroz cuando intenta lanzarse sobre alguno.

Temblé entonces pensando en mis queridos hijos y desde la ven­tana observé el patio para comprobar lo que había sido de ellos.

Entonces vi todo el patio lleno de monstruos semejantes al que había entrado en mi habitación, pero más pequeños. Mis jóvenes habían sido obligados a guarecerse muy lejos, junto a los muros y bajo los pórticos. Muchos estaban tendidos por el suelo, acá y acu­llá, pareciendo que estuvieran muertos.

Ante aquel tan doloroso espectáculo lancé un grito de espanto tal que me desperté.
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Al oírme se despertaron los criados del señor Obispo, se des­pertó el señor Vicario y el mismo señor Obispo, que se habían asustado al escuchar aquel grito.

Mis queridos jóvenes: a los sueños en general no se les debe prestar fe alguna, pero cuando de ellos se puede sacar una con­clusión moral, es provechoso hacer alguna reflexión sobre ellos. Yo procuro buscar siempre una aplicación a todas las cosas, por eso lo hago también así con los sueños.

Aquel monstruo parece que quiere significar el demonio, el cual procura continuamente nuestra ruina. De los jóvenes, unos caen y otros huyen. ¿Quieren que les enseñe a no tenerle miedo y a resistir sus asaltos? ¡Escuchen! No hay cosa que más tema Sa­tanás que estas dos prácticas:

1- La Comunión bien hecha.

2- Las visitas al Santísimo Sacramento.

¿Queréis que el Señor les conceda muchas gracias?, visítenlo frecuentemente. ¿Queréis que les conceda pocas?, visítenlo po­cas veces. ¿Queréis que el demonio los asalte?, visiten pocas veces a Jesús Sacramentado. ¿Queréis que huya de vosotros?, visiten frecuentemente a Jesús. ¿Queréis vencer al demonio?, acudan frecuentemente a los pies de Jesús. ¿Queréis ser vencidos?, de­jen de visitar a Jesús. ¡Mis queridos jóvenes! La visita al Santísi­mo Sacramento es un medio muy necesario para vencer al demonio. Acudan, pues, frecuentemente a visitarlo y el demonio no les podrá vencer.

LA LINTERNA MÁGICA

SUEÑO 53.AÑO DE 1865.

(M. B. Tomo VIII, págs. 115-116)

El día 1 de mayo de 1865, [San] juan Don Bosco narraba a los jóvenes  del Oratorio el siguiente sueño:
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Me pareció encontrarme en la iglesia llena de jóvenes, observan­do que eran muy pocos los que se acercaban a la Sagrada Comu­nión. Próximo a la balaustrada del altar mayor había un hombre alto, de color negro y de cuya cabeza salían dos cuernos. Tenía en la mano una linterna mágica y se entretenía en hacer ver a los mu­chachos a través de ella, cosas diversas. A unos les hacía contem­plar un recreo muy animado y entre los juegos el que mas les agradaba; a otros, los partidos perdidos o las futuras victorias; a és­tos, el pueblo natal con sus paseos, sus campos, con aquella casa determinada; a aquéllos les hacía ver en su linterna el estudio, los li­bros, los temas mensuales; a algunos, las más diversas frutas, los dulces más variados, el vino que tenían guardado en el baúl; no fal­taban quienes veían a sus padres, los amigos, escenas pecaminosas, el dinero no entregado. Por tanto, así entretenidos, eran pocos los que se acercaban a la Sagrada Mesa. Muchos al ver los paseos, las vacaciones, lo dejaban todo a un lado y se detenían a contemplar con avidez a sus antiguos compañeros y sus pasatiempos de otros días.
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¿Saben lo que significa este sueño? Que el demonio hace cuanto puede para distraer a los jóvenes en la iglesia; para alejar­los de los Santos Sacramentos. Y los jóvenes son tan ingenuos que caen en la red y se pasan el tiempo mirando a través de la lente.

Hijos míos: es necesario romper esa linterna del diablo. ¿Sa­ben cómo?

Levantando la mirada a la Cruz y pensando que alejarse de la Comunión es lo mismo que arrojarse en los brazos del demonio.

LAS OFRENDAS SIMBÓLICAS

SUEÑO 54.AÑO DE 1865.

(M. B Tomo VIII, págs. 129-132)

Después de tratar de la enfermedad de Don Alasonatti y de cómo este virtuoso sacerdote había pedido a [San] Juan Don Bosco el seña­lado favor de morir en el Oratorio de Valdocco, Don Lemoyne prosigue en sus Memorias:

Entre estas pena el [Santo] buscaba su consuelo en la devoción a la Santísima Virgen, honrada en el mes de mayo por toda la comunidad de una manera especial. De sus numerosas buenas noches la Crónica nos ha conservado la del día 30 de mayo, que es hermosa en extremo.
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«Vi un gran altar dedicado a María y magníficamente adornado y a todos los jóvenes del Oratorio avanzar hacia él procesionalmente; iban cantando loas a la Madre Celestial, si bien no todos de la mis­ma manera, aunque todos cantaban la misma letrilla. Muchos lo ha­cían realmente bien; otros desentonaban; otros permanecían en silencio y se salían de la fila; otros bostezaban y parecían como abu­rridos; otros se empujaban y reían entre sí. Pero todos llevaban ofrendas a María. Cada uno portaba un ramo de flores; unos, gran­des; otros, más pequeños y diferentes los unos de los otros. Quiénes llevaban rosas, quiénes claveles, violetas, etc., etc. Algunos llevaban ofrendas verdaderamente extrañas: una cabeza de cerdo, un gato, un plato de sapos, un conejo, un cordero y otras cosas diversas.

Un hermoso joven, que estaba delante del altar, era sin duda el Ángel Custodio del Oratorio, pues al observarlo atentamente pude apreciar que tenía alas. Este celestial mensajero apenas los jóvenes ofrecían sus dones, los recibía y los colocaba sobre el altar.

Los primeros ofrendaron a María magníficos ramos de flores y el Ángel, sin decir nada, los colocó delante de la imagen. Muchos otros fueron presentando sus ramos. El los examinó, los deshizo e hizo quitar algunas flores marchitas que arrojó, lejos de sí y después de rehacer el ramo de unos y de otros, los fue colocando sobre el al­tar. A otros que tenían en sus ramos flores muy hermosas pero sin olor, como dalias, camelias, etc., el Ángel se las hizo quitar, porque la Virgen quiere realidades y no apariencias. Muchos, entre las flo­res, presentaban espinas más o menos numerosas y clavos: el Ángel quitó las unas y los otros.

Le llegó finalmente el turno al que llevaba la cabeza de cerdo y el Celestial mensajero le dijo:

—¿Cómo te atreves a presentar esta ofrenda a la Virgen. ¿No sabes qué significa el cerdo? Representa el feo vicio de la impureza. María, que es toda pureza, no puede soportar este pecado. Retírate, pues, que no eres digno de estar en su presencia.

Siguieron después los que traían por toda oferta un gato y el Ángel les dijo:

—¿También vosotros se atrevéis a traer estas ofrendas? ¿No sabéis qué simboliza el gato? Es figura del hurto, ¿y vosotros lo ofrecéis a María? Son ladrones los que se apoderan del dinero ajeno, de las cosas, de los libros de los compañeros: los que roban comestibles en el Oratorio: los que destrozan las ropas por despecho; los que malgastan el dinero de los padres no estudiando. Y los hizo retirar tam­bién a ellos.

Llegaron después los que traían los platos de sapos y el Ángel mirándolos con indignación, les dijo:

—Los sapos significan los pecados vergonzosos de escándalo, y ¿ustedes vienen a ofrecérselos a la Virgen? Retírense vayan a for­mar con los indignos. Y se apartaron llenos de confusión.

Algunos avanzaban con un cuchillo clavado en el corazón. Aquel cuchillo representaba los sacrilegios. El Ángel les dijo:

—¿No veis que llevan la muerte en el alma; que si aún viven es por una particular misericordia de Dios? De otra manera estarían irremisiblemente perdidos. Por caridad: Háganse sacar ese cuchillo. Y también los tales fueron rechazados.

Poco a poco se fueron aproximando todos los demás jóvenes. Quiénes ofrecían corderos, quiénes conejos, quiénes peces, nueces, uvas, etcétera. El Ángel aceptó todas aquellas ofrendas poniéndolas sobre el altar y después de haber separado a los buenos de los ma­los, hizo poner en fila a todos aquellos cuyas ofrendas habían sido aceptadas por María. Entonces pude comprobar, con dolor de mi corazón, que el número de los rechazados era superior al de éstos.

Seguidamente, por una y otra parte del altar, aparecieron otros dos ángeles, portadores de dos riquísimas cestas llenas de magnífi­cas coronas, hechas de rosas fragantísimas. Dichas flores no eran propiamente como las de la tierra, sino como artificiales, símbolo de la inmortalidad.

El Ángel Custodio fue tomando aquellas coronas una por una y las fue poniendo sobre las cabezas de los jóvenes que estaban en fila delante del altar. Entre dichas coronas, las había más grandes y más pequeñas, pero todas ellas eran de una belleza extraordinaria.

Les he de advertir que allí no estaban solamente los jóvenes del Oratorio; sino también otros muchos a los cuales no había visto nunca. Seguidamente contemplé algo verdaderamente sorprenden­te: Había unos jóvenes de rostro tan feo, que su vista producía casi asco y repugnancia; a éstos les correspondieron las más bellas coro­nas, símbolo de que a un exterior tan poco agradable suplía el don, la virtud de la castidad en grado eminente. Otros también poseían esta virtud, pero en grado menos elevado. Otros muchos se distin­guían por otras diversas virtudes, como la obediencia, la humildad, el amor de Dios y todos ellos, según el grado en que la poseían, así eran proporcionalmente coronados.

El Ángel dijo:

—María ha querido que fueran hoy coronados con tan bellas ro­sas. Procuren conducirse de tal manera que no se vean nunca priva­dos de ellas. Tres son los medios para conservarlas. Practiquen: 1º la humildad; 2º la obediencia; 3º la castidad. Tres virtudes que los harán siempre agradables a los ojos de María de manera que un día llegarán mediante la práctica de las mismas a ser merecedores de una corona infinitamente más hermosa que esta.

Seguidamente los jóvenes comenzaron a cantar delante del altar el Ave, maris stella.

Y después de entonada la primera estrofa, se dispusieron a salir de la iglesia en procesión y cantando como al entrar la letrilla: «Load a María», haciéndolo con voces tan recias que yo quedé maravillado. Los seguí aún durante un buen rato y después me volví atrás para ver a los que el Ángel había puesto aparte; pero ya no estaban aquí.
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Mis queridos hijos. Sé cuáles fueron los que recibieron la co­rona y quiénes los rechazados por el Ángel. Lo comunicaré a cada uno en particular, paro que procure ofrecer a la Virgen do­nes dignos de Ella.

A hora les voy a hacer algunas observaciones. La primera: Todos llevaban flores a la Virgen, de diversas especies mezcladas con espinas. Insistentemente reflexioné sobre el significado de estas espinas y saqué como conclusión que representaban la de­sobediencia. Tener dinero sin permiso y no haberlo querido entregar al Prefecto; pedir permiso para ir a un lugar determinado y luego marcharse a otro; llegar a la clase cuando los demás hace ya tiempo se encuentran en ella; preparar ensaladas y me­riendas clandestinamente; entrar en las habitaciones de los de­más estando rigurosamente prohibido y hacerlo bajo algún pretexto; levantarse después de la hora señalada; no cumplir las prácticas de piedad prescritas; hablar cuando es tiempo de guar­dar silencio; comprar libros sin hacerlos revisar; mandar cartas sin permiso por medio de tercera persona para que no sean leí­das por la dirección y recibirlas de la misma manera; hacer con­tratos de compra y venta; he aquí lo que representan las espinas.

Muchos de vosotros preguntaréis: ¿es, pues, pecado faltar a las reglas de la casa? Lo he pensado seriamente y les respondo taxa­tivamente que sí. No les digo si es pecado grave o leve; habría que tener presente las circunstancias, pero pecado lo es. Alguno objetará: la ley de Dios no dice que hemos de obedecer al regla­mento de la casa. Escuchen: Uno de los Mandamientos dice Honra al padre y a la madre. ¿Saben qué quieren decir las pala­bras padre y madre? Comprenden también a quienes hacen sus veces. ¿No dice acaso la Sagrada Escritura: Obaedite praepósitis vestris? vosotros tienen que obedecer, es lógico que ellos tengan que mandar. He aquí el origen del reglamento del Orato­rio, quedando demostrado que las reglas que lo integran son obligatorias.

Segunda observación: Algunos tenían clavos entre las flores; clavos que habían servido para clavar al buen Jesús. ¿Y cómo? Se comienza siempre por cosas pequeñas y después se llega a otras mayores. El tal deseaba tener dinero para satisfacer sus ca­prichos, por lo que para gastarlo a su manera no quiso entregar­lo; (después comenzó a vender sus libros de clase y continuó robando y sigue robando a los compañeros. Otro quería satisfa­cer su gula, y para ello necesitaba botellas de vino, etc. Después se permitió cosas más graves; en suma, que incurrió en pecado mortal. Por eso los ramilletes aparecían infectados de clavos y el buen Jesús fue de nuevo crucificado. Ya decía el Apóstol que los pecados vuelven a poner al Salvador en la cruz: Rursus crucifigentes Filium Dei.

Tercera observación: Muchos jóvenes llevaban en sus ramille­tes de flores frescas y olorosas, algunas que estaban marchitas y desprovistas de olor.

Las flores marchitas representan las obras hechas en pecado mortal las cuales no sirven para adquirir méritos para el cielo.

Las flores sin olor simbolizan las obras buenas hechas con miras humanas, por ambición, para agradar solamente a los maestros y superiores. Por eso el Ángel echaba en cara a los que las llevaban el que se atreviesen presentar a María semejantes ofrendas y los mandaba retirar para que rehiciesen el ramo, he­cho lo cual las colocaban sobre el altar. Estos tales no seguían orden alguno, sino que conforme iban terminando de hacer lo que se les había mandado se unían a los que estaban ya prepara­dos para recibir la corona.

En este sueño vi lo que fue y lo que será de mis jóvenes. A muchos se lo he comunicado ya; a los demás también se lo diré. Vosotros, entretanto, procurad que la Virgen celestial reciba de su generosidad dones que jamás tengan que ser rechazados.

LA INUNDACIÓN

SUENO 55.AÑO DE 1866.
(M. B. Tomo VIII, págs. 275-282)

En los comienzos del 1866, [San] Juan Don Bosco contaba con doce sa­cerdotes. El número total de los socios de la Pía Sociedad era de unos 90. Diecinueve de ellos habían emitido los votos perpetuos, veintinueve los trienales. Los demás eran simples novicios.

Orgulloso de esta bella corona de afectuosos colaboradores, el dulce amigo de las almas de los jóvenes les había prometido que el primer día del año les contaría un sueño, que le serviría al mismo tiempo para darles el tradicional aguinaldo.

El siervo de Dios había contemplado en una visión, así nos pa­reció entonces, el porvenir de la Pía Sociedad y el de otras Congre­gaciones religiosas y algo relacionado con el presente y el futuro de sus alumnos.

Pero lo que deseaba manifestar a cada uno de ellos era el es­tado de sus conciencias en la presencia de Dios; pues todas sus palabras, como hemos comprobado centenares de veces, no tenían otro fin que combatir el pecado con una espontaneidad libre de todo respeto humano.

De esta forma no hacía otra cosa que obedecer al precepto dado por el Espíritu Santo en el Eclesiástico (Capítulo IV, versí­culos 27 y 28): Ne verearis proximum in casu suo; ne retineas verbum in tempore salutis. Esto es, según explica Mons. Martini: "No disimules por falsa vergüenza los fallos de tu próji­mo; no ahorres palabras, no calles cuando con tu corrección pue­des salvarlo: haz uso entonces de la sabiduría que Dios te ha dado y no la ocultes cuando con ella debes dar gloria a Dios pro­curando la enmienda y conversión del hermano que pecó".

[San] Juan Don Bosco, pues, ante la muchedumbre de sus jóvenes, habló así el lunes por la noche, primer día del año 1866:
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Me pareció encontrarme a poca distancia de un pueblo que por su aspecto parecía Castelnuovo de Asti, pero que no lo era. Los jó­venes del Oratorio hacían recreo alegremente en un prado inmen­so; cuando he aquí que se ven aparecer de repente las aguas en los confines de aquel campo, quedando bien pronto bloqueados por la inundación. El Po se había salido de madre e inmensos y desmanda­dos torrentes fluían de sus orillas.

Nosotros, llenos de terror, comenzamos a correr hacia la parte trasera de un molino aislado, distante de otras viviendas y de muros gruesos como los de una fortaleza. Me detuve en el patio del mismo en medio de mis queridos jóvenes, que estaban aterrados. Pero las aguas comenzaron a invadir aquella superficie, viéndonos obligados primeramente a entrar en la casa y después a subir a las habitacio­nes superiores. Desde las ventanas se apreciaba la magnitud del de­sastre. A partir de las colinas de Superga hasta los Alpes, en lugar de los campos cultivados, de los prados, de los bosques, caseríos, al­deas y ciudades, sólo se descubría la superficie de un lago inmenso. A medida que el agua crecía, nosotros subíamos de un piso a otro.
Perdida toda humana esperanza de salvación, comencé a ani­mar a mis queridos jóvenes, aconsejándoles que se pusieran con toda confianza en las manos de Dios y en los brazos de nuestra que­rida Madre, María.

Pero el agua había llegado ya casi al nivel del último piso. En­tonces, el espanto fue general, no viendo otro medio de salvación que ocupar una grandísima balsa, en forma de nave, que apareció en aquel preciso momento y que flotaba cerca de nosotros.

Cada uno, con la respiración entrecortada por la emoción, que­ría ser el primero en saltar a ella; pero ninguno se atrevía, porque no la podíamos acercar a la casa, a causa de un muro que emergía un poco sobre el nivel de las aguas. Un solo medio nos podía facili­tar la entrada en la providencial embarcación, a saber, un tronco de árbol, largo y estrecho; pero la cosa resultaba un tanto difícil, pues un extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que no dejaba de moverse al impulso de las olas.

Armándome de valor pasé el primero y para facilitar el transbordo a los jóvenes y darles ánimo, encargué a algunos clérigos y sacer­dotes de que desde el molino sostuviesen a los que partían y desde la barca tendiesen la mano a los que llegaban. Pero ¡cosa singular! Después de estar entregados a aquel trabajo un poco de tiempo, los clérigos y los sacerdotes se sentían tan cansados, que unos en una parte, otros en otra, caían exhaustos de fuerzas; y los que los susti­tuían corrían la misma suerte. Maravillado de lo que ocurría a aque­llos mis hijos, yo también quise hacer la prueba y me sentí tan agotado que no me podía tener de pie.

Entretanto, numerosos jóvenes, dejándose ganar por la impacien­cia, ya por miedo a morir, ya por mostrarse animosos, habiendo en­contrado un trozo de viga bastante largo y suficientemente ancho, establecieron un segundo puente, y sin esperar la ayuda de los clérigos y de los sacerdotes, se dispusieron precipitadamente a atravesarlo sin escuchar mis gritos:
—¡Deténganse, deténganse, que se caerán!— les decía yo.

Y sucedió que muchos, o empujados por otros o al perder el equilibrio antes de llegar a la balsa, cayeron y fueron tragados por aquellas pútridas y turbulentas aguas sin que se volvieran a ver más.

También el frágil puente se hundió con cuantos estaban encima de él.

Tan grande fue el número de las víctimas que la cuarta parte de nuestros jóvenes sucumbió al secundar sus propios caprichos.

Yo, que hasta entonces había tenido sujeta la extremidad del tronco del árbol mientras los jóvenes pasaban por encima, al darme cuenta de que la inundación había superado la altura del muro, me esforcé para impulsar la balsa hacia el molino. Allí estaba Don Cagliero, el cual, con un pie en la ventana y con otro en el borde de la embarcación, hizo saltar a ella a los jóvenes que habían permaneci­do en las habitaciones, ayudándoles con la mano y poniéndoles así en seguro.

Pero no todos los muchachos estaban aún a salvo. Cierto núme­ro de ellos se habían subido a los desvanes y desde éstos a los teja­dos, donde se agruparon permaneciendo los unos arrimados a los otros, mientras que la inundación seguía creciendo sin cesar cu­briendo el agua los aleros y una parte de los bordes del mismo teja­do.

Al mismo tiempo que las aguas, había subido también la balsa y yo al ver a aquellos pobrecitos en tan terrible situación, les grité que rezasen de todo corazón; que guardasen silencio, que bajasen uni­dos, con los brazos entrelazados los unos con los otros para no ro­dar. Me obedecieron y como el flanco de la nave estaba pegado al alero, con el auxilio de los compañeros pasaron ellos también a bor­do. En la balsa había además una buena cantidad de panes coloca­dos en numerosas canastas.

Cuando todos estuvieron en la barca, inseguros aún de poder sa­lir de aquel peligro, tomé el mando de la misma y dije a los jóvenes:

—María es la estrella del mar. Ella no abandona a los que con­fían en su protección; pongámonos todos bajo su manto: la Virgen nos librará de los peligros y nos guiará a un puerto seguro.

Después, abandonamos la nave a las olas; la balsa flotaba y se movía serenamente alejándose de aquel lugar. Facta est quasi navis institoris, de longe portans panem suum.

El ímpetu de las aguas agitadas por el viento la impulsaban a tal velocidad, que nosotros, abrazándonos los unos a los otros, forma­mos un todo para no caer.

Después de recorrer un gran espacio en brevísimo tiempo, la embarcación se detuvo de pronto y se puso a dar vueltas sobre sí misma con extraordinaria rapidez, de manera que parecía que se iba a hundir. Pero un viento violentísimo la sacó de aquella vorágine. Luego comenzó a bogar en forma regular, produciéndose de cuan­do en cuando algún remolino, hasta que al soplo del viento salvador fue a detenerse junto a una playa seca, hermosa y amplia, que pare­cía emerger como una colina en medio de aquel mar.
Muchos jóvenes estaban como encantados y decían que el Se­ñor había puesto al hombre sobre la tierra, no sobre las aguas; y sin pedir permiso a nadie salieron jubilosos de la balsa e invitando a otros a que hicieran lo mismo, subieron a aquella tierra emergida. Breve fue su alegría, porque alborotándose de nuevo las aguas a causa de la repentina tempestad que se desencadenó, éstas invadie­ron la falda de aquella hermosa ladera y en breve tiempo, lanzando gritos de desesperación, aquellos infelices se vieron sumergidos has­ta los costados y después de ser derribados por las olas, desapare­cieron. Yo exclamé entonces: —¡Cuan cierto es que el que sigue su capricho lo paga caro!

La embarcación, entretanto, a merced de aquel turbión amena­zaba de nuevo con hundirse. Vi entonces los rostros de mis jóvenes cubiertos de mortal palidez:

—¡Animo!, —les grité—, María no nos abandonará.

Y todos de consuno rezamos de corazón los actos de fe, espe­ranza, caridad y contrición; algunos Pater, Ave y la Salve Regina. Después, de rodillas, cogidos de las manos continuamos rezando nuestras oraciones particulares. Pero algunos insensatos, indiferen­tes ante aquel peligro, como si nada sucediese, se ponían de pie, se movían continuamente, iban de una parte a otra, guiñándose entre sí y burlándose de la actitud suplicante de sus compañeros.
Y he aquí que la nave se detiene de improviso, girando con gran rapidez sobre sí misma, mientras que un viento impetuoso lanzó al agua a aquellos desventurados. Eran unos treinta; y como el agua era muy profunda y densa, apenas cayeron a ella no se les volvió a ver más. Nosotros entonamos la Salve Regina y más que nunca in­vocamos de todo corazón la protección de la Estrella del mar.
Siguió después la calma. Y la nave, a guisa de un pez, continuó avanzando sin saber nosotros adonde nos conduciría. A bordo se desarrollaba un continuo y múltiple trabajo de salvamento. Se hacía todo lo posible por impedir que los jóvenes cayesen al agua y se intentaba, por todos los medios, socorrer a los que a ella caían. Pues había quienes asomándose imprudentemente a los bajos bordes de ¡a embarcación se precipitaban al lago, mientras que algunos mu­chachos desalmados y crueles, invitando a los compañeros a que se asomasen a la borda, los empujaban precipitándolos al agua; por eso algunos sacerdotes prepararon unas cañas muy largas y muy fuertes y unas cuerdas muy recias y anzuelos de varias clases. Otros amarraban los anzuelos a las cañas y entregaban éstas a unos y otros, mientras que algunos ocupaban ya sus puestos con las cañas levantadas, con la vista fija en las aguas y atentos a las llamadas de socorro. Apenas caía un joven bajaban las cañas y el náufrago se agarraba a la cuerda o bien quedaba prendido por el anzuelo por la cintura, o por los vestidos y así era puesto a salvo.

Pero también entre los dedicados a la pesca había quienes en­torpecían la labor de los demás e impedían su trabajo a los que pre­paraban y distribuían los anzuelos. Los clérigos vigilaban para que los jóvenes, muy numerosos aún, no se acercasen a la borda de la embarcación. Yo estaba al pie de un alto mástil que había en el cen­tro, rodeado de muchísimos muchachos, sacerdotes y clérigos que ejecutaban mis órdenes. Mientras fueron dóciles y obedientes a mis palabras, todo marchó bien; estábamos tranquilos, contentos, segu­ros. Pero no pocos comenzaron a encontrar incómoda la vida en aquella balsa; a tener miedo de un viaje tan largo, a quejarse de las molestias y peligros de la travesía, a discutir sobre el lugar en que debíamos atracar, a pensar en la manera de hallar otro refugio, a ilusionarse con la esperanza de encontrar tierra a poca distancia y en ella un albergue seguro, a lamentarse de que en breve nos falta­rían las vituallas, a discutir entre ellos, a negarme su obediencia. En vano intentaba yo persuadirles con razones.

Y he aquí que aparecieron ante nuestra vista otras balsas, las cuales, al acercarse, parecían seguir una ruta distinta de la nuestra; entonces aquellos imprudentes determinaron secundar sus capri­chos, alejándose de mí y obrando según su propio parecer. Echaron al agua algunas tablas que estaban en nuestra embarcación y al des­cubrir otras bastante largas que flotaban no muy lejos, saltaron so­bre ellas y se alejaron en compañía de las otras balsas que habían aparecido cerca de la nuestra. Fue una escena indescriptible y dolorosa para mí al ver a aquellos infelices que iban en busca de su rui­na. Soplaba el viento; las olas comenzaron a encresparse; y he aquí que algunos quedaron sumergidos bajo ellas; otros, aprisionados entre los espirales de la vorágine y arrastrados a los abismos; otros chocaban con objetos que había a flor de agua y desaparecían; algu­nos lograron subir a otras embarcaciones, pero éstas pronto se hun­dieron también. La noche se hizo negra y oscura: en lontananza se oían los gritos desgarradores de los náufragos. Todos perecieron. In mare mundi submerguntur omnes ilii quos non súscipit navis ista, esto es: la nave de María Santísima.

El número de mis queridos hijos había disminuido notablemente; a pesar de ello, con la confianza puesta en la Virgen, después de una noche tenebrosa, la nave entró finalmente como a través de una especie de paso estrechísimo, entre dos playas cubiertas de limo, de matorrales, de gruesos maderos, de tablas, de troncas, de mástiles destrozados, de remos. Alrededor de la barca pululaban las tarántulas, los sapos, las serpientes, los dragones, cocodrilos, escua­los, víboras y mil otros repugnantes animalejos. Sobre unos sauces llorones, cuyas ramas caían sobre nuestra embarcación, había unos gatazos de forma singular que devoraban trozos de miembros huma­nos y muchos monos de gran tamaño, que columpiándose de las mismas ramas intentaban tocar y arañar a los jóvenes; pero éstos, atemorizados, se agachaban salvándose de aquellas insidias.

Fue allí, en aquel fangal, donde volvimos a ver con gran sorpre­sa y dolor a los pobres compañeros que habíamos perdido o que habían desertado de nuestras filas. Después del naufragio fueron arrojados por las olas a aquella playa. Los miembros de algunos es­taban destrozados como consecuencia del choque violento contra los escollos. Otros habían quedado sepultados en la laguna y sólo se les veía los cabellos y la mitad de un brazo. Aquí sobresalía del fan­go un torso, más allá una cabeza; en otra parte flotaba a la vista de todos un cadáver.

De pronto se oyó la voz de un joven de la barca que gritaba:

—Aquí hay un monstruo que está devorando las carnes de fula­no y de zutano.

Y repetía los nombres de los desgraciados, señalándoselo a los compañeros que contemplaban la escena con horror.

Pero otro espectáculo no menos horrible se presentó a nuestros ojos.

A poca distancia se levantaba un horno gigantesco en el cual ar­día un fuego devorador. En él se veían formas humanas, pies, bra­zos, piernas, manos, cabezas que subían y bajaban entre las llamas confusamente, como los garbanzos en la olla cuando esta está hir­viendo.

Miramos atentamente y vimos allí a muchos de nuestros jóvenes y al reconocerlos quedamos aterrados. Sobre aquel fuego había como una tapadera encima de la cual estaban escritas con gruesos caracteres estas palabras: "El sexto y el séptimo conducen aquí".

Cerca de allí había una alta y amplia prominencia de tierra o promontorio con numerosos árboles silvestres desordenadamente dispuestos, entre los que se agitaban gran número de nuestros jóve­nes de los que habían caído a las aguas o de los que se habían aleja­do de nosotros en el curso del viaje. Yo bajé a tierra, sin hacer caso del peligro a que me exponía, me acerqué y vi que tenían los ojos, las orejas, los cabellos y hasta el corazón llenos de insectos y de as­querosos gusanos que les roían aquellos órganos causándoles atrocí­simos dolores. Uno de ellos sufría más que los demás; quise acercarme a él, pero huía de mí escondiéndose detrás de los árbo­les. Vi a otros que entreabriendo sus ropas, mostraban la persona ceñida de serpientes; otros, llevaban víboras en el seno.

Señalé a todos ellos una fuente que arrojaba agua fresca en gran cantidad, aquella agua era al mismo tiempo ferruginosa; todo el que iba a lavarse en ella curaba al instante y podía volver a la barca. La mayor parte de aquellos infelices obedeció mis mandatos; pero algu­nos se negaron a secundarlos. Entonces yo, decididamente, me vol­ví a los que habían sanado, los cuales, ante mis instancias, me siguieron sin titubear, mientras los monstruos desaparecían. Apenas estuvimos en la embarcación, ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel estrecho saliendo por la parte opuesta a la que había entrado, lanzándose de nuevo a un mar sin límites.

Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de la triste suerte de nuestros compañeros abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar: "¡Load a María, oh lenguas fieles!, en acción de gracias a la Madre celestial, por habernos protegido hasta entonces"; y al ins­tante, como obedeciendo a un mandato de la Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó a deslizarse con rapidez sobre las plá­cidas olas, con una suavidad imposible de describir. Parecía que avanzase al solo impulso que le diesen los jóvenes al jugar echando el agua hacia atrás con la palma de la mano.

He aquí que seguidamente aparece en el cielo un arco iris, más maravilloso y esplendoroso que una aurora boreal; al pasar bajo el cual leímos escrito con gruesos caracteres de luz, la palabra MEDOUM sin entender su significado. A mí me pareció que cada letra era la inicial de estas palabras: Mater Et Domina Omnis Universi María.

Después de un largo trayecto he aquí que despunta la tierra en el horizonte; al acercarnos a ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón una alegría indecible. Aquella tierra maravillosa, cubierta de bosques, de toda clase de árboles, ofrecía el panorama más en­cantador que imaginarse puede, iluminada por la luz del sol naciente que subía tras las colinas que la formaban. Era una luz que brillaba con una inefable suavidad, semejante a la de un espléndido atarde­cer de verano, infundiendo en el ánimo una sensación de tranquili­dad y de paz.

Finalmente, dando contra las arenas de la playa y deslizándose sobre ella, la balsa se detuvo en seco al pie de una hermosísima viña.

Bien se pudo decir de esta embarcación: Eam tu, Deus, pontem fecisti quo a mundi flúctibus trajicientes ad tranquillum portum tuum devéniamus.

Los jóvenes estaban deseosos de penetrar en aquella viña y algu­nos, más curiosos que otros, de un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas avanzaron unos pasos, al recordar la suerte desgracia­da de los que quedaron fascinados por la colina que se levantaba en medio del mar borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa.

Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí y en la frente de cada uno se leía esta pregunta:

—[San] Juan Don Bosco: ¿es hora ya de que bajemos y nos paremos? Primero reflexioné un poco y después les dije: ¡Bajemos! Ha llegado el momento: ahora estamos seguros. Fue un grito general de alegría; y cada uno de los muchachos, frotándose las manos de júbilo, penetró en la viña, en la cual reina­ba el orden más perfecto. De las vides pendían racimos de uva se­mejantes a los de la tierra prometida y en los árboles había toda clase de frutos; cuantos se pueden desear en la bella estación y to­dos de un sabor desconocido.

En medio de aquella extensísima viña se elevaba un gran castillo rodeado de un delicioso y regio jardín cercado de fuertes murallas. Nos dirigimos a aquel edificio, permitiéndosenos la entrada.

Estábamos cansados y hambrientos y en una amplia sala ador­nada toda de oro, había preparada para nosotros una gran mesa abastecida de los más exquisitos manjares, de los que cada uno se podía servir a su placer.

Mientras terminábamos de refocilarnos, entró en la sala un no­ble joven, ricamente vestido y de una hermosura singular, el cual, con afectuosa y familiar cortesía nos saludó llamándonos a todos por nuestros nombres. Al vernos estupefactos y maravillados ante su belleza y por las cosas que habíamos visto, nos dijo:

—Esto no es nada; venid a ver.

Todos nosotros le seguimos y desde los balcones de las habita­ciones nos hizo contemplar los jardines, diciéndonos que éramos dueños de todos ellos y que los podíamos usar para nuestros re­creos.

Nos llevó después de una en otra sala; cada una superaba a la anterior por la riqueza de su arquitectura, por sus columnas y deco­rados de toda espacie. Abriendo después una puerta que comunica­ba con una capilla, nos invitó a entrar. Por fuera la capilla parecía pequeña, pero apenas cruzamos el dintel, comprobamos que era tan amplia que de un extremo a otro apenas si nos podíamos ver. El pavimento, los muros, las bóvedas estaban guarnecidas de mármo­les artísticamente trabajados, de piezas de plata y oro, de piedras preciosas, por lo que yo, profundamente maravillado, exclamé:

—¡Esto es una belleza de Paraíso! No tendría inconveniente en quedarme aquí para siempre.

En medio de este gran templo, se alzaba sobre un rico basamen­to, una magnífica estatua de María Auxiliadora. Llamando a muchos de los jóvenes que se habían dispersado por una y otra parte para encaminar las bellezas de aquel sagrado edificio, logré concentrarlos a todos ante la imagen de Nuestra Señora para darle gracias por tantos favores como nos había otorgado. Entonces me di cuenta de la enorme capacidad de aquella iglesia, pues aquellos millares y mi­llares de jóvenes parecían formar un pequeño grupo que ocupase el centro de la misma.

Mientras contemplaban aquella estatua cuyo rostro era de una hermosura inefable, la imagen pareció animarse de pronto y son­reír. Y he aquí que se levantó un murmullo entre los muchachos, apoderándose de sus corazones una emoción indecible.

—¡La Virgen mueve los ojos!—, exclamaron algunos.

Y  en efecto: María Santísima recorría con su maternal mirada aquel grupo de hijos.

Seguidamente se oyó una nueva y general exclamación: —¡La Virgen mueve las manos!

Y en efecto, abriendo lentamente los brazos levantaba el manto como para acogernos a todos debajo de él.

Lágrimas de emoción surcaban nuestras mejillas.

—¡La Virgen mueve los labios!—, dijeron algunos.

Se hizo un silencio profundo; y la Virgen abrió la boca y con una voz argentina y suavísima, dijo:

—Si ustedes son para Mí hijos devotos, yo seré para vosotros una Madre piadosa.

Al oír estas palabras, todos caímos de rodillas y entonamos el canto sagrado: "Load a María, oh lenguas fieles".

Los jóvenes cantaban tan fuerte y al mismo tiempo tan suave, que gratamente impresionado me desperté, terminando así la vi­sión.
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[San] Juan Don Bosco concluyó su relato con estas palabras:

¿Ven, mis queridos hijos? En este sueño se nos presenta el mar borrascoso de esta vida. Si son dóciles y obedientes a mis palabras y no hacen caso de los que les aconsejan mal, después de habernos esforzado por hacer el bien y huir del mal; después de vencidas todas nuestras malas tendencias, llegaremos feliz­mente al término de nuestra vida, al puerto seguro del cielo. En­tonces vendrá a nuestro encuentro la Virgen Santísima, que en nombre de nuestro buen Dios, nos introducirá para restaurarnos de nuestras fatigas, en su regio jardín, esto es, en el Paraíso, donde go­zaremos de su amabilísima presencia divina. Pero, si por el contra­rio, quieren obrar, no según yo les digo, sino siguiendo su capricho y desoyendo mis consejos, entonces naufragarán miserablemente.

[San] Juan Don Bosco continúa Don Lemoynedaba en circunstan­cias diversas y privadamente alguna explicación específica de este sueño, relacionado, según parece, no sólo con el Oratorio, sino también con la Pía Sociedad.

«El prado es el mundo; el agua que amenaza ahogarnos, los peligros del mundo. La inundación tan terriblemente extendida, los vicios y las máximas irreligiosas y las persecuciones contra ¡os buenos.

El molino, esto es, un lugar aislado y tranquilo, pero también amenazado, la casa del pan, la Iglesia Católica. Los canastos del pan, la Santísima Eucaristía que sirve de viático a los navegan­tes. La embarcación, el Oratorio. El tronco del árbol que forma el puente entre el molino y la balsa es la Cruz, o sea, el sacrificio de sí mismo a Dios, mediante la mortificación cristiana. El leño empleado por los jóvenes, como un puente más ligero para en­trar en la embarcación, es el reglamento conculcado. Muchos vienen con fines rastreros y bajos: hacer una carrera; con deseos de lucro, de honores, de comodidades, de cambiar de condición y de estado; éstos son los que no rezan y se burlan de la piedad de los demás.

Los sacerdotes y los clérigos simbolizan la obediencia y las portentosas obras de salvación que por medio de ellos se consi­guen.

Los remolinos, las varias y tremendas persecuciones que se suscitan y se suscitarán. La isla sumergida, los desobedientes que no quieren permanecer en la embarcación y vuelven al mundo despreciando la vocación. Lo mismo habría que decir de los que se refugian en las otras balsas.

Muchos de los que caían al agua o tendían la mano a los que estaban en la embarcación y con la ayuda de los compañeros su­bían nuevamente a ella, eran los dotados de buena voluntad; los cuates, habiendo caído desgraciadamente en pecado, vuelven a adquirir la gracia de Dios mediante la penitencia. El estrecho, los gatazos, los monos y demás monstruos, son ¡os revolucionarios, las ocasiones y las incitaciones a la culpa, etcétera. Los insectos en los ojos, en la lengua, en el corazón: las miradas peligrosas, las conversaciones obscenas, los afectos desordenados. La fuente de agua ferruginosa que tenía la virtud de matar todos los insec­tos y de curar instantáneamente, son los sacramentos de la Con­fesión y de la Comunión. El lodazal y el fuego, los lugares del pecado y de la condenación.

Con todo, hay que observar que no quiere decir que cuantos cayeron en el fuego y no se volvieron a ver más y los que ardían en las llamas tienen que ir a parar irremisiblemente al infierno: ¡No! Dios nos libre de afirmar semejante cosa. Sino que indica que los que se encontraban en desgracia de Dios, si hubiesen muerto entonces, se habrían condenado para siempre. La sala, el templo, representan la Sociedad Salesiana, feliz y triunfante. El joven garrido que acoge a los demás y los acompañan a visitar el palacio y la iglesia, parece que fuera un alumno muerto en el Oratorio, tal vez [Santo] Domingo Savio».

De esta última frase se deduce, que en éste, como en otros sueños de [San] Juan Don Bosco, hay un significado escondido que se refie­re principalmente a la Sociedad Salesiana.

Hemos de hacer constar que contemporáneamente a cada frase del sueño, tanto de este como de los demás, correspondían otras tantas apariciones que diríamos paralelas y complementa­rias de las cosas descritas.

Nos autoriza a juzgar así el hecho de haber recordado [San] Juan Don Bos­co a Don Julio Barberis en el año 1879, que en este sueño había visto a Don Cagliero atravesar una gran extensión de agua, ayudan­do a otros a cruzarla y que tanto él como sus compañeros habían hecho diez estaciones. De esta forma veía anticipadamente sus via­jes a América.

Así también, en el año 1885 dijo que este sueño guardaba re­lación con la elevación al episcopado de Mons. Cagliero.

En la mañana del dos de enero, los jóvenes deseosos de co­nocer el estado de la propia conciencia, se apresuraron a confe­sarse con él en la sacristía. A cierto joven, el cual después de la confesión le preguntaba, dónde y en qué estado ¡o había visto en aquel sueño misterioso, le respondió:

Estabas en la embarcación y te dedicabas a pescar y caíste varias veces al agua, pero yo te saqué y te devolví a la barca.

Y cuando llegó al templo ¿recuerda haberme visto?

—Sí, sí— le respondió sonriente.

A un clérigo vercellés que le preguntó en el patio sobre su es­tado: estorbabas a los demás le replicó— y así impedías la pesca.

A un sacerdote que deseaba saber el papel que desempeñaba en aquella escena:

Te vi le dijoapartado de los demás--- solo, serio, en un rincón de la embarcación, ocupado en preparar anzuelos con sus cuerdas correspondientes que los demás venían a coger para pescar.

Y añadió algunas cosas más que veinte años después se cum­plieron de una manera maravillosa y que no es necesario expo­ner aquí.

Los alumnos no olvidaron este sueño que tanta impresión les había causado, y el joven Agustín Semeria de Moltedo Superiore nos lo recordaba en una carta fechada en 24 de septiembre de 1883, confirmando en su descripción cuanto hemos expuesto anteriormente y añadiendo

«Recuerdo también que en una de las noches siguientes, cosa insólita, [San] Juan Don Bosco nos hizo rezar bajo los pórticos la tercera parte del Rosario por las necesidades de nuestra Santa Madre la Iglesia. Terminada esta oración, mientras avanzaba entre nosotros, acogido con grandes muestras de alegría y numerosos vivas, nos permitió que le ayudásemos a subir a la cátedra o tribuna desde la cual nos hablaba. Esto era muy frecuente. Una vez que hubieron terminado los aplausos, hizo alusión a la alegría que experimenta­rán los justos al llegar a las playas de la felicidad eterna; a la paz que disfruta un cristiano viviendo siempre en gracia de Dios y al au­gurarnos unas buenas noches, nos dijo:

Cuando se despojen de las ropas para acostarse, háganlo con toda modestia; pensando que Dios los ve; después métanse en la cama; crucen las manos sobre el pecho y abandonados en los brazos de Jesús y de María, entregúense al descanso».

UNA VISITA A LOS DORMITORIOS

SUEÑO 56.AÑO DE 1866.

(M. B. Tomo VIII. págs. 314-315)

Una carta de un ex alumno llamado Agustín Semeria, a [Beato] Miguel Don Rúa, fechada en Liguria en 1883, dice entre otras cosas:

Era el año del Señor de 1866, unos quince días antes de la fiesta de San José; [San] Juan Don Bosco nos contó lo siguiente:
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Soñé que me encontraba en la cama y que se presentaba un in­dividuo o fantasma con una lámpara encendida en la mano, diciéndome:

—[San] Juan Don Bosco ¡levántate inmediatamente y ven conmigo!

Sin temor alguno, bajé del lecho, me vestí y me encaminé detrás de aquel individuo el cual no permitió ni por un solo momento que le viese el rostro. Me hizo atravesar varios dormitorios por el centro del pasillo a cuyos lados estaban las camas de los jóvenes entrega­dos al descanso. Al pasar me di cuenta de que sobre algunos lechos había unos gatos agarrados a los hierros con las patas de atrás y con las de delante en actitud de arañar el rostro de los muchachos dormidos.

Yo seguía siempre detrás de aquel fantasma, el cual se detuvo finalmente comenzando a dar vueltas alrededor de la cama de un jo­ven que estaba profundamente dormido. También yo me detuve y le pregunté por qué hacía aquello. El me contestó:

—Para la fiesta de San José este joven debe venir conmigo.
Yo comprendí que el muchacho indicado moriría para aquella fecha. Entonces, pregunté a mi guía con tono resuelto:

—Necesito saber quién eres y en nombre de quién hablas.

El me dijo nuevamente:

—Si quieres saber quién soy: ¡Mira!

Y desapareció él y la linterna, de forma que me quedé a oscu­ras. Entonces me dispuse a ir nuevamente a mi lecho, pero en el ca­mino tropecé no sé si con un baúl o con otra cosa y me desperté.
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Hecha esta narración, [San] Juan Don Bosco explicó que aquellos gatos en actitud de arañar a los jóvenes que dormían tranquilamente, signifi­can los enemigos de nuestra alma, que están siempre a nuestro al­rededor para hacemos caer si estamos en gracia de Dios o para destrozarnos si estamos en desgracia, cuando el Señor, cansado de nosotros, lo permitiese.

Conocí añadió el  [Santo]a aquel que según me dijo el desconocido tenía que morir para ¡a fiesta de San José; pero no diré a nadie quién es para no causar demasiado espanto. Veremos si este sueño se realiza.

Entretanto, estemos todos preparados a bien morir. A los que vengan a confesarse conmigo les diré algo en particular.

Pasada la festividad de San José nos dijo que precisamente el día 19 de marzo, un joven del Oratorio había muerto en su pueblo natal.

En la Crónica del Oratorio se lee: "El 19 de marzo de 1866 muere Simón Lupotto, a los dieciocho años de edad. Por su ex­traordinaria piedad fue siempre de edificación para sus compañe­ros. Frecuentaba con gran devoción los Santos Sacramentos; participaba con gran recogimiento de las funciones religiosas; era un enamorado de Jesús Sacramentado; cuando rezaba parecía un San Luis. Soportó con heroica resignación su larga enfermedad".

Según la predicción de [San] Juan Don Bosco, Simón Lupotto fue a pa­sar la fiesta de San José, del cual era muy devoto, a su lado en el Paraíso.

LOS CABRITOS

SUEÑO 57.AÑO DE 1866.

(M. B. Tomo VIII, pág. 315)

La carta de Agustín Semeria, a la cual hemos aludido en el sueño anterior, continúa:

«Otro día [San] Juan Don Bosco nos contó lo siguiente:
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Soñé que me encontraba en la sacristía abarrotada de jovencitos que se estaban confesando conmigo. Y he aquí que de pronto entra un cabrito por la puerta de la misma, y después de dar unas vueltas entre los muchachos se puso a jugar ahora con uno, ya con otro, de forma que los jóvenes perdieron el buen deseo que tenían de confe­sarse y se marcharon unos después de otros. El animal, por último, se acerca a mí y tuvo el atrevimiento de apartar de mi lado con sus incitaciones engañosas al joven que se estaba confesando conmigo, a pesar de que yo lo tenía fuertemente estrechado contra el pecho. Airado propiné al bicho un puñetazo en la cabeza y rompiéndole un cuerno le obligué a huir. También deseaba dar una buena reprimenda al sacristán por haberlo dejado entrar en aquel lugar sagrado.

Después me levanté y revistiéndome con los paramentos sagra­dos me dispuse a celebrar la Santa Misa. Al llegar a la Comunión he aquí que veo entrar por la puerta principal de la iglesia, no un cabri­to, sino una inmensa manada de ellos, que metiéndose entre los muchachos procuraban desenfervorizar de mil maneras a los que, hasta entonces habían estado deseosos de recibir el Pan de los án­geles. Algunos se habían levantado ya para acercarse al altar; pero cautivados por las zalamerías de aquellos animales, desistieron de su intento y se volvieron a sus puestos. Otros estaban ya próximos a la balaustrada; algunos incluso arrodillados en ella, pero tanto éstos como aquéllos regresaron a su sitio sin haber comulgado.
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Estos animales representan a los enemigos de las almas, que con las distracciones y con los afectos desordenados procuran mantener a los jóvenes alejados de los Sacramentos.

Con estas y con otras narraciones termina Don Lemoynepreparaba [San] Juan Don Bosco a los alumnos del Oratorio a celebrar las fiestas pascuales.

LAS ESPADAS Y LOS NÚMEROS

SUEÑO 58.AÑO DE 1864.

(M. B. Tomo VIII, pág. 469)
En el año de 1864 cuenta Don Lemoyneal anunciar la muerte de los jóvenes Aiacini y Vicini, [San] Juan Don Bosco dijo a Domingo Tomatis, compañero de ambos, que comería mucho pan con [San] Juan Don Bosco; esto es, que viviría muchos años y que se haría salesiano.

Una noche Tomatis tuvo un sueño que recordó siempre y que le sirvió de consuelo en todas las circunstancias penosas de la vida.

Se le apareció resplandeciente y de bellísimo aspecto, el ya difunto Vicini, el cual tomándole de la mano y llevándole a una balaustrada le señaló la estatua de María Auxiliadora que cam­peaba sobre la cúpula de su templo. Hay que notar que de dicha iglesia sólo existían entonces los cimientos; y a pesar de ello, la mostró entonces completamente terminada, en toda su grandiosa majestad.

Vicini le dijo:

¿Ves allá arriba? Esa es tu vida. Sigue fielmente los conse­jos de [San] Juan Don Bosco y después vendrás al Paraíso conmigo.

Mientras hablaba, Tomatis le miraba al rostro y le parecía leer en su alma cuánto le agradecía el compañero aparecido el afecto que aún le profesaba.

Días después, habiendo ido a confesarse con [San] Juan Don Bosco, el [Santo] dijo a su penitente frases equivalentes a las que le había dicho en el sueño Vicini, causando esto gran admiración al muchacho.
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En otra ocasión [San] Juan Don Bosco narró el sueño de las espadas que pendían sobre el lecho de cada uno de los alumnos y de los núme­ros escritos sobre la frente de los mismos, que indicaban los años que restaban de vida a cada uno de ellos.
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Todos los jóvenes fueron a preguntar al buen padre el miste­rio del presente y el porvenir que les aguardaba. También Toma­tis pidió a [San] Juan Don Bosco ¡e informara sobre ¡o que le interesaba, a saber, si según el sueño qué había tenido el [Santo], vivi­ría mucho o poco.

[San] Juan Don Bosco le replicó:

Te podría indicar el tiempo exacto, pero no sería conve­niente el hacerlo. No te preocupes por eso; piensa en ser bueno, pues ¡legarás a ser sacerdote de [San] Juan Don Bosco y tendrás que ayu­darle a salvar muchas almas.

Esta respuesta fue el germen de la vocación del muchacho, pues nunca anteriormente había pensado en abrazar el estado religioso.

Continuando con entusiasmo sus estudios, en el tercer curso de bachillerato consiguió el primer premio en retórica; pero al terminar sus estudios de latín, le asaltaron ciertas dudas, llegan­do casi a olvidar el pasado y las palabras que le dirigiera Vicini en el sueño, como también las de [San] Juan Don Bosco.

Habiendo ido a pasar las vacaciones a Trinitá de Mondouí, su pueblo natal, determinó entrar en la Compañía de Jesús, a la cual pertenecían ya dos tíos suyos. Consultó con uno de ellos, el cual le aconsejó que reflexionara bien sobre el paso que se pro­ponía dar; el joven lo pensó, rezó mucho, se proveyó de la docu­mentación necesaria, hizo la solicitud de admisión y fue aceptado en la Compañía, esperando se le fijara la fecha en que había de dirigirse al Principado de Monaco. Le acompañaría un joven del Cottolengo.

Tomatis fue a Turín y antes de marcharse para su destino fue a hacer un visita a [San] Juan Don Bosco para confesarse con él y despedirse. El [Santo] lo escuchó y después de la absolución le dijo:

¿Has ido ya a tomarte la medida de la sotana?

No, [San] Juan Don Bosco. He pensado hacerme jesuita; ya he hecho todas las diligencias necesarias.

Pues debes ir al sastrecontinuó [San] Juan Don Bosco para que te tome la medida.

Pero, es que hoy tengo que salir para Monaco.

Mira, haz lo que te digo continuó el [Santo]—. Dentro de unos días se colocará el último ladrillo de la cúpula de la iglesia y haremos una hermosa fiestecita. Entonces bendeciré tu sotana y te la impondré. Quédate hoy a comer con nosotros y esta tarde irás al sastre para que te tome la medida.

El [Santo], adoptando entonces un ademán solemne, con­tinuó:

¿Es que acaso te has olvidado de cuanto hemos hablado y de lo que te dije hace tiempo y de las numerosas almas que tie­nes que ayudarme a salvar?

Y repitió unas palabras semejantes a las que en el sueño le había dicho Vicini, de forma que a Tomatis se le presentó en la Imaginación la figura queridísima del amigo, sintiendo en aquel momento su voluntad completamente cambiada. Se quedó a co­mer con [San] Juan Don Bosco y he aquí que poco después llegó el Padre Porcheddu con gran premura, pues era ya tiempo de partir.

Ya no me marcho— le dijo Tomatis.

¿Por qué?, le preguntó el Padre.

Porque [San] Juan Don Bosco me ha cambiado la cabeza.

¿Entonces?

Yo me quedo con [San] Juan Don Bosco.

-—¿Y las cartas que hemos mandado?

Lo siento, pero... yo no me marcho.

—Y ¿qué le digo al Padre Tomatis, su tío?

Dígale lo que quiera, pues yo no me muevo de aquí.

Si es así, haga lo que quieraterminó diciendo el Padre Porcheddu. Y sin más, se marchó.

En la noche del 23 de septiembre, Tomatis recibió la sotana de manos de [San] Juuan Don Bosco. Desde aquel momento cesaron las du­das sobre su vocación, a pesar de las contrariedades y disgustos que hubo de soportar.

LAS REGLAS

SUEÑO 59.AÑO DE 1867.

(M. B. Tomo VIII, pág. 569)

En 1867 [San] Juan Don Bosco había dado a la imprenta un opúsculo ti­tulado: "Vida de San José, Esposo de María Santísima y Padre adoptivo de Jesucristo".

Habiendo tenido que salir para Roma a fin de solventar algu­nos importantísimos asuntos, dio orden de que le enviasen a la Ciudad Eterna las pruebas de dicha obrita.

El principal motivo que llevaba al [Santo] a la capital del Orbe Católico, era obtener ¡a aprobación definitiva de la So­ciedad de San Francisco de Sales y, si era posible, conseguir al menos la facultad de conceder las dimisorias a sus clérigos para las sagradas órdenes y de poderlos admitir a las mismas título mensae communis.

Por eso llevaba a Roma consigo las Reglas redactadas en len­gua latina, y por él corregidas una y otra vez para adaptarlas a las Animadversiones, sin menoscabo de las necesidades futuras de la Sociedad Salesiana y sin dejar de seguir el contenido de un ejemplar, que le había sido mostrado «en sueño».

LOS REBAÑOS

SUEÑO 60.AÑO DE 1867.

(M. B. Tomo VIII, págs. 840-844)

El domingo de la Santísima Trinidad, 16 de junio, en cuya festividad, hacía veintisiete años, había celebrado [San] Juan Don Bosco su primera Misa, los jóvenes esperaban con impaciencia que les contara un sueño, según les había prometido el día 13 del mis­mo mes.

Su ardiente deseo era buscar el bien espiritual de su rebaño y su norma, las amonestaciones y promesas del capítulo XXVII, versículo 23-25 del libro de los Proverbios: 23 Diligenter agnosce vultum pecoris tui, tuosque greges considera : 24 non enim habebis jugiter potestatem, sed corona tribuetur in generationem et generationem. 25 Aperta sunt prata, et apparuerunt herbæ virentes, et collecta sunt fœna de montibus.

En sus oraciones pedía al cielo el conocimiento exacto de sus ovejas; la gracia de vigilar atentamente; de asegurar la custodia del redil aún después de su muerte y de proveerle de fácil alimen­to material y espiritual.

[San] Juan Don Bosco, pues, después de las oraciones de la noche, habló así:

«En una de las últimas noches del mes de María, el 29 o el 30 de mayo, estando en la cama y no pudiendo dormir, pensaba en mis queridos jóvenes y me decía a mi mismo:

¡Oh si pudiese soñar algo que les sirviese de provecho!

Después de reflexionar durante un rato añadí:

¡Sí! Ahora quiero soñar algo para contarlo a mis jóvenes.

Y he aquí que me quedé dormido.
***************************************************************
Apenas el sueño se apoderó de mí, me pareció encontrarme en una inmensa llanura cubierta de un número extraordinario de ovejas de gran tamaño, las cuales, divididas en rebaños, pacían en los ex­tensos prados que se ofrecían ante mi vista. Quise acercarme a ellas y se me ocurrió buscar al pastor, causándome gran maravilla que pudiese haber en el mundo quien pudiera poseer un tan crecido nú­mero de animales de aquella especie. Después de breves indagacio­nes me encontré ante un pastor apoyado en su cayado. Inmediatamente comencé a preguntarle:    

 —¿De quién es este rebaño tan numeroso?

El pastor no me contestó.

Volví a repetir la pregunta y entonces me dijo:

—¿Y a ti qué te interesa?

—¿Por qué —repliqué— me contesta de esa manera?

—Pues bien —dijo el pastor— este rebaño es de su dueño.

—¿De su dueño? Eso ya me lo suponía— dije para mí. Y conti­nué en alta voz:

—¿Y quién es el dueño?

—No te preocupes —me dijo— ya lo sabrás.

Después, recorriendo en su compañía aquel valle, comencé a ver el rebaño y la región en que nos encontrábamos.
Algunas zonas estaban cubiertas de rica vegetación; numerosos árboles extendían sus ramas proporcionando agradable sombra, y una hierba fresquísima servía de alimento a gran número de ovejas de hermosa y lucida presencia.

En otros parajes la llanura era estéril, arenosa, llena de piedras, recubierta de espinos desprovistos de hojas y de cardos amarillen­tos; no había en toda ella ni un hilo de hierba fresca; a pesar de ello, también allí había numerosas ovejas paciendo, pero su aspecto era miserable.                                

Hice algunas preguntas a mi guía referentes aeste rebaño, pero él, sin contestarme a ninguna, dijo:

—Tú no estás destinado a cuidarlas. En éstas no debes pensar. Te voy a llevar a que veas el rebaño que te ha sido reservado.

—Pero ¿tú quién eres?

—Soy el dueño; ven conmigo; vamos hacia aquella parte y verás.

Y me condujo a otro lugar de la llanura donde había millares y millares de corderillos. Tan numerosos eran, que no se podían con­tar y estaban tan flacos que apenas si se podían sostener en pie.

El prado en que estaban era seco, árido y arenoso, no descu­briéndose en él ni un hilo de hierba fresca, ni un arroyuelo, sino nada más que algunos cardos secos y bastante matorrales escuálidos. Todo el pasto había sido destruido por los mismos corderos.

A primera vista se podía deducir que aquellos pobres animales, que estaban además cubiertos de llagas, habían sufrido mucho y continuaban sufriendo. ¡Cosa extraña! Cada uno tenía dos cuernos largos y gruesos que le salían de la frente, como si fuesen borregos viejos y en la punta de cada cuerno tenían un apéndice en forma de ese. Contemplé maravillado aquella rara particularidad, causándome gran inquietud el no saberme explicar por qué aquellos animales te­nían los cuernos tan largos y tan gruesos y la causa de que hubiesen agotado tan pronto la hierba del prado.

—Pero ¿cómo puede ser esto? —dije al pastor—. ¿Unos corde­ros tan pequeños y ya tienen unos cuernos tan grandes?

—Mira bien —me dijo—, observa atentamente.

Y al hacerlo pude comprobar que aquellos animales tenían gra­bado el número tres en todas las partes del cuerpo: en el dorso, en la cabeza, en el hocico, en las orejas, en la nariz, en las patas, en las pezuñas.

—¿Qué quiere decir esto?—pregunté a mi guía—. A la verdad que no entiendo nada.

—¿Cómo? ¿Qué no comprendes nada? —me replicó el pas­tor—. Escucha, pues, y todo lo comprenderás: Esta extensa llanura es figura del mundo. Los lugares cubiertos de hierba significan la pa­labra de Dios y la gracia. Los parajes estériles y áridos, aquellos si­tios en los cuales no se escucha la palabra divina, en los que sólo se procura agradar al mundo. Las ovejas son los hombres hechos y derechos; los corderos, los jovencitos, para atender a los cuales ha mandado Dios a [San] Juan Don Bosco. Este rincón de la llanura que contem­plas, representa el Oratorio y los corderos en él reunidos, tus hijos. Este lugar tan árido es símbolo del estado de pecado. Los cuernos son imagen de la deshonra. La letra S quiere decir el escándalo. Los escandalosos, por la fuerza del mal, marchan a su perdición. Entre los corderos observarás algunos que tienen los cuernos rotos; fueron escandalosos, pero después cesaron en sus escándalos. El número tres quiere decir que soportan la pena de su culpa; esto es, que ten­drán que sufrir tres grandes carestías: una carestía espiritual, otra moral y otra material.

1º La carestía de los auxilios espirituales; pedirán estos auxilios y no los tendrán. 2º La carestía de la palabra de Dios. 3º La carestía del pan material.

El que los corderos hayan agotado toda la hierba quiere decir que no les queda más que el deshonor y el número tres, o sea, las carestías. Este espectáculo significa también los sufrimientos que pa­decen actualmente muchos jóvenes en medio del mundo. En el Ora­torio, en cambio, incluso los que son indignos de ello, no carecen del pan material.

Mientras yo escuchaba y observaba todas aquellas cosas con verdadera perplejidad, he aquí que pude contemplar algo no menos maravilloso que cuanto había visto hasta entonces. Vi que de pronto todos aquellos corderos cambiaban de aspecto.

Levantándose sobre las patas posteriores adquirían una estatura elevada y las formas de otros tantos jóvenes. Yo me acerqué para comprobar si conocía a alguno. Eran todos muchachos del Orato­rio. A muchísimos no los había visto nunca, pero todos aseguraban que pertenecían a nuestro Oratorio. Y entre los que eran desconoci­dos para mí había algunos que están actualmente aquí, entre los que me escuchan. Son los que no se presentan nunca a [San] Juan Don Bosco; los que no acuden a pedirle un consejo; los que, por el contrario, huyen de él; en una palabra: los jóvenes a los cuales [San] Juan Don Bosco aún no conoce... Pero la inmensa mayoría de los desconocidos estaba integrada por los que no están ni han estado en el Oratorio.
Mientras observaba con pena aquella multitud, el que me acompañaba me tomó de la mano y me dijo:

—Ven conmigo y verás otras cosas.

Y así diciendo me condujo a un extremo apartado del valle ro­deado de pequeñas colinas y cercado de un vallado de plantas esbel­tas, en el cual había un gran prado cubierto de verdor, lo más riente que imaginarse puede y embalsamado por multitud dé plantas aro­máticas, esmaltado de flores silvestres y en el que, además, se descubrían frondosos bosquecillos y corrientes de agua limpísimas. En él me encontré con una gran multitud de hijos, todos alegres, dedi­cados a formar un hermosísimo vestido con flores del prado.

—Al menos, tienes a estos que te proporcionan grandes consuelos.


—¿Quiénes son?—, pregunté.

—Son los que están en gracia de Dios.

—¡Ah! Les puedo asegurar que jamás vi criaturas tan bellas y resplandecientes y que nunca habría podido imaginar tanta hermo­sura. Sería imposible que me pusiese a describirlo, pues sería echar a perder lo que no se puede imaginar si no se le ve.

Pero me estaba reservado un espectáculo aún más sorprendente. Mientras estaba yo contemplando con inmenso placer a aquellos jóve­nes, entre los que había muchos a los cuales no conocía, el guía me dijo:

—Ven, ven conmigo y te haré ver algo que te proporcionará una alegría y un consuelo aún mayor.

Y me condujo a otro prado todo esmaltado de flores más bellas y olorosas que las que había visto anteriormente. Parecía un jardín real. En él pude ver un número menor de jóvenes que en el prado anterior, pero de una tan extraordinaria belleza y de un esplendor tal que anulaban por completo a los que había contemplado poco antes. Algunos de éstos están en el Oratorio, otros lo estarán con el tiempo.

Entonces el pastor me dijo:

—Estos son los que conservan la bella azucena de la pureza. Es­tos están revestidos aún con la estola de la inocencia.

Yo contemplaba estático aquel espectáculo. Casi todos llevaban en la cabeza una corona de flores de una belleza indescriptible. Di­chas flores estaban compuestas por otras flores pequeñísimas de una gallardía sorprendente y sus colores eran tan vivos y tan varia­dos que encantaban al que las miraba. Había más de mil colores en una sola flor y en cada flor se veían más de mil flores.

Hasta los pies de aquellos jóvenes descendía una vestidura de fascinante blancura, toda entretejida de guirnaldas de flores, semejantes a las que formaban las coronas.

La luz encantadora que partía de las flores iluminaba toda la per­sona haciendo reflejar en ella la propia belleza. Las flores se refleja­ban también las unas en las otras y las de las coronas en las que formaban las guirnaldas reverberando cada una los rayos emitidos por las otras. Un rayo de un color al encontrarse con otro de otro color daba origen a nuevos rayos, diversos entre sí y, por consi­guiente, cada nuevo rayo producía otros distintos, de manera que yo jamás habría creído que en el Paraíso hubiese un espectáculo tan múltiple y encantador. Pero esto no es todo. Los rayos de las flores y de las coronas de unos jóvenes se espejaban en las flores y en los de las coronas de todos los demás; lo mismo sucedía con las guirnal­das y con las vestiduras de cada uno. Además, el resplandor del ros­tro de un joven al expandirse, se fundía con el resplandor del rostro de los compañeros y al reflejarse sobre aquellas facciones angelica­les e inocentes producían tanta luz que deslumbraba la vista e impe­día fijar los ojos en ellas.

Y así, en uno solo, se concentraban las belleza de todos los compañeros de una forma tan armónica e inefable que sería imposi­ble el describirlo. Era la gloria accidental de los santos. No hay ima­gen humana capaz de dar una idea aunque pálida de la belleza que adquiría cada uno de aquellos jóvenes, en medio de un tan inmenso océano de esplendor.

Entre ellos pude ver a algunos que están actualmente en el Ora­torio y estoy seguro de que si pudiesen apreciar aunque sólo fuese la décima parte de la hermosura de que los vi revestidos, estarían dispuestos a sufrir el tormento del fuego, a dejarse descuartizar, a afrontar el más cruel de los martirios, antes que perderla.

Apenas pude reaccionar un poco después de haber contempla­do semejante espectáculo, me volví a mi guía y le dije:

—Pero ¿en tan crecido número de jóvenes, son tan pocos los inocentes? ¿Tan contados son los que nunca han perdido la gracia de Dios?

El pastor respondió:

—¿Cómo? ¿Te parece pequeño su número? Por otra parte, ten presente que los que han tenido la desgracia de perder el hermoso lirio de la pureza, y, por tanto, la inocencia, pueden seguir a sus compañeros por el camino de la penitencia. ¿Ves allá? En aquel prado hay muchas flores, con ellas pueden tejer una corona y una vestidura hermosísima y seguir también a los inocentes en la gloria.

—Dime algo más que yo pueda comunicar a mis jóvenes— aña­dí entonces.

—Insísteles y diles que si supiesen cuan bella y preciosa es a los ojos de Dios la inocencia y la pureza, estarían dispuestos a hacer cualquier sacrificio para conservarla. Diles que se animen a cultivar esta bella virtud, la cual supera a las demás en hermosura y esplendor. Por algo los castos son los que crescunt tanquam lilia in conspectu Domini.

Yo quise entonces introducirme en medio de aquellos mis queri­dos hijos tan bellamente coronados, pero tropecé al marchar y me desperté encontrándome en la cama.
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Hijos míos: ¿son todos inocentes? Tal vez entre vosotros hay algunos que lo son y a ellos van dirigidas estas mis palabras de una manera especial. Por caridad: no pierdan un tesoro de un tan inestimable valor. ¡La inocencia es algo que vale tanto como el Paraíso. ¡Si hubieran podido admirar la belleza de aquellos jovencitos recubiertos de flores! El conjunto de aquel espectáculo era tal, que yo habría dado cual­quier cosa por seguir gozando de él, y si fuese pintor, considera­ría como una gracia extraordinaria el poder plasmar en el lienzo, de alguna manera, lo que vi.

Si conocieran la belleza de un inocente, les someterían a las pruebas más penosas, incluso a la misma muerte, con tal de con­servar el tesoro de la inocencia.

El número de ¡os que habían recuperado la gracia, aunque me produjo un gran consuelo, creí, con todo, que sería mayor. También me maravillé de ver a algunos que aquí parecen buenos jóvenes y en el sueño tenían unos cuernos muy grandes y muy gruesos.

[San] Juan Don Bosco terminó haciendo una cálida exhortación a los que habían perdido la inocencia para que se empeñasen voluntariosa­mente en recuperar la gracia por medio de la frecuencia de los Sa­cramentos.

Dos días después, el 18 de junio, el [Santo] subía a su tribuna y daba algunas nuevas explicaciones del sueño.

«No sería necesario dijoexplicación alguna respecto al sue­ño, pero volveré a repetir lo que ya ¡es dije. La gran llanura es el mundo, y los distintos parajes, el estado a que es llamado cada uno de nuestros jóvenes. El rincón donde estaban los corderos es el Oratorio. Los corderos son todos ¡os jóvenes que estuvieron, es­tán y estarán en el Oratorio. Los tres prados de esta zona, el árido, el verde y el florido, indican los estados de pecado, de gracia y de inocencia. Los cuernos de los corderos son los es­cándalos dados en el pasado. Había, además quienes tenían los cuernos rotos, o sea los que fueron escandalosos y después se enmendaron por completo. Todas aquellas cifras que repre­sentaban el número tres y que se veían grabadas en las distintas partes de¡ cuerpo de cada cordero, simbolizan, según me dijo el pastor, tres castigos que Dios enviará a los jóvenes: 1º Carestía de auxilios espirituales. 2º Carestía moral, o sea, falta de instruc­ción religiosa y de la palabra de Dios. 3º Carestía material, o sea, carencia incluso del alimento.

Los jóvenes resplandecientes son los que se encuentran en gracia de Dios y, sobre todo, los qué conservan la inocencia bautismal y la bella virtud de la pureza. ¡Qué gloria tan grande les espera a los tales!

Entreguémonos, pues, queridos jóvenes, con el mayor en­tusiasmo a la práctica de la virtud. El que no esté en gracia de Dios, que la adquiera con la mayor buena voluntad y que des­pués emplee todos los medios necesarios para conservarse en ella hasta la muerte; pues, si es cierto que no todos podemos es­tar en compañía de los inocentes y formar corona a Jesús, Cor­dero Inmaculado, al menos podemos seguir detrás de ellos.

Uno de vosotros me preguntó si estaba entre los inocentes y yo le dije que no, que tenía los cuernos rotos.

Me preguntó tam­bién si tenía llagas y le dije que sí.

¿Y qué significan esas llagas?-—, me preguntó.
Yo le respondí:

No temas. Tus llagas están ya casi cicatrizadas y desapare­cerán con el tiempo; tales llagas no son deshonrosas, como no lo son las cicatrices de un combatiente, el cual, a pesar de las heri­das y de tos ataques de¡ enemigo, supo vencer y conseguir la vic­toria. ¡Por tanto, son cicatrices gloriosas! Pero aún es más honroso combatir en medio del enemigo sin ser herido. La incolumidad del que lo consigue es causa de admiración para todos».

Explicando este sueño [San] Juan Don Bosco dijo también que no pasa­ría mucho tiempo sin que se dejasen sentir estos tres males:

Pestes, hambres y también falta de medios para hacer bien a las almas.

Añadió que no pasarían tres meses sin que sucediese algo de particular.

Este sueño produjo en los jóvenes la impresión y los frutos que había conseguido otras muchas veces con relatos semejantes.

EL PURGATORIO

SUEÑO 61 .AÑO DE 1867.

(M. B. Tomo VIII, pág. 853-858)

El 25 de junio [San] Juan Don Bosco habló a la Comunidad, después de las oraciones de la noche, en estos términos:
«Ayer noche, mis queridos hijos, me había acostado, y no pudiéndome dormir, pensaba en la naturaleza y modo de existir del alma; cómo estaba hecha; cómo se podía encontrar en la otra vida separada del cuerpo; cómo se trasladaría de un lugar a otro; cómo nos podremos conocer entonces los unos a los otros sien­do así que, después de la muerte sólo seremos espíritus. Y cuan­to más reflexionaba sobre esto, tanto más misterioso me parecía todo.

Mientras divagaba sobre éstas y otras semejantes fantasías me quedé dormido y...
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...me pareció estar en el camino que conduce a (y nombró la ciudad) y que a ella me dirigía. Caminé durante un rato; atravesé pueblos para mí desconocidos, cuando de pronto sentí que me lla­maban por mi nombre. Era la voz de una persona que estaba para­da en el camino.

—Ven conmigo —me dijo—; ahora podrás ver lo que deseas.

Obedecí inmediatamente. El tal se movía con tal rapidez que ni el mismo pensamiento le podía aventajar; lo mismo yo. Caminába­mos sin que nuestros pies tocasen el suelo. Al llegar a una región que no sabría precisar, mi guía se detuvo. Sobre un lugar eminente se elevaba un magnífico palacio de admirable estructura. No sabría puntualizar dónde estaba, ni sobre qué altura; no recuerdo si sobre una montaña o en el aire, sobre las nubes. Era un edificio inaccesi­ble, pues no se veía camino alguno que a él condujese. Sus puertas estaban a una altura considerable.

—¡Mira! ¡Sube a aquel palacio!— me dijo mi guía.

—¿Cómo podré hacerlo? —exclamé—. ¿Qué es lo que tengo que hacer? Aquí abajo no veo camino alguno y yo no tengo alas. —¡Entra!—, me dijo el otro en tono imperativo.
Y viendo que yo no me movía, añadió:

—Haz lo que yo; levanta los brazos con buena voluntad y subi­rás. Ven conmigo.

Y diciendo esto levantó en alto las manos hacia el cielo. Yo abrí entonces los brazos y al instante me sentí elevado en el aire a guisa  de ligera nube. Y heme aquí a la entrada de palacio. El guía me ha­bía acompañado.

—¿Qué hay ahí dentro?—, le pregunté.

—Entra; visítalo y verás. En una sala, al fondo, encontrarás quien te aleccione.

El guía desapareció y yo, habiéndome quedado sólo y como guía de mí mismo, entré en el pórtico, subí las escaleras y me encontré en un departamento verdaderamente regio. Recorrí salas espacio­sas, habitaciones riquísimamente decoradas y largos corredores. Yo caminaba a una velocidad fuera de lo natural. Cada sala brillaba al conjuro de los sorprendentes tesoros en ellas acumulados y con gran rapidez recorrí tantos departamentos que me hubiera sido im­posible enumerarlos.

Pero, lo más admirable fue lo siguiente: A pesar de que corría a la velocidad del viento, no movía los pies, sino que permaneciendo suspendido en el aire y con las piernas juntas, me deslizaba sin can­sancio sobre el pavimento sin tocarlo, como si se tratase de una superficie de cristal. Así, pasando de una sala a otra, vi finalmente al fondo de una galería una puerta. Entré y me encontré en un gran salón, magnífico sobre toda ponderación... Al fondo del mismo, sobre un sillón, vi majestuosamente sentado a un Obispo, en actitud de recibir audiencia. Me acerqué con respeto y quedé maravillado al reconocer en aquel prelado a un amigo íntimo. Era Monseñor... (y dijo el nombre), Obispo de... muerto hacía dos años. Parecía que no sufriese nada. Su aspecto era saludable, afectuoso y de una belleza qué no se puede expresar.

—¡Oh, Monseñor! ¿Usted aquí?—, le dije con alegría.

—¿No me ves?—, replicó.

—¿Cómo es esto? ¿Está vivo todavía? Pero ¿no murió?

—Sí, que he muerto.

—Y si murió, ¿cómo es que está ahí sentado, con ese aspecto tan saludable y de tan buena apariencia? Si es que está vivo todavía, dígamelo, pues de lo contrario nos veremos en graves aprietos. En A... hay otro Obispo, Monseñor... ¿cómo arreglaremos este asun­to?

—Esté tranquilo, no se preocupe, que yo estoy muerto —me con­testó—.

—Más vale así, pues ya hay otro puesto en su lugar.

—Lo sé. ¿Y Vos, [San] Juan Don Bosco, está vivo o muerto?

—Yo estoy vivo. ¿No me ve aquí en cuerpo y alma?

—Aquí no se puede venir con el cuerpo.

—Pues yo lo estoy.

—Eso le parece, pero no es así.

Y  al llegar a este punto de la conversación comencé a hablar muy de prisa, haciendo pregunta tras pregunta, sin obtener contest­ación alguna.

—¿Cómo es posible —decía— que estando yo vivo pueda estar aquí con Vuecencia que está muerto?

Y tenía miedo de que el prelado desapareciese; por eso comen­cé a decirle en tono suplicante:

—Monseñor, por caridad, no se vaya. ¡Necesito saber tantas co­sas!

El Obispo, al verme tan preocupado:

—No se inquiete de ese modo —me dijo—; está tranquilo, no dude de mí; no me iré; hable.

—Dígame, Monseñor, ¿se ha salvado?

—Míreme— contestó; observe cuan lozano resplandeciente me encuentro.

Su aspecto me daba cierta esperanza de que se hubiera salvado; pero no contentándome con eso, añadí:                        \
—Dígame si se ha salvado: ¿sí o no?

—Sí; estoy en un lugar de salvación— me respondió.

—Pero ¿está en el Paraíso gozando de Dios o en el Purgatorio?

—Estoy en un lugar de salvación; pero aún no he visto a Dios y necesito aún que rece por mi.                 

—¿Y cuánto tiempo tendrá que estar todavía en el Purgatorio?

—¡Mire aquí!— Y me mostró un papel, añadiendo: —¡Lea!

Yo tomé el papel en la mano, lo examiné atentamente, pero no viendo en él nada escrito, le dije:

—Yo no veo nada.

—Mire lo que hay escrito; lea—. Me volvió a decir.

—Lo he mirado y lo estoy mirando, pero no puedo leer nada, porque nada hay escrito.

Mire mejor.

—Veo un papel con dibujos en forma de flores celestes, verdes, violáceas, pero cifras no veo ninguna.

—Pues esas son mis cifras.

—Yo no veo ni cifras, ni números.

El prelado miró el papel que yo tenía en la mano y después dijo:

—Ya sé por qué no comprende, ponga el papel al revés.
Examiné la hoja con mayor atención, la volví de un lado y de otro, pero ni al derecho ni al revés la pude leer. Solamente me pa­reció apreciar que entre los trazos de aquellos dibujos se veía el nú­mero dos.

El Obispo continuó:

¿Sabe por qué es necesario leer al revés? Porque los juicios de Dios son diferentes de los juicios del mundo. Lo que los hombres juzgan como sabiduría es necedad para Dios.

No me atreví a pedirle me diera una más clara explicación, y dije:

—Monseñor, no se marche; tengo que preguntarle algunas cosas más.

—Pregunte, pues; yo le escucho.

—¿Me salvaré?

—Tenga esperanza en ello.

—No me haga sufrir; dígame si me salvaré.

—No lo sé.

—Al menos, dígame si estoy o no en gracia de Dios.

—No lo sé.

—¿Y mis jóvenes, se salvarán?

—No lo sé.
—Por favor, le suplico que me lo diga.

—Ha estudiado Teología, por tanto lo puede saber y darse la respuesta a sí mismo.

—¿Cómo? ¿Está en un lugar de salvación y no sabéis nada de estas cosas?

—Mire; el Señor se las hace saber a quien quiere; y cuando quiere que se den a conocer estas cosas, concede el permiso y da la orden. De otra manera nadie puede comunicarlo a los que viven aún.

Yo me sentía impulsado por un deseo vehemente de preguntar más y más cosas ante el temor de que Monseñor se marchase.

—Ahora, dígame algo de su parte para comunicarlo a mis jóve­nes.

—Vos sabéis tan bien como yo qué es lo que tiene que hacer. Tenéis la Iglesia, el Evangelio, las demás Escrituras que lo contienen todo; dígales que salven el alma, que lo demás nada interesa.

—Pero, eso lo sabemos ya; debemos salvar el alma. Lo que necesitamos es conocer los medios que hemos de emplear para conseguirlo. Déme un consejo que nos haga recordar esta necesi­dad. Yo se lo repetiré a mis jóvenes en vuestro nombre.

—Dígales que sean buenos y obedientes

—¿Y quién no sabe esas cosas?

—Dígales que sean modestos y que recen.

—Pero, dígame algo más práctico.

—Dígales que se confiesen frecuentemente y que hagan buenas comuniones.

—Algo más concreto, más particular.

—Se lo diré puesto que así lo quiere. Dígales que tienen delante de si una niebla y que simplemente el distinguirla es ya una buena cosa. Que se quiten ese obstáculo de delante de los ojos, como se lee en los Salmos: Nubem dissipa.

—¿Y qué significa esa niebla?

—Todas las cosas del mundo, las cuales impiden ver la realidad de los bienes celestiales.

—¿Y qué deben hacer para que desaparezca esa niebla?

—Considerar el mundo tal cual es: mundus totus in maligno positus est; y entonces salvarán el alma: que no se dejen engañar por las apariencias mundanas. Los jóvenes creen que los placeres, las alegrías, las amistades del mundo pueden hacerles felices y, por tanto, no esperan más que el momento de poder gozar de ellas; pero que recuerden que todo es vanidad y aflicción de espíritu. Que
se acostumbren a ver las cosas del mundo, no según sus aparien­cias, sino como son en realidad.

—¿Y de dónde proviene principalmente esta niebla?

—Así como la virtud que más brilla en el Paraíso es la pureza; también la oscuridad y la niebla es producida por el pecado de la inmodestia y de la impureza. Es como un negro y densísimo nuba­rrón que priva de la vista e impide a los jóvenes ver el precipicio que les amenaza con tragárselos. Dígales, pues, que conserven celosa­mente la virtud de la pureza, pues los que la poseen, florebunt sicut lilium in civitate Dei.

—¿Y qué se precisa para conservar la pureza?
Dígamelo, que yo se lo comunicaré a mis jóvenes de su parte.

—Es necesario: el retiro, la obediencia, la huida del ocio y la oración.

—¿Y después?

—Oración, huida del ocio, obediencia, retiro.

—¿Y qué más?

—Obediencia, retiro, oración y huida del ocio.

Recomiéndeles estas cosas que son suficientes.

Yo deseaba preguntarle algunas cosas más, pero no me acordaba de nada.

De forma que, apenas el prelado hubo terminado de hablar, en mi deseo de repetirles aquellos mismos consejos, abandoné precipitadamente la sala y corrí al Oratorio. Volaba con la rapidez del viento y, en un instante me encontré a las puertas de nuestra casa. Seguidamente me detuve y comencé a pensar:
—¿Por qué no estuve más tiempo con el Obispo de...?

¡Me ha­bría proporcionado nuevas aclaraciones! He hecho mal en dejar perder tan buena ocasión. ¡Podría haber aprendido tantas cosas hermosas!

E inmediatamente volví atrás con la misma rapidez con que ha­bía venido, temeroso de no encontrar ya a Monseñor. Penetré, pues, de nuevo en aquel palacio y en el mismo salón.

Pero, ¡qué cambio se había operado en tan breves instantes! El Obispo, palidísimo como la cera, estaba tendido sobre el lecho; parecía un cadáver; a los ojos le asomaban las últimas lágrimas; estaba agoni­zando. Sólo por un ligero movimiento del pecho agitado por los postreros estertores se comprendía que aún tenía vida. Yo me acerque a él afanosamente:

—Monseñor, ¿qué es lo que le ha sucedido?

—Déjeme—, dijo dando un suspiro.

—Monseñor, tendría aún muchas cosas que preguntarle.

—Déjeme solo; sufro demasiado.

—¿En qué puedo aliviarle?

—Rece y déjeme ir.

—¿Adonde?

—Donde la mano omnipotente de Dios me conduce.
—Pero, Monseñor, se lo suplico, dígame dónde.

—Sufro demasiado; déjeme.

—Al menos dígame qué puedo hacer en su favor.

—Rece.

—Una palabra nada más, ¿no tiene que hacerme algún encargo para el mundo? ¿No tiene nada que decir a su sucesor?

—Vaya con el actual Obispo de... y dígale de mi parte esto y esto.

Las cosas que me dijo a vosotros no les interesan, mis queridos jóvenes, por tanto las omitiremos.

El prelado prosiguió diciendo:

—Dígale también a tales y tales personas, estas y estas otras co­sas en secreto.

—¿Nada más?—, continué yo.

—Diga a sus jóvenes que siempre los he querido mucho; que mientras viví, siempre recé por ellos y que también ahora me re­cuerdo de ellos. Que ellos rueguen también por mí.

—Tenga la seguridad de que se lo diré y de que comenzaremos inmediatamente a aplicar sufragios. Pero, apenas se encuentre en el Paraíso, acuérdese de nosotros.

El aspecto del prelado denotaba entretanto un mayor sufrimien­to. Daba pena el contemplarlo; sufría muchísimo, su agonía era verdaderamente angustiosa.

—Déjeme —me volvió a decir—; déjeme que vaya donde el Se­ñor me llama.

—¡Monseñor!... ¡Monseñor!...—, repetía yo lleno de indecible compasión.

—¡Déjeme!... ¡Déjeme!...

Parecía que iba a expirar mientras una fuerza superior se lo lle­vaba de allí a las habitaciones más interiores, hasta que desapareció de mi vista.

Yo, ante una escena tan dolorosa, asustado y conmovido me volví para retirarme, pero habiendo dado al bajar la escalera con la rodilla en algún objeto, me desperté y me encontré en mi habitación y en el lecho.
***************************************************************
Como ven, mis queridos jóvenes, este es un sueño como to­dos los demás, y en lo relacionado con vosotros no necesita expli­cación, porque todos lo han entendido.         

[San] Juan Don  Bosco terminó diciendo:

«En este sueño aprendí tantas cosas relacionadas con el alma y con el Purgatorio, que antes no había llegado a comprender y que ahora las veía tan claras que no las olvidaré jamás».

Así termina la narración que nos ofrecen nuestras Memorias. Parece que [San] Juan Don Bosco haya querido exponer en dos cuadros distintos el estado de gracia de las almas del Purgatorio y el de sus sufrimientos expiatorios.
El [Santo] no hizo comentario alguno sobre el estado de aquel buen prelado. Por lo demás, por revelaciones dignísimas de fe y por los testimonios de los Santos Padres se sabe que personajes de santidad suma, lirios de pureza virginal, ricos en méritos, por faltas ligerísimas hubieron de permanecer largo tiempo en el Purgatorio.

La justicia divina exige que antes de entrar en el cielo, cada uno pague hasta el último cuadrante de sus deudas.

Habiendo preguntado algún tiempo después a [San] Juan Don Bosco continúa Don Lemoynesi había cumplido los encargos que se le habían dado por parte de aquel Obispo, con aquella confianza con la cual me honraba, le oí responder:

—Sí, he observado fielmente lo que se mandó.

EL JARDÍN

SUEÑO 62.AÑO DE 1867.

(M. B. Tomo IX, págs. 11-17)

En la noche del 31 de diciembre de 1867, [San] Juan Don Bosco reunió a los jóvenes en la iglesia y subiendo al pulpito, después de las oraciones, les habló así:

«Suelen, en estos días, los padres dar el aguinaldo a sus hi­jos; lo mismo hacen los amigos recíprocamente. También yo acostumbro hacerlo todos los años, dando en esta noche a mis queridos jóvenes un recuerdo que les sirva de aguinaldo para el año próximo.

Estaba pensando desde hace algunos días qué aguinaldo les daría, mis queridos hijos, y a pesar de mis esfuerzos no encontra­ba un pensamiento a propósito para ello. También la noche pa­sada, estando ya acostado, pensaba una y otra vez en lo que les debería decir como consejo saludable para el 1868, pero no me fue posible concentrarme. Cuando, después de un buen rato, agi­tado siempre por la más viva preocupación me encontré como semidormido, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia.

Era un sueño que me permitía darme cuenta de lo que hacía, oyendo lo que se me decía y respondiendo a lo que se me pregunta­ba. O sea estaba en un estado muy parecido al sueño, pero que no lo era.
************************************************************************************
Me parecía hallarme en mi habitación. Hice por salir y en lugar de la baranda me encontré delante de un hermoso jardín en el que había innumerables rosales; el jardín estaba rodeado de una muralla y a la entrada del mismo se veía escrito con caracteres cubitales el número 68.

Un portero me introdujo en aquel vergel y en él vi a nuestros jó­venes que se entretenían alegremente, gritando y saltando. Muchos, al verme, se apiñaron a mi alrededor hablando conmigo de muchas cosas. Comenzamos a recorrer juntamente el jardín y después de un breve trayecto a lo largo del muro, vi a un lado a numerosos mucha­chos agrupados cantando y rezando en compañía de algunos sacer­dotes y clérigos. Me acerqué más a ellos; los miré y no los reconocí del todo; gran parte me eran desconocidos; pude darme cuenta que cantaban el Miserere y otras preces de difunto. Acercándome más aún, les dije:

—¿Qué hace aquí? ¿Por qué reza el Miserere? ¿Cuál es la causa de su luto? ¿Se ha muerto acaso alguno?

—¡Oh!, —me dijeron—, ¿usted no lo sabe?

—Yo no sé nada.

—Estamos rezando por el alma de un joven que murió tal día y a tal hora.

—Pero ¿quién es?

—¿Cómo?, —replicaron—. ¿No sabe quién es?

—¡No, no!

—¿Acaso no le hemos avisado?—, se dijeron mutuamente. Y después, dirigiéndose a mí:

—Pues bien, ha de saber que ha muerto el tal— y me dijeron el nombre.

—¡Cómo! ¿Ha muerto ése?

—Sí; pero ha tenido una buena muerte; una muerte envidiable. Recibió con gran satisfacción y edificación nuestra los Sacramentos. Resignado a la voluntad de Dios, dio muestras de los más vivos sen­timientos de piedad. Ahora al acompañarlo a la sepultura rezamos por su alma, pero tenemos la esperanza de que esté ya en el cielo y en él interceda por nosotros. Aun más: estamos seguros de que se halla ya en el Paraíso.

—¿Tuvo, pues una buena muerte? ¡Que se cumpla siempre la voluntad de Dios! Imitemos sus virtudes y pidamos al Señor que nos conceda también a nosotros la gracia de tener una santa muerte.

Y dicho esto me alejé de ellos, rodeado siempre de una gran muchedumbre de jóvenes. Seguimos, pues, paseando por el jardín, y tras haber recorrido un buen trecho de camino, llegamos a un pra­do bellísimo cubierto de verdor. Yo, entretanto, me decía a mí mis­mo:

—Pero ¿cómo es esto? ¿Ayer noche me acosté en mi cama y aho­ra me encuentro con todos los jóvenes esparcidos acá y acullá por este jardín?

Cuando he aquí que veo a otra numerosa turba de muchachos dispuestos en círculo, en el centro del cual había algo que no podía distinguir bien. Me di cuenta, sin embargo, de que estaban arrodilla­dos; unos rezaban y otros cantaban. Me acerqué y pude comprobar que rodeaban un ataúd diciendo las preces de difuntos y entonando el Miserere. Entonces les pregunté:

¿Por quién rezan?

Todos ellos, con semblante melancólico, me respondieron:

—Ha muerto otro joven y ha tenido una buena muerte. Ha reci­bido con edificante piedad los Santos Sacramentos y ha dado mues­tras de sólida piedad. Ahora le llevan ya a la sepultura. Estuvo enfermo ocho días y vinieron a verlo sus padres.                   

Les pregunté el nombre del difunto y me lo dijeron; me sentí muy apesadumbrado al oírlo y exclamé:

—¡Oh, lo lamento! Era uno que me quería mucho y no he podi­do darle el último adiós tampoco al otro pude verlo antes de que muriese... ¿Es que ahora se van a morir todos?... Un muerto aquí, otro allá...

—¿Qué dice?, —me respondieron—. ¿Un muerto hace poco y otro ahora? ¿Le parece poco tiempo y han pasado ya tres meses que falleció el primero en tal día y a tal hora?

Al oír esto pensé entre mí:

—¿Sueño o estoy despierto?

Me parecía no soñar y, por otra parte, no sabía qué pensar de lo que estaba oyendo.

Comenzamos después a internarnos por aquellos bosquecillos, y tras un buen rato de estar caminando he aquí que oigo cantar nue­vamente el Miserere. Retengo el paso y tanto yo como los que me acompañaban divisamos un numeroso grupo de jóvenes que se acerca­ba a nosotros. Entonces pregunté a los que estaban junto a mí:

—¿Qué hacen éstos? ¿Adonde van?

Venían de un lugar próximo y estaban todos desconsolados y con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué tienen?—, les pregunté, apresurándome a salirles al en­cuentro.

—¡Ah! Si supiese...

—¿Qué ha sucedido?

—Ha muerto un joven.
—¿Cómo? ¿Pero, he de ver muertos por todas partes?

¿A quién han acompañado a la sepultura?

Y los jóvenes, dando muestras de extrañeza, exclamaron:

—¡Cómo! Pero ¿no sabe nada? ¿No se ha enterado de que ha muerto fulano?

—¿También ése ha muerto?—, pregunté.

—Sí; pobrecillo... Sus padres no han venido a verlo... pero...

—¿Pero qué? ¿Acaso no ha tenido una buena muerte?

—No. Ha tenido una muerte nada deseable.

—¿No recibió los Sacramentos?

—Al principio no quería recibirlos; después accedió a hacerlo, pero de mala gana y sin dar muestras de arrepentimiento; así que hemos quedado poco edificados e incluso dudamos mucho de su eterna salva­ción, sintiendo mucho que un joven del Oratorio haya tenido una muerte tan mala.

Entonces yo procuré consolarlos diciéndoles:

—Si ha recibido los Sacramentos esperemos que se haya salva­do. No hay que desesperar de la misericordia de Dios. ¡Es tan grande!

Pero no logré consolarles al intentar infundirles esta esperanza.

Entretanto, lleno de dolor y con la mente turbada, pensaba en las fechas en que aquellos jóvenes habían muerto; cuando apareció un personaje desconocido para mí, el cual acercándose me dijo:

—Mira: son tres.

Yo le interrumpí:

—¿Y tú quién eres que me hablas con tanta familiaridad, tuteándome sin haberme visto nunca?

—Escúchame —respondió— y después te diré quién soy. ¿Quie­res que te dé una explicación de cuanto has visto?

—Sí. ¿Qué significan estos números?

—Has visto —me replicó— el número 68 escrito sobre la puerta del jardín. Esto significa el año 1868. Durante él, tres de los jóvenes que te han sido indicados deberán morir. Como has visto, los dos primeros están bien preparados; al tercero debes prepararlo tú.

Y pensando si, en efecto, sería cierto que en el año 1868 mori­rían tres de mis queridos hijos, añadí:

—Pero ¿cómo puedes decirme eso?

—Observa atentamente si se cumple lo que te he dicho y verás —me respondió—.

Ante la seguridad y amabilidad de sus palabras comprendí que aquel personaje me hablaba como amigo y proseguí con él el cami­no, absorto en las palabras que le había oído decir.

—¿Acaso estoy soñando?, —exclamé—. Aquí no hay nada de sueños que bien despierto estoy. Veo, oigo, conozco...

Y mi acompañante me dijo: —Sí, sí; todo esto es realidad.

Y yo:

—¿Realidad? Te ruego que me atiendas. Me has hablado del porvenir; ahora háblame del presente. Lo que deseo es que me di­gas algo para repetírselo a mis jóvenes como aguinaldo mañana por la noche.

Y él:

—Diles a tus jóvenes que así como los primeros en morir esta­ban preparados porque frecuentaban con las debidas disposiciones la Santa Comunión durante la vida, también en punto de muerte la recibieron con gran edificación de todos; el último, en cambio, no comulgaba en vida, cuando gozaba de salud, y por eso en el trance supremo la recibió con poca devoción. Diles que si quieren tener una buena muerte, frecuenten la sagrada Comunión con las debidas disposiciones, siendo la primera de todas, una Confesión bien he­cha. El aguinaldo sea pues, éste: La Comunión devota y frecuente es el medio más eficaz para tener una buena muerte y así salvar el alma. Ahora sígueme y presta atención. Y se adentró un poco más en el sendero del jardín.

Yo le seguía cuando, de pronto, veo concentrados en un largo espacio abierto a mis jóvenes. Me detuve a observarlos. Los conocía a todos y me parecía que no faltaba ninguno; los veía como tantas veces, sin notar en ellos ninguna particularidad. Pero, examinándo­los más de cerca, vi algo que me llenó de admiración y de horror. De debajo de la gorra de muchos, y partiendo de la frente, salían dos cuernos. Unos los tenían más largos, otros más cortos; éstos enteros, aquellos partidos; algunos sólo conservaban la señal de ha­berlos tenido en la misma raíz, otros, a pesar de tenerlos rotos, no podían impedir que continuasen desarrollándose, aumentando ince­santemente de grosor. No faltaban quienes no sólo tenían cuernos sino que, además, parecía que sentían orgullo de tenerlos, dando continuas cornadas a los compañeros. Me llamaron la atención los que tenían un solo cuerno en mitad de la cabeza, pero de grosor extraordinario, siendo éstos los más peligrosos. Finalmente vi a otros cuya frente candida y serena jamás se había visto afeados por seme­jante deformidad.

Les quiero hacer presente que podría indicar a cada uno de vosotros el estado en que os vi en el jardín.

Habiéndome alejado después un poco de los jóvenes y acompa­ñado solamente de mi guía, al llegar a cierto paraje un poco eleva­do, vi una extensa región ocupada por una muchedumbre de gente que guerreaban entre sí,  eran militares.

Durante largo espacio de tiempo combatieron encarnizadamen­te sin compasión alguna hacia nadie. Mucha era la sangre vertida. Yo veía a los infelices que caían al suelo grave o mortalmente heri­dos.

Entonces pregunté a mi compañero:

—¿Cómo es que estos hombres se matan de esta manera tan terrible?

—Gran guerra —exclamó mi guía— en el año 1868, y esta no terminará sino después de haberse derramado mucha sangre.

—¿Esta guerra tendrá como escenario nuestra país?

¿Qué gente es esta? ¿Son italianos o extranjeros?

—Observa a aquellos soldados y por sus uniformes sabrás a qué nacionalidad pertenecen.

Los observé atentamente y comprendí que eran individuos pertenecientes a distintas naciones. La mayor parte no vestían como nuestros soldados, pero también había allí italianos.

—Esto significa —añadió el personaje— que en esta guerra to­marán parte los hijos de Italia.

Nos retiramos de aquel campo de muerte y caminando un breve espacio de tiempo llegamos a otra parte del jardín; cuando he aquí que oigo gritar a voz en cuello:

—¡Huyamos de aquí! ¡Huyamos de aquí! Huyamos, de lo contrario moriremos todos.

Y vi una gran multitud de gente que huía y, en medio de ella, a muchos de complexión robusta que caían muertos al suelo.

—¿Por qué huyen?—, pregunté a uno de los fugitivos.

—El cólera causa muchas víctimas —me respondió—; y si no huimos, moriremos también nosotros.

—Pero ¿qué es lo que veo?, —dije a mis compañero—.

Por to­das parte reina la muerte.

—¡Gran epidemia en el 1868!—, exclamó.

—¿Cómo es posible? ¿El cólera en invierno? Es posible que mueran del cólera haciendo tanto frío?

—En Reggio Calabria se cuentan hasta cincuenta defunciones diarias.

Seguimos adelante, más adelante aún, y vimos una inmensa multitud de gente, pálida, abatida, exánime, consumida, con las ro­pas destrozadas.

Yo no podía explicar el motivo de aquel decaimiento y del esta­do miserable de aquella multitud y por eso pregunté a mi amigo:

—¿Qué sucede a éstos? ¿Qué significa esto?

Gran carestía en el 1868 —me respondió—. ¿No sabes que es­tos infelices no tienen con qué saciar su hambre?

—¿Cómo? ¿El estado en que se encuentran es consecuencia del hambre que padecen?

—Así es en realidad.

Yo, entretanto, seguía contemplando a aquella multitud que gri­taba sin cesar: ¡Hambre, hambre, tenemos hambre!

Y buscaban pan para comer y no lo encontraban, y buscaban agua para apagar la sed que les abrasaba y no la hallaban.

Entonces, lleno de angustia, dije a mi compañero:

—Pero ¿es que durante este año lloverán todos los males sobre esta miserable tierra? ¿No habría algún medio para alejar de los hombres tantas desventuras?

—Sí que lo habría. El remedio sería que todos los hombres se pusieran de acuerdo en abstenerse de pecar; que dejasen de blasfe­mar; que honrasen a Jesús Sacramentado; que dirigieran sus plega­rias a la Santísima Virgen, hoy tan ingratamente olvidada por ellos.

—¿Y esa hambre y esa sed, es por falta de alimento corporal o espiritual?

El guía me contestó:

—Tanto lo uno como lo otro. A unos les faltará porque no quie­ren tenerlo y a otros porque no pueden.

—¿Y el Oratorio, tendrá que padecer también estos males? ¿Se­rán mis hijos también víctimas del cólera?

El guía me miró de pies a cabeza y después me dijo:

—Según. Es decir: si tus jóvenes se ponen de acuerdo en tener alejada de ellos la ofensa de Dios, honrando al mismo tiempo a Jesús Sacramentado y a la Santísima Virgen, se librarán de estos ma­les, pues con semejantes salvaguardias se consigue todo, y sin ellas nada. Si proceden de otro modo, morirán. Que tengan presente que uno sólo que cometiera el pecado, sería suficiente para atraer la indignación de Dios y el cólera sobre el Oratorio.

Pregunté aún:

—¿Tendrán que padecer también mis hijos la falta de alimentos?

—¡Seguro! También ellos tendrán que sentir los efectos de la ca­restía.

—A mí me parece que esta calamidad debería caer solamente sobre mí, pues soy yo quien debo proveerles de alimento. Si falta el pan en casa, no son ellos los que se deben preocupar de remediar este mal.

—El hambre la sentirás tú y también tus hijos. Sus padres y bienhechores tendrán que sacrificarse mucho para pagar las pensio­nes y suministrarles otras muchas cosas necesarias. Serán numero­sos los que no podrán pagar nada y la casa, falta de medios, no podrá atenderles en sus necesidades; por tanto, también ellos ten­drán que padecer.

—¿Les faltará también el alimento espiritual?

—Sí; a unos porque no querrán tenerlo y a otros porque no po­drán.

Y mientras hablábamos seguíamos avanzando por aquel jardín. Pero de pronto observé que el cielo se cubría de negros nubarrones que presagiaban una próxima tormenta. Al mirar a mi alrededor vi a los jóvenes que se habían dado a la huida. Abandonando a mi guía eché a correr tratando de alcanzarlos para ponerme a salvo con ellos; pero bien pronto los perdí de vista; relámpagos y truenos se sucedían sin cesar. Cayó después una lluvia torrencial y violentísima. Jamás había presenciado un tan recio temporal. Yo daba vueltas por el jardín buscando a mis muchachos y un lugar donde guarecer­me, pero no encontraba ni a los unos ni lo otro. Toda aquella re­gión aparecía desierta. Busqué la puerta para salir, y debido a mi precipitación no la encontraba; al contrario, cada vez me alejaba más de ella. Al fin cayó una granizada tan espantosa que en mi vida había visto granizos de un grosor semejante. Algunos que me caye­ron sobre la cabeza, lo hicieron con tal violencia que, a consecuen­cia de los golpes recibidos, me desperté, encontrándome en el lecho. Les aseguro que me hallaba más falto de fuerzas que cuando me retiré a descansar.
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Todas estas cosas las vi, como les he dicho, en sueño, y no se las cuento para que las crean realidades, sino para que saquen de ellas algún provecho si es posible. Consideremos como sueño lo que no nos interesa, pero aceptemos como realidades lo que nos puede servir de alguna utilidad, tanto más que podemos ase­gurar que así como sucedieron ciertas cosas que anunciamos en otras ocasiones, al presente podría ocurrir ¡o mismo. Aprovechémo­nos, pues; estemos preparados para la muerte; recemos a la San­tísima Virgen y mantengamos el pecado alejado de nosotros.

Por último les dejo como aguinaldo la siguiente máxima: La Confesión y la Comunión frecuente y devota, son los grandes medios para salvar el alma.

¡Buenas noches!»

[San] Juan Don Bosco narró este sueño durante dos noches consecuti­vas. El texto del relato que acabamos de dar procede de la cróni­ca particular del estudiante de teología Esteban Burlot, que dejó copia del mismo por él firmada en fecha del 29 de enero de 1868. Y escribió al pie de ella: «Del sueño de [San] Juan Don Bosco hago una sencilla relación tal y como me parece haberla oído de sus labios, y siguiendo el mismo orden; sin repetir exactamente las mismas palabras por él proferidas porque no las recuerdo bien. Pero tengo la certeza de que el sentido es el mismo y esto es su­ficiente».

Para demostrar la importancia de este testimonio y el valor de la capacidad mental del mismo, diremos que a Esteban Burlót, ordenado de sacerdote y enviado por el [Santo] como misionero a América, le fue confiada la inmensa y turbulenta pa­rroquia de la Boca, en Buenos Aires, a la sazón guarida de las sectas anticristianas. Y él, con su actividad, con su firmeza de ca­rácter, con su palabra franca y leal, animada siempre por la fe, y con su ardiente caridad, sometió a las más rebeldes voluntades. Logró reformar la población; siendo amado de los buenos y temido del adversario, especialmente cuando con su periódico Cristóforo Colombo se hizo el arbitro de la opinión pública en la Boca, donde levantó un grandioso templo, un colegio para jovencitos, otro para niñas con Oratorios festivos, estableciendo asociaciones católicas de socorros mutuos y la sociedad de San Vicente de Paúl. Contando su parroquia con sesenta mil y más italianos, aprendió los distintos dialectos, celebrando solemne­mente las festividades de cada uno de los Patronos de las diver­sas regiones italianas, despertando así en sus connacionales el entusiasmo patriótico, atrayéndolos a la Iglesia con procesiones religiosas en las que desplegaba el mayor esplendor, actos que evocaban las costumbres y tradiciones patrias. En el ejercicio del ministerio parroquial fue infatigable y he­roico en la asistencia a los enfermos.

Don Bourlot, pues, joven, serio y sagaz, hacía poco que había entrado en el Oratorio dispuesto a dar su nombre a la Pía Socie­dad. Sentía cierta repugnancia en prestar fe a los sueños de [San] Juan Don Bosco que le contaron sus compañeros más antiguos y, por tan­to, con espíritu de crítica estuvo a la espera de lo que sucedería respecto a la desaparición de los tres jóvenes vistos por [San] Juan Don Bos­co en el sueño y a las circunstancias que debían acompañar a es­tas defunciones. De forma que, con Don Joaquín Berto y con Don José Bologna, comenzó a consignar por escrito los aconteci­mientos según iban sucediendo y los tres firmaron el verbal cuando se cumplieron las profecías, quedando maravillados de la admirable precisión con que se llevaba a cabo cuanto [San] Juan Don Bosco había anunciado.

Pero estos testimonios escritos se perdieron en un traspapeleo de cartas y documentos, hecho por quien nada entendía so­bre el valor de los mismos, habiéndose salvado solamente del naufragio una hoja que habla de la muerte del primero de los jó­venes. Por suerte, al regresar Don Bourlot de América por algún tiempo, mientras nos facilitó algunos datos que añadir al sueño, nos dio también noticias sobre el fin de los otros dos jóvenes, de­jándonos la siguiente declaración fechada en 12 de octubre de 1889: «Puedo asegurar con juramento que la anunciada muerte de los tres hijos de [San] Juan Don Bosco como también podrían testificarlo Don Berto y Don Bologna». Y añadía que si bien no recordaba los apellidos del segundo y del tercero, podía asegurar que uno de ellos comenzaba por la letra B, que era he­rrero de oficio y que murió en el hospital asistido por [San] Juan Don Bosco.

Hemos de hacer notar cómo el anuncio de la muerte de aquellos tres jóvenes, no excluye el que también otros fuesen lla­mados a la eternidad aquel mismo año.

En efecto: nos aseguró Agustín Parigi que [San] Juan Don Bosco dijo al­gunos días después que otros seis jóvenes del Oratorio pasarían de esta vida a la eternidad, y que, a un compañero que temía ser del número de estos, le había dicho el [Santo]:

Está tranquilo, el Señor no te quiere aún.

Y así fue, en efecto.

Fueron, pues, nueve los que murieron entre las ochocientas personas que se encontraban en la casa.

Pero ¿por qué el sueño hacía referencia solamente a tres?

La desaparición de éstos de la escena de este mundo había de realizarse en el espacio casi de un año completo, y la de los demás, o sea ¡a de los otros seis, a intervalos, ignorándose sus circunstancias, lo que haría como de despertador, obligando a los jóvenes del Oratorio a reflexionar frecuentemente sobre el sueño y sobre la descripción hecha por [San] Juan Don Bosco respecto al estado de las conciencias.

El cumplimiento de las tres muertes indicadas en el sueño es motivo suficiente para testimoniar la veracidad y cumplimiento del anuncio de ¡os tres flagelos. [Bueno es también tener presente que, además de los centenares de internos y exter­nos, de estudiantes y artesanos que pertenecían a la Casa, por el Oratorio pasaban mi­les y miles de chicos de diversas procedencias. Eso explica el número de muertos, sobre todo si se tiene también en cuenta las condiciones sociales de entonces. La mor­talidad del Oratorio no era mayor que la de las otras escuelas y colegios.]

SALTANDO SOBRE EL TORRENTE

SUEÑO 63.AÑO DE 1868.

(M. B. Tomo IX, págs. 133-134)

[San] Juan Don Bosco había marchado a Lanzo para descansar un poco. Se encontraba muy quebrantado de salud y esto le impedía estar en comunicación directa con sus jóvenes. Por la noche no podía descansar, pues una serie ininterrumpida de sueños no le daban punto de reposo. Se retiraba a las once de la noche con la esperanza de poder dormir profundamente después de una prolongada vigilia, pero de nada servía tal precaución. Uno de dichos sueños se refería a el Colegio de Lanzo y el [Santo] lo contó al Director de dicho centro la mañana de su partida, que fue el día 17, encargándole que él, a su vez, lo contase a la comunidad.

El Director acompañó a [San] Juan Don Bosco hasta Turín, pues tenía que ir a predicar ejercicios a Mirabello, y desde la capital del Piamonte envió a sus alumnos la relación de cuanto [San] Juan Don Bosco le había dicho.

He aquí la copia literal de la carta: El 18 de abril de 1868.
Mis queridos hijos del Colegio de Lanzo: Por lo apresurado de mi marcha no me pude despedir de ustedes como hubiera sido mi deseo, pero desde Turín les escribo lo que me hubiera gustado decirles. Escúchenme, pues, con atención porque les ha­bla el Señor por boca de [San] Juan Don Bosco.

La última noche que estuvo [San] Juan Don Bosco en Lanzo pasé horas de verdadera inquietud durante el descanso. Vosotros sabéis que mi habitación está próxima a la suya; pues bien, dos veces me hube de despertar sobresaltado sin saber el motivo, me parecía haber escuchado un grito prolongado que infundía pavor. Me senté en el lecho, presté atención y me di cuenta de que aquel ruido pro­cedía de la habitación de [San] Juan Don Bosco. Por la mañana, pensando en lo que había oído, decidí hablar de ello a nuestro padre.

—Es cierto, me respondió, que esta noche he tenido unos sueños que me causaron profunda tristeza.
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Me pareció encontrarme a las orillas de un torrente no muy an­cho pero sí de aguas turbias y espumosas. Todos los jóvenes del Co­legio de Lanzo me rodeaban e intentaban pasar a la orilla opuesta.

Muchos tomaban carrera, saltaban y conseguían caer de pie en la parte seca de la orilla contraria. ¡Magníficos gimnastas! Pero otros fracasaban; unos caían de pie al borde mismo del torrente y perdiendo el equilibrio se precipitaban de espaldas dentro del agua: otros, después de caer en el centro del torrente, desaparecían; algu­nos caían de bruces o daban con la cabeza en las piedras que sobre­salían de las aguas, manándoles la sangre de la frente y de la boca.
[San] Juan Don Bosco contemplaba esta dolorosa escena, gritaba y advertía a los jóvenes que fuesen prudentes, pero, todo inútilmente. El torrente estaba sembrado de cuerpos que, yendo de catarata en cata­rata, terminaban por estrellarse contra una roca que se alzaba en un recodo del río, donde el agua era más profunda, desapareciendo después tragados por un remolino. Abyssus abyssum invocat.

¡Cuántos pobres hijos míos, que escuchan ahora la lectura de mi carta, se encuentran sumergidos en el agua y en peligro de perderse para siempre! ¿Cómo jóvenes tan listos, tan alegres, tan valientes y decididos al saltar fracasaban en su intento?

Porque al hacerlo tenían siempre detrás a algún compañero mal intencionado que les echaba la zancadilla o les tiraba de la ropa, de manera que al perder el ímpetu fallaban el salto.

Y también esos pobres desgraciados, pocos afortunadamente, que hacen el oficio de diablos y buscan la ruina de sus compañe­ros, también están escuchando en estos momentos mi carta. A éstos les diré las mismas palabras de [San] Juan Don Bosco: ¿Por qué bus­can encender con sus malas conversaciones en el corazón de sus compañeros la llama de ¡as pasiones que después los han de con­sumir eternamente? ¿Por qué enseñan el mal a algunos que a lo mejor son todavía inocentes? ¿Por qué con sus burlas y con cier­tos pactos hechos entre vosotros se apartan de los santos Sacra­mentos negándose a escuchar las palabras de quienes los quieren poner en el camino de ¡a salvación? Lo único que conse­guirán es la maldición de Dios. Recuerden las amenazas fulmina­das por Jesucristo que tantas veces les he recordado. Mis queridos hijos escuchen también vosotros, los que son causa del mal de los demás, son mis queridos amigos. Incluso les aseguro que tienen en mi corazón un puesto de preferencia, porque son los más necesitados de ello. Dejen el pecado, salven su alma. Si yo supiera que uno de vosotros llegaría a perderse, no encontra­ría un momento de paz en todo el resto de mi vida. Pues mi úni­co pensamiento es su salvación, como el único afecto de mi corazón y el afán exclusivo de mis días hacer de vosotros buenos cristianos. Ayúdense a ganar el Paraíso. Tengo la seguridad de que me escucharán, ¿no es cierto?

No es necesario que les explique el sueño. Ya lo han entendi­do. La orilla sobre la cual se encuentra [San] Juan Don Bosco es la vida perdurable. El agua del torrente que envuelve y causa la muerte a ¡os jóvenes, es el pecado que conduce al infierno.

[San] Juan Don Bosco, pues, al contemplar semejante espectáculo, vencido por la angustia, gesticuló, gritó y, al fin, se despertó pensando para sí:

¡Oh! si pudiera avisar a algunos a los cuales conocí, ¡cuan de buena gana ¡o haría!, pero mañana tengo que marchar.

Y diciendo estas palabras se volvió a dormir.

LAS FIERAS DEL PRADO

SUEÑO 64.AÑO DE 1868.

(M . B . Tomo IX. págs. 134-135)

Y la carta en ¡a cual se relata el sueño anterior, escrita por Don Juan B. Lemoyne, a la sazón Director del Colegio de Lanzo, desde Turín, continúa:
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Y a Don Bosco le pareció encontrarse en un gran prado donde estaban todos vosotros, entretenidos en jugar y saltar; pero ¡horrible espectáculo! Leones de ojos encendidos como brasas; tigres que afi­laban sus garras en el suelo; lobos que rondaban taimados alrededor de los grupos de los jóvenes; osos de aspecto repugnante que, sen­tados sobre las extremidades traseras abrían las patas delanteras para abrazarlos; en suma, animales de todas las especies recorrían en todas direcciones aquel prado. ¡Qué terrible compañía la suya! Más aún. ¡Qué inicuo proceder el de aquellos animales! Aquellas alimañas se arrojaban sobre vosotros furiosamente. Muchos de vosotros estaban tendidos en el suelo teniendo encima a aquellos monstruos que con las uñas los arañaban y les destrozaban las carnes a mordiscos causándoos la muerte. Muchos corrían desesperadamente perseguidos por tales ali­mañas, acudiendo a [San] Juan Don Bosco en demanda de auxilio. Ante él las bestias feroces retrocedían. No faltaban quienes pretendían valerse por sí solos, pero no lo conseguían, pues la fuerza de los animales era enorme, despedazando entre sus garras a sus víctimas. Otros, miren qué insensatos, en vez de huir se detenían a contemplar a aquellos monstruos y les sonreían, y hasta pretendían jugar con ellos, como si les importase poco ser destrozados por los osos. El pobre [San] Juan Don Bosco corría de un lado para otro, se esforzaba en llamar a unos y a otros para que se acercasen a él, gritaba hasta enronquecer. Pero en vano; mientras algunos le obedecían, otros no le hacían caso.

El prado estaba sembrado de cadáveres de los pobres jóvenes víctimas de aquellos animales y de cuerpos heridos. Los gemidos de éstos, los rugidos y los gritos de los animales feroces, las voces que daba [San] Juan Don Bosco, se mezclaban de una manera extraña. Y en medio de aquella tremenda barahúnda, [San] Juan Don Bosco se despertó por segunda vez.
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Este fue el sueño de [San] Juan Don Bosco y vosotros sabéis qué clase de sueños son los suyos. Vosotros se podréis imaginar la angustia de mi corazón al escuchar semejante relato. Si antes sentía grande­mente separarme de vosotros, al escuchar este sueño, habría vuel­to al instante sobre mis pasos, si la obediencia no me lo hubiera impedido. ¡Si no los quisiera tanto estaría más tranquilo!

¿Qué representan estos leones, tigres y osos? Son las diversas tentaciones del demonio. Algunos las vencen porque recurren al guía; otros terminan por ser víctimas de ellas, porque condes­cienden con ¡as malignas sugestiones de Satanás; otros aman al demonio y al pecado y se ofrecen insensatamente como blanco de sus asaltos. ¡Hijos míos! ¿Obrarán como valientes? ¿Recorda­rán siempre que tienen un alma qué salvar?

[San] Juan Don Bosco me dijo también:

Yo vi a todos esos jóvenes: he conocido a ciertos zorros. Pero conservaré el secreto para mi y a nadie lo manifestaré. La primera ocasión en que vuelva a Lanzo diré a cada uno lo que le interesa. Esta vez el dolor de muelas no me ha permitido hablar a todos: otra vez que vuelva amonestaré a los que deben ser amonestados.

Por tanto, mis queridos hijos, yo nada sé porque [San] Juan Don Bosco nada me ha dicho; pero si ahora no sé nada, llegará un día en que lo sabré. Este será el día del juicio. Será muy doloroso para mí después de haber trabajado tanto, después de haber consumi­do mi juventud en medio de Vosotros, después de haberlos ama­do con todo mi corazón, tener que vivir, tal vez, separado de alguno de Vosotros por toda la eternidad. Si ahora no comienzan a amar al Señor, ciertamente que cuando sean mayores no le amarán: Adolescens iuxta viam suam, etiam cum senuerit, non recedet ab ea.

Hijitos míos, no despreciéis mis palabras, que son las del que­rido [San] Juan Don Bosco. Empleen los pocos días que dura la vida en ganar­se el Paraíso.

Recen para que mis ejercicios proceden bien y para que ¡as pláticas reporten mucho fruto a las almas.

EL MONSTRUO

SUEÑO 65.AÑO DE 1868.

(M. B. Tomo IX, págs. 155-156)

El 29 de abril [San] Juan Don Bosco anunció a los jóvenes:

Mañana por la noche y el viernes y el domingo, tengo algo que decirles, pues si no lo hiciera, creo que moriría antes de tiempo. Tengo algo desagradable que comunicarles. Y deseo que estén presentes también los artesanos.

En la noche del 30 de abril, jueves, después de las oraciones, los artesanos desde el pórtico que solían ocupar vinieron a unir­se a sus compañeros los estudiantes para oír las buenas noches del [Santo], que comenzó a decir:

Mis queridos jóvenes: Ayer noche les dije que tenía algo desagradable que contarles. He tenido un sueño y estaba decidi­do a no decirles nada, ya porque dudaba de que se tratara de un sueño, ya porque siempre que conté alguno, hubo algo que obje­tar o que observar por parte de alguien. Pero otro sueño me obli­ga a hablarles del primero, tanto más que desde hace algunos días he vuelto a ser molestado de nuevo por ciertas visiones o fantasmas, especialmente hace tres noches. Pues bien: saben que marché a Lanzo en busca de un poco de tranquilidad; la última noche que pasé en el Colegio, al ir a la cama y cuando comenza­ba a dormirme vi en mi imaginación cuanto voy a decirles:
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Me pareció ver entrar en mi habitación un gran monstruo que, adelantándose, fue a colocarse a los pies de la cama. Tenía una for­ma asquerosísima de sapo y era grueso como un buey.

Yo lo miraba fijamente, conteniendo la respiración. El monstruo poco a poco iba aumentando de volumen; le crecían las patas, el cuerpo, la cabeza y cuanto más aumentaba su grosor más horrible era. Era de un color verde con una línea roja alrededor de la boca y del pescuezo que le hacían aún más terriblemente espantoso. Sus ojos eran de fuego y sus orejas muy pequeñas. Yo decía entre mí mientras lo observaba: Pero el sapo no tiene orejas.

De su hocico partían dos cuernos y de los costados dos grandes alas de un color verduzco. Sus patas se parecían a las del león y por detrás tenía una larga cola que terminaba en dos puntas.

En aquel momento me pareció no tener miedo, pero aquel monstruo comenzó a acercarse cada vez más a mí, alargando su boca amplia y guarnecida de fuertes dientes. Yo entonces me sentí invadido de un terror indecible. Lo creí un demonio del infierno, pues de ello tenía todas las trazas. Hice entonces la señal de la Cruz, pero de nada sirvió; toqué la campanilla, mas a aquella hora nadie acudió, nadie la oyó; comencé a gritar, pero todo fue en vano; el monstruo permanecía impasible.

—¿Qué quieres de mí —dije entonces—, demonio infernal?

Pero él se acercaba cada vez más enderezando y alargando las orejas. Después puso las patas anteriores sobre el borde de mi lecho y aferrándose con las patas posteriores a los barrotes, permaneció inmóvil un momento tras de haber saltado encima, con su mirada fija en mí. Después, alargando el cuerpo, puso su hocico cerca de mi cara. Yo sentí tal escalofrío, que de un salto me senté en el lecho estando dispuesto a arrojarme al suelo; pero el monstruo abrió la boca. Hubiera querido defenderme, apartarlo de mí, pero era tan asqueroso que ni en aquellas circunstancias me atreví a tocarlo. Co­mencé a gritar, eché la mano hacia atrás buscando la pila del agua bendita, pero sólo lograba tocar la pared sin encontrar lo que buscaba, y el monstruo me aferró con su boca por la cabeza de tal forma que durante unos instantes la mitad de mi persona permaneció den­tro de aquellas horribles fauces.

Entonces grité:

—En el nombre de Dios. ¿Por qué haces esto conmigo?

El sapo al escuchar mi voz se retiró un poco, dejando libre mi cabeza. Hice nuevamente la señal de la Santa Cruz y habiendo lo­grado meter los dedos en el agua bendita rocié con ella al monstruo. Entonces aquel demonio, lanzando un grito horrible, saltó hacia atrás y desapareció, pero mientras lo hacía, pude oír una voz que desde lo alto pronunció claramente estas palabras:

—¿Por qué no hablas?
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El Director de Lanzo, Don Lemoyne, se despertó aquella no­che al escuchar mis ayes prolongados y oyó también cómo yo golpeaba la pared con lás manos. Por la mañana me preguntó:

[San] Juan Don Bosco, ¿ha soñado esta noche?

¿Por qué me lo preguntas?

Porque he oído sus gritos.

De esta manera supe que era la voluntad de Dios que les con­tara lo que había visto, por lo que he determinado narrarles todo el sueño; de lo contrario traicionaría a mi conciencia; de esta for­ma creo también que me veré libre de ¡a presencia de ciertos fan­tasmas o apariciones que me atormentan.

Demos gracias al Señor por su misericordia y procuremos po­ner en práctica ¡os avisos que se nos den y servirnos de los me­dios que nos sean sugeridos para ayudarnos a conseguir la salvación de nuestras almas. En esta ocasión pude conocer el es­tado de la conciencia de cada uno de vosotros.

Y dichas estas palabras [San] Juan Don Bosco se dispuso a narrar a sus muchachos el sueño siguiente.

LA MUERTE, EL JUICIO, EL PARAÍSO

SUEÑO 66.AÑO DE 1868.

(M. B. Tomo IX, págs. 156-157)

Deseo que cuanto les voy a decir continuó el [Santo] la misma noche en que comenzara ¡a narración del sueño ante­rior—, que cuanto les voy a contar quede entre nosotros. Les ruego que nada escriban sobre esto, ni que hablen de ello fuera de casa, pues no son cosas que se han de tomar a broma, como algunos podrían hacer; no quiero pensar que serían capaces de originar inconvenientes que sirvieran de disgusto a [San] Juan Don Bosco. A vosotros os cuento estas cosas con toda confianza porque son mis queridos hijos y por eso las deben escuchar como dichas por un padre.

He aquí el primero de los sueños que yo quise pasar por alto y que me veo obligado a contarles:
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Desde los primeros días de la Semana Santa comencé a tener unos sueños que ocuparon mi imaginación y me molestaron duran­te varias noches. Estos sueños me producían además un gran can­sancio, de forma que a la mañana siguiente de haber soñado me sentía tan falto de fuerzas como si hubiera pasado trabajando las ho­ras del descanso, sintiéndome al mismo tiempo turbado e inquieto.
♦       
La primera noche soñé que había muerto. La segunda, que esta­ba en el juicio de Dios, dispuesto a dar cuenta de mis obras al Se­ñor; pero en aquel momento me desperté y comprobé que estaba aún vivo y que, por tanto, disponía de un poco de tiempo todavía para prepararme mejor a una santa muerte. La tercera noche soñé que me encontraba en el Paraíso, donde me pareció estar muy bien y gozando mucho. Al despertarme por la mañana desapareció una tan agradable ilusión; pero me sentía resuelto a ganarme, a costa de cualquier sacrificio, el reino eterno que había contemplado mientras dormía.
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Hasta aquí se trata de cosas que no tienen importancia para vosotros ni de significado alguno que les pueda interesar. Se va uno a descansar preocupado por una idea, y es natural que, du­rante el sueño, se reproduzcan escenas relacionadas con las co­sas en las cuales se ha estado pensando.

LA VID

SUEÑO 67.AÑO DE 1868.

(M. B. Tomo IX, págs. 157-164)

PRIMERA PARTE

La misma noche que [San] Juan Don Bosco contara a sus hijos del Ora­torio los dos sueños precedentes que hemos ofrecido al lector bajo los títulos de: "El monstruo" y "La muerte, el juicio y el pa­raíso", el siervo de Dios prosiguió expresándose en estos térmi­nos:

Soñé, pues, por cuarta vez, lo que les voy a narrar.
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La noche del jueves santo (9 de abril), apenas un leve sopor co­menzó a invadirme, me pareció encontrarme bajo estos mismos pórticos, rodeado de nuestros sacerdotes, clérigos, asistentes y jóve­nes. Después creí observar cómo vosotros desaparecían mientras que yo avanzaba un poco hacia el patio.
Me acompañaban [Beato] Miguel Don Rúa, Don Cagliero, Don Francesia, Don Savio, el jovencito Preti y un poco apartados José Buzzetti y Don Esteban Rumi, profesor del Seminario de Genova y gran amigo nuestro.

De pronto vi que el Oratorio actual cambió de aspecto asemejándose a nuestra casa tal como era en los primeros tiempos, cuando en ella vivían sólo mis acompañantes.

Tengan presente que el patio confinaba con amplios campos sin cultivar, completamente deshabitados que se extendían hasta los prados de la ciudadela, en los que los primeros jóvenes, jugaban frecuentemente.

Yo estaba debajo de las ventanas de mi habitación, en el mismo lugar ocupado hoy por el taller de carpintería y que entonces era un huerto.                                                                            

Mientras estábamos sentados hablando de nuestras cosas y de la conducta de los jóvenes, he aquí que delante de esta pilastra (donde estaba apoyada la cátedra o tribuna desde la que hablaba el [Santo]) que sostiene la bomba y junto a la cual estaba la puerta de la Casa Pinardi, vimos brotar de la tierra una hermosísima vid, la misma que durante mucho tiempo estuvo en ese lugar. Nosotros estábamos maravillados de la aparición de la vid después de tan­tos años y nos preguntábamos recíprocamente qué clase de fenó­meno sería aquel.

Aquella planta crecía ante nuestros ojos elevándose de la tie­rra casi a la altura de un hombre. Cuando he aquí que comienza a extender sus sarmientos en número extraordinario por una par­te y por otra y a cubrirse de pámpanos por doquier. En poco tiempo creció tanto que llegó a ocupar todo nuestro patio y mu­cho más. Lo más admirable era que sus sarmientos no apuntaban hacia arriba sino que seguían una dirección paralela a la del suelo formando un inmenso emparrado, quedando suspendida sin que hubiera nada que la sostuviera. Sus hojas eran verdes y hermosas y sus sarmientos de un vigor y lozanía verdaderamente sor­prendentes; pronto aparecieron también hermosos racimos, que crecieron rápidamente ofreciendo la uva su bello color.

[San] Juan Don Bosco y los que con él estaban, contemplaban maravilla­dos todo aquello y se decían:

—¿Cómo ha podido crecer esta vid en tan poco tiempo? ¿Cuál será la causa de este fenómeno?

Y el mismo [San] Juan Don Bosco dijo a los demás:

—Esperemos a ver lo que sucede.

Yo seguía mirando con los ojos desmesuradamente abiertos y sin pestañear, cuando de pronto todos los granos de uva cayeron al suelo convirtiéndose en otros tantos jóvenes vivarachos y ale­gres que llenaron en un momento todo el patio del Oratorio y todo el espacio cubierto por la vid: aquellos muchachos saltaban, jugaban, gritaban, corrían por debajo de aquel singular emparra­do, de forma que producía honda satisfacción el contemplarlos tan contentos. Allí estaban todos los jóvenes que estuvieron, están y estarán en el Oratorio, y en los demás colegios, pues a mu­chísimos de ellos ni los conocía.

Entonces, un personaje, que al principio no conocí —y vosotros sabéis que [San] Juan Don Bosco tiene siempre en sus sueños un guía—, apareció a mi lado contemplando él también a los muchachos. Pero de pronto un velo misterioso se extendió ante nosotros y dejamos de ver aquel agradable espectáculo.

Aquel velo, no mucho más alto que la viña, parecía adherido a los sarmientos de la vid en toda su longitud y bajaba al suelo a guisa de telón. Sólo se veía la parte superior de la vid, que parecía un am­plio tapete verde.

Toda la alegría de los jóvenes había desaparecido en un momen­to trocándose en un melancólico silencio.

—¡Mira!—, me dijo el guía señalándome la vid. 

 Me acerqué y vi aquélla hermosa vid que parecía cargada de uva cubierta nada más qué de hojas, sobre las cuales aparecían grabadas éstas palabras del Evangelio: Nihil invenit in ea!

Yo no sabía explicarme el significado de aquello y dije a aquel perso­naje:

—¿Quién eres tú? ¿Qué significa esta vid?

El tal quitó el velo que había delante de la vid y debajo apareció solamente un cierto número de los muchísimos jóvenes que había visto antes, en gran parte desconocidos para mí.

—Estos son —añadió— los que teniendo mucha facilidad para hacer el bien no se proponen como fin el agradar al Señor, Son aquellos que hacen el bien para no desmerecer delante de sus compañeros. Los que observan con exactitud el reglamento de la casa, para librarse de las reprimendas y para no perder la estima de los superiores con los cuales se muestran deferentes, pero sin sacar fruto alguno de sus exhortaciones y de los estímulos y cui­dados de que serán objeto en esta casa. Su ideal es procurarse una posición honrosa y lucrativa en el mundo. No se preocupan de estudiar la propia vocación, desoyen la voz del Señor si les lla­ma y al mismo tiempo disimulan sus intenciones temiendo algún daño. Son, en suma, los que hacen las cosas como a la fuerza, por eso sus obras de nada les sirven para la eternidad.

Esto dijo.

¡Oh, cuánto me disgustó ver en el número de aque­llos a algunos a los cuales yo los creía muy buenos, amantes de nuestras cosas y sinceros!

Y el amigo añadió:

—El mal no está todo aquí— y dejó caer el velo dejando al descubierto la parte superior de toda la vid.

—Ahora, mira de nuevo— me dijo.

Miré aquellos sarmientos; entre las hojas había muchos racimos de uva que a primera vista me parecieron presagiar una buena ven­dimia. Y esto comenzaba a producirme honda satisfacción, pero al acercarme pude convencerme de que los racimos eran defectuosos y raquíticos; unos estaban cubiertos de una especie de moho, llenos de gusanos y de insectos que los devoraban; otros, habían sido pica­dos por los pájaros y por las avispas; otros, estaban podridos y mar­chitos. Fijándome mucho me convencí de que nada de bueno se podía sacar de aquellos racimos; que lo único que hacían era im­pregnar el aire con el hedor fétido que de ellos emanaba.

Entonces el personaje levantó de nuevo el velo y:

—¡Mira!—, exclamó. Y debajo de él apareció, no el número extraordinario de jóvenes que había visto al principio del sueño, sino muchísimos de ellos. Sus rostros, antes tan agradables, se habían tornado feos, torvos, llenos de asquerosas llagas. Paseaban encorva­dos, encogidos y melancólicos. Ninguno de ellos hablaba. Había allí algunos de los que estuvieron en esta casa y en los colegios, otros que actualmente están aquí presentes y muchísimos a los cuales yo no conocía. Todos estaban avergonzados sin atreverse a levantar la mirada.

Yo, los sacerdotes y algunos de los que me rodeaban estábamos atónitos, sin poder pronunciar palabra. Por fin pregunté a mi guía:

—¿Cómo es esto? ¿Por qué estos jóvenes que al principio esta­ban tan contentos y tenían un aspecto tan agradable, se ven ahora tan tristes y con esos rostros tan desagradables?

El guía contestó:

—¡Estas son las consecuencias del pecado!

Los muchachos pasaban entretanto por delante de mí y el guía me dijo:

—¡Obsérvalos detenidamente!

Hice lo que me había sido indicado y vi que todos llevaban escri­to sobre la frente y en la mano el nombre de su pecado. Entre ellos reconocí a algunos que me llenaron de estupor. Siempre los había creído verdaderas flores de virtud y, en cambio, al presente veía que tenían el alma manchada con culpas gravísimas.

Mientras los jóvenes desfilaban, yo leía en sus frentes: Inmodes­tia, escándalo, malicia, soberbia, ocio, gula, envidia, ira, espíritu de venganza, blasfemia, irreligión, desobediencia, sacrilegio, hurto.

El guía me hizo observar:

—No todos están ahora como los ves, pero llegarán a estarlo si no cambian de conducta. Muchos de estos pecados no son graves de por sí, pero son causa y principio de caídas terribles y de eterna perdición. Qui spernit módica, paulatim décidet. La gula engendra la impureza; el desprecio a los superiores conduce al menosprecio de los sacerdotes y de la Iglesia; y así sucesivamente.

Desconsolado a la vista de semejante espectáculo tomé la libre­ta, saqué el lápiz para anotar los nombres de los jóvenes que me eran conocidos y sus pecados o al menos la pasión dominante de cada uno, para avisarles e inducirles a que se corrigiesen. Pero el guía me tomó por el brazo y me preguntó:

—¿Qué haces?

—Voy a anotar los nombres que veo escritos en las frentes de esos muchachos, para poderles avisar y que se corrijan.

—Eso no te está permitido— respondió el amigo.

—¿Por qué?

—No faltan los medios para vivir libres de estas enfermeda­des. Tienen el reglamento: que lo observen; tienen a los supe­riores: que les obedezcan; tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Tienen la confesión: que no la profanen callando pe­cados. Tienen la Sagrada Comunión: que no la reciban con el alma manchada por el pecado mortal. Que vigilen sus miradas, que huyan de los malos compañeros, que se abstengan de las ma­las lecturas y de las conversaciones inconvenientes, etcétera, et­cétera. Están en esta casa y el reglamento de la misma los puede salvar. Cuando oigan la campana, que obedezcan prontamente. Que no se valgan de subterfugios para engañar a los maestros y entregarse al ocio. Que no sacudan el yugo de los superiores, considerándolos como vigilantes importunos, como consejeros in­teresados, como enemigos, y que no canten victoria cuando con­siguen encubrir sus faltas consiguiendo la impunidad de las mismas. Que sean respetuosos y que recen de buena gana en la iglesia y en los demás lugares destinados a la oración sin distraer a los demás ni charlar. Que en el estudio, estudien; que trabajen en el taller y que observen una compostura conveniente. Estudio, trabajo y oración: he aquí lo que los conservará buenos, etcétera.

A pesar de habérmelo prohibido, yo continué rogando insistentemente a mi guía que me dejase escribir los nombres. Y entonces él me arrebató resueltamente el cuaderno de las manos y lo arrojó al suelo diciendo:

—Ya te he dicho que no hace falta que los escribas. Tus jóve­nes, con la gracia de Dios y con la voz de la conciencia, pueden sa­ber lo que tienen que hacer y lo que han de evitar.

—Entonces —dije— ¿no puedo yo manifestarles nada de todo esto? Dime al menos lo que les debo decir; que avisos he de darles.

—Podrás decirles, lo que recuerdes y desees.

Y dejó caer el velo y nuevamente apareció ante nuestros ojos la vid, cuyos sarmientos, casi desprovistos de hojas, ofrecían una her­mosa uva coloreada y madura. Me acerqué, observé atentamente los racimos y vi que en realidad eran como me habían parecido a distancia. Daba gusto el contemplarlos, causando un verdadero pla­cer a la vista. Esparcían alrededor una fragancia exquisita.

El amigo levantó inmediatamente el velo. Bajo aquel extenso emparrado había muchos de nuestros jóvenes que estuvieron, están y estarán con nosotros. Sus rostros eran muy bellos y todos estaban radiantes de felicidad.

—Estos —me dijo el guía— son y serán aquellos que mediante tus solícitos cuidados producen y producirán buenos frutos, los que practican la virtud y te proporcionarán muchos consuelos.

Yo me alegré al oír esto; pero al mismo tiempo me sentí un poco afligido, porque dichos jóvenes no eran tantos como yo espe­raba.

Mientras los contemplaba sonó la campana para el almuerzo y aquellos muchachos se marcharon. También los clérigos se dirigie­ron a sus obligaciones. Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Hasta la vid con sus sarmientos y con sus racimos había desaparecido. Bus­qué al guía y no lo encontré. Entonces me desperté y pude descan­sar algo.

SEGUNDA PARTE
El viernes, 1 de mayo, [San] Juan Don Bosco continuó el relato: Como les dije ayer noche —prosiguió diciendo— me desperté pareciéndome haber oído el sonido de la campana, pero volví a amodorrarme y descansaba tranquilamente, cuando me sentí sacudi­do por segunda vez y me pareció encontrarme en mi habitación, en actitud de despachar mi correspondencia. Salí al balcón y durante un rato estuve contemplando la gigantesca cúpula de la nueva igle­sia y seguidamente bajé a los pórticos. Poco a poco regresaban de sus ocupaciones los sacerdotes y los clérigos que me formaron coro­na. Entre otros estaban presentes  [Beato] Miguel Don Rúa, Don Cagliero, Don Francesia y Don Savio. Estaba hablando con ellos de cosas diversas, cuando la escena cambió por completo. Desapareció la iglesia de María Auxiliadora, desaparecieron todos los edificios actuales del Oratorio y nos encontramos delante de la antigua casa Pinardi. Y he aquí que nuevamente comienza a brotar del suelo y en el mismo lugar que la anterior, una vid que parecía salir de las raíces de la otra, elevándose a igual altura, produciendo numerosos sarmientos horizontales, los cuales se cubrieron de hojas y de racimos de uva madura. Pero no apareció la turba de los jóvenes. Los racimos eran tan grandes como los de la tierra prometida. Habría sido necesaria toda la fuerza de un hombre para levantar uno solo. Los granos eran extraordinariamente gruesos y de forma oblongada y de un co­lor amarillo oro, dando una sensación de completa madurez. Uno solo de aquellos granos hubiera sido suficiente para llenar la boca. Su aspecto era tan agradable que la boca se hacía agua y parecía que estaban diciendo: ¡Cómeme!

También Don Cagliero contemplaba maravillado con [San] Juan Don Bos­co y sus compañeros aquel espectáculo. [San] Juan Don Bosco exclamó:
—¡Qué uva tan estupenda!

Y Don Cagliero, sin más cumplidos, se acercó a la viña, cogió algunos granos de uva y se echó uno a la boca y comenzó a masti­carlo; pero al hacerlo sintió náuseas y lo arrojó fuera con fuerza. La uva tenía un gusto tan desagradable como el de un huevo podrido.

—¡Contad, —exclamó Don Cagliero después de haber escupido varias veces—, esto es un veneno capaz de causar la muerte a un cristiano.

Todos miraban y ninguno hablaba, cuando salió por la puerta de la antigua capilla un hombre de aspecto serio y resuelto, que se acercó a nosotros y se paró junto a [San] Juan Don Bosco. [San] Juan Don Bosco le preguntó:

—¿Cómo es que una uva tan hermosa tiene un gusto tan malo?

Aquel hombre no contestó, sino que sin decir palabra fue a co­ger un haz de varas, eligiendo una nudosa y presentándosela a Don Savio se la ofreció diciéndole:

—¡Toma y golpea esos sarmientos!

Don Savio se negó a hacerlo, dando un paso hacia atrás.

Entonces aquel hombre se volvió a Don Francesia, le ofreció la vara o bastón y le dijo: —¡Toma y golpea!

Y  como a Don Savio le indicó el lugar que tenía que golpear. Don Francesia, encogiéndose de hombros y sacando un poco la barbilla, movió un poco la cabeza diciendo que no.

Aquel hombre se dirigió entonces a Don Cagliero y tomándolo de un brazo, le presentó el bastón diciéndole:

—¡Toma, golpea, hiere y abate!—, y al mismo tiempo le indica­ba el lugar donde lo tenía que hacer.

Don Cagliero, contrariado, dio un salto hacia atrás y dando una palmada exclamó:

—¡Lo único que faltaba!

El guía le reiteró la misma invitación, repitiendo:

—¡Toma y golpea!

Pero Don Cagliero, recalcando las palabras, comenzó a decir:

—Yo, no; yo, no.                                           

Y lleno de miedo corrió a esconderse detrás de mí.

Al ver esto aquel personaje, sin inmutarse se presentó de la mis­ma manera a [Beato] Miguel Don Rúa y le dijo: —

Toma, golpea.

Pero [Beato] Miguel Don Rúa, al igual que Don Cagüero, corrió a ocultarse detrás de mí.

Entonces me encontré frente a aquel hombre singular que, deteniéndose delante de mí, me dijo:

—Toma y golpea tú esos sarmientos.

Yo hice un gran esfuerzo para comprobar si estaba soñando o si estaba en mi pleno conocimiento, y pareciéndome que todo cuanto sucedía era real, dije a aquel personaje:

—¿Quién eres tú que me hablas de esta manera? Dime el moti­vo por el que he de golpear esos sarmientos. ¿Es esto un sueño; algo irreal? ¿Qué significa todo esto? ¿En nombre de quién hablas? ¿Acaso lo haces en nombre del Señor?

—Acércate a la vid —me respondió— y lee lo que hay escrito sobre las hojas.

Hice lo que se me había ordenado. Observé con atención las hojas y leí estas palabras: Ut quid terram óccupat.

—¡Son palabras del Evangelio!—, exclamó mi guía.

Lo había comprendido todo, pero me atreví a objetar:

—Antes de golpear recuerda que en el Evangelio se lee también cómo el Señor, atendiendo a los ruegos del labrador, permitió que se estercolase la planta inútil y que se cavase a su alrededor, reser­vando el arrancarla para después de haber empleado sin resultado alguno todos los medios para hacerla fructificar.

—Bien; se podrá conceder una tregua al castigo, mas entretanto si­gue observando. Y me señaló la vid. Yo miraba pero no entendía nada.

—Ven y observa —me replicó—; lee: ¿Qué es lo que hay escrito en los granos de uva?

[San] Juan Don Bosco se acercó y pudo comprobar que éstos llevaban to­dos escrito el nombre de uno de los alumnos y el de su culpa.

Yo leí y entre tan múltiples imputaciones recuerdo con horror las siguientes: Soberbio, Infiel a sus promesas, Incontinente, Hipó­crita, Descuidado en todos sus deberes, Calumniador, Vengativo, Despiadado, Sacrílego, Despreciador de la autoridad de los supe­riores, Piedra de escándalo, Seguidor le falsas doctrinas. Vi los nom­bres de aquellos quorum Deus vénter est; de aquellos otros a los cuales scientia inflat; de los que quaerunt quae sua sunt, non quae Jesu Christi; de los que juzgan al reglamento y a los supe­riores. Vi también los nombres de ciertos desgraciados que estuvie­ron o que están actualmente con nosotros; y un gran número de nombres nuevos para mí, o sea, los de aquellos que con el tiempo estarán con nosotros.
—He aquí los frutos que produce esta viña —dijo el personaje con continente serio—; son frutos amargos, malos, nocivos para la eterna salvación.

Y sin más saqué el cuaderno y tomando el lápiz quise escribir los nombres de algunos, pero el guía me tomó del brazo como la vez anterior y me dijo:

—¿Qué haces?

—Déjame escribir los nombres de los que conozco, a fin de po­derles avisar en privado para que se corrijan.

Fue inútil mi ruego. El guía no me lo consintió, y yo añadí:

—Si yo les digo la situación y estado en que se encuentran, re­accionarán.

Y él a mí:

—Si no creen al Evangelio, menos te creerán a ti.

Continué insistiendo que me dejase tomar nota y disponer de algunas normas para el porvenir; pero aquel hombre no me respon­dió ni palabra, sino que se puso delante de [Beato] Miguel Don Rúa con el haz de los bastones invitándole a que cogiera uno:

—¡Toma y golpea!

[Beato] Miguel Don Rúa, cruzando los brazos, bajó la cabeza y exclamó:

—¡Paciencia!—, después dirigió una mirada a [San] Juan Don Bosco. [San] Juan Don Bosco hizo una señal de asentimiento y [Beato] Miguel Don Rúa, tomando una vara en sus manos, se acercó a la viña y comenzó a golpear en el lugar indicado. Pero había dado los primeros golpes, cuando el guía le hizo señas de que se detuviese, gritando a todos:

—¡Retírense!

Entonces, todos nos alejamos. Nos quedamos observando y vi­mos que los granos de uva aumentaban de volumen, se hacían cada vez más gruesos y se tornaban repugnantes. Parecían caracoles sin la concha, pero conservaban el color amarillo y no perdían la forma de la uva.

El guía gritó nuevamente:

—¡Miren! Dejen que el Señor descargue su venganza.

Y he aquí que el cielo comienza a nublarse apareciendo una nie­bla tan densa que no se veía ni a poca distancia, quedando cubierta la vid por completo. Todas las cosas se tornaron oscuras. Comenza­ron a brillar los relámpagos, sonaban los truenos y caían los rayos con tanta frecuencia en el patio, que nos sentimos llenos de pavor. Se doblaban los sarmientos al impulso de un viento huracanado y las hojas volaban por los aires. Finalmente una horrible tempestad comenzó a azotar la viña. Yo quise huir pero el guía me detuvo di­ciendo:

—¡Mira el granizo!

Miré y vi que el granizo era del grosor de un huevo; parte negro y parte rojo; por un lado era puntiagudo y por el otro achatado en forma de maza. El granizo negro caía cerca de donde yo estaba con violencia y más atrás caía el granizo rojo.

—¿Cómo es esto?, —dije—. En mi vida he visto un granizo pa­recido a este.

—Acércate —me dijo el desconocido— y verás. Me acerqué un poco al granizo negro, pero despedía un hedor tan nauseabundo, que poco faltó para que cayera de espaldas. El guía insistía cada vez más para que me acercara. Por lo que cogí un grano para examinarlo, pero pronto hube de arrojarlo al suelo: ¡tan pestilente era el olor que despedía!

Y dije:
—No me es posible ver nada.

Y el otro:

—Mira bien y verás.

Y  yo, haciéndome una violencia aún mayor, vi escrito sobre cada uno de aquellos pedacitos negros de hielo: Inmodestia. Me dirigí entonces hacia donde estaba el granizo rojo, que a pesar de su frialdad quemaba cuanto tocaba. Tomé en mis manos uno que he­día como el otro y pude leer un poco más fácilmente lo que sobre él estaba escrito: Soberbia. A la vista de esto me dije lleno de vergüen­za:

—¿Son, pues, estos los dos vicios principales que amenazan a ésta casa?

—Estos son los dos vicios capitales que arruinan mayor número de almas, no sólo en tu casa, sino en todo el mundo. A su tiempo verás cuántos irán a parar al infierno impulsados por estos dos vi­cios.

—¿Qué he de decir, pues, a mis hijos para que los aborrezcan?

—Lo que has de decirles lo sabrás en breve.

Y al decir esto se alejó de mí.

Entretanto, el granizo, al resplandor de los relámpagos y de los rayos, continuaba asolando furiosamente la viña. Los racimos que­daban aplastados, deshechos como si hubieran estado en el lagar bajo los pies de los pisadores, y soltaban todo el jugo. Un hedor ho­rrible se esparció por el aire haciéndole irrespirable. De cada grano salía un olor diferente, pero uno era más soportable que el otro, se­gún la diversidad de los pecados. No pudiendo resistir más me llevé el pañuelo a la nariz. Seguidamente me volví para dirigirme a mi ha­bitación, pero no vi a ninguno de mis compañeros, ni a Don Francesia, ni a [Beato] Miguel Don Rúa, ni a Don Cagliero. Habían huido dejándome solo. Todo había quedado desierto y silencioso. Yo también me sen­tí presa entonces de tal espanto, que me di a la fuga y al intentarlo me desperté.
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«Como ven este sueño es en extremo desagradable, pero lo que sucedió la tarde y la noche posteriores a la aparición del sapo, lo diremos pasado mañana domingo, tres de mayo, y les aseguro que se trata de algo aun más desagradable. Ahora no pueden conocer las consecuencias, pero como no hay tiempo para hablar de ellas, para no quitarnos más tiempo de descanso les dejo que vayan a dormir, reservándome el comunicárselos en otra ocasión».

Hay que tener presente continúa Don Lemoyneque las faltas graves reveladas a [San] Juan Don Bosco no se refieren todas a aque­llos tiempos, sino que se relacionan escalonadamente a una serie de años futuros. En efecto, el [Saanto] vio no solamente a los alumnos que habían estado y que estaban en la actualidad en el Oratorio, sino también a una infinidad de ellos cuyas fisono­mías le eran completamente desconocidas y que pertenecían a sus Institutos diseminados por todo el mundo. La parábola de la viña estéril que se lee en él libro de Isaías abarca muchos siglos de historia.

Además, no conviene y no sería justo echar en olvido lo que dijo el guía a [San] Juan Don Bosco: «No todos estos jóvenes están ahora en el estado en que los ves, pero un día lo estarán si no cambian de conducta». Por la senda del mal se llega al precipicio.

Notemos, además, cómo ante la viña aparece un personaje del que el [Santo] asegura que le era desconocido, pero que después se convierte en su guía e intérprete. En el relato de este sueño como en el de otros muchos, el [Santo] solía darle a veces el nombre de desconocido para ocultar, tal vez, la parte más grandiosa de cuanto había contemplado, indicio claro de la intervención sobrenatural en estos sueños.

Como le preguntásemos en distintas ocasiones, basados en la confianza íntima con que nos distinguía, sobre la naturaleza de este desconocido, aunque sus respuestas no fuesen explícitas, pudimos deducir de ciertos indicios que el guía no era siempre el mismo, siendo unas veces un Ángel del Señor, o algún alumno difunto, bien San Francisco de Sales, bien San José u otro san­to...

En algunas ocasiones dijo de una manera concreta que había sido acompañado por Luis Comollo, por [Santo] Domingo Savio o por Luis Colle.

EL INFIERNO

SUEÑO 68.AÑO DE 1860.

(M. B. Tomo IX, págs. 166-181)

En la noche del domingo tres de mayo, festividad del Patroci­nio de San José, [San] Juan Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños:

Debo contarles otra cosa comenzó diciendoque puede considerarse como consecuencia o continuación de cuanto les re­ferí en las noches del jueves y del viernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me podía tener en pie. Vosotros los pueden llamar sueños o como quieran; en suma, le pueden dar el nombre que les parezca.

Les hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo:

¿Por qué no hablas?

Yo me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a un personaje distinguido.

Como hubiese entendido el motivo de aquel reproche, le pre­gunté:

¿Qué debo decir a nuestros jóvenes?

Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que deseas conocer, que te será revelado ¡a noche próxima.

Y se retiró.

Yo, pues, al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que tendría que pasar y al llegar la hora no me determina­ba a irme a acostar. Y así estuve en mi mesa de trabajo entrete­nido en algunas lecturas hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que contemplar nuevos espectáculos es­pantosos. Al fin, haciéndome violencia, me acosté.

Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara en los sueños acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme cuenta.
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Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al hombre de la noche precedente, el cual me dijo:

—¡Levántate y vente conmigo!

Yo le contesté:

—Se lo pido por caridad. Déjeme tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de muelas. Déjeme des­cansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy verdaderamente agotado.

Y decía estas cosas porque la aparición de este hombre es siem­pre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de terror.

El tal me respondió:

—¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Entonces me levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pre­gunté:

—¿Adonde quiere llevarme ahora? —Ven y lo verás.

Y me condujo a un lugar en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un ria­chuelo; un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella de­solación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ni qué era lo que iba a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. No estaban conmigo ni [Beato] Miguel Don Rúa ni Don Francesia ni ningún otro. Cuando he aquí que diviso a mi ami­go que me sale al encuentro. Respiré y dije:

—¿Dónde estoy?

—Ven conmigo y lo sabrás.

—Bien; iré contigo.

El iba delante y yo le seguía sin chistar. Después de un largo y triste viaje, Don Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan di­latada llanura pensaba para sí:

—¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan hin­chadas...

Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino.

Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía:

—¿Adonde vamos a ir ahora?

—Por aquí— me dijo.

Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa, an­cha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro la flan­queaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire. Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies. Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un camino semejante hu­biera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo:

—¿Cómo haremos para regresar al Oratorio?

—No te preocupes —me dijo—, el Señor es omnipotente y que­rrá que vuelvas a él. El que te conduce y te enseña a proseguir ade­lante, sabrá también llevarte hacia atrás.

El camino descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha en­tre las flores y las rosas cuando vi que me seguían por el mismo sen­dero todos los jóvenes del Oratorio y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos.

Mientras los observaba veo que de repente, ora uno otra otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisi­ble que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno.

—¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía.

—Acércate un poco— me respondió.

Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos que­daban presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.

Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visi­bles, semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra.

Yo estaba atónito, y el guía me dijo:

—¿Sabes qué es esto?

—Un poco de estopa— respondí.

—Te diría que no es nada —añadió—; el respeto humano, simplemente.

Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayen­do en aquellos lazos, le pregunté al desconocido:

—¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera?
Y él:

—Acércate más; obsérvalo bien y lo verás.

Lo hice y añadí:

—Yo no veo nada.

—Mira mejor— me dijo el guía.

Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude com­probar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me detuve porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero había que hacer mucha fuer­za. Y he aquí que después de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mante­nía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí.

Entonces me dije:

—Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la santa cruz y con jaculatorias.

Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo:

—¿Sabes ya quién es?

—¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—. Es el demonio quien tien­de estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el infierno.

Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la en­vidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cual de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad, la de­sobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Des­pués de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté:

—¿Por qué esta diferencia?

—Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano— me fue respondido.

Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos ha­bía esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también dos espa­das. Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramen­to, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc.

Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendi­dos en ellos, o se defendían para no ser víctimas de los mismos.

En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hom­bros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr captu­rarlos.

Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, em­pezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé no descubrí ni una rosa y, en el último tramo, el seto se ha­bía tornado completamente espinoso, quemado por el sol y despro­visto de hojas; después, de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo de es­pinas de tal forma que difícilmente se podía caminar.

Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco fir­me y tan lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras ro­dadas, que dificultaba cada vez más la marcha.

Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos.

Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces me resbala­ba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De cuando en cuando el guía acudía en mi auxi­lio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar los huesos de las piernas.

Entonces dije anhelante a mí guía:

—Querido, las piernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje.

El guía no me contestó, sino que, animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un can­sancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el mismo camino.

Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber descansa­do suficientemente. Entretanto observaba el camino que había reco­rrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas.

Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos de espanto, exclamando:

—Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda em­prender después esta subida!

Y el guía me contestó resueltamente:

—Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte solo?

Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti cómo podría volver atrás o continuar el viaje? —Pues bien, sígueme— añadió el guía.

Me levanté y continuamos bajando. El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie.

Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante nues­tro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas mu­rallas y pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún.

[San] Juan Don Bosco preguntó al guía: .—¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta —me respondió— , y la inscripción te hará comprender dónde estamos. Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est redemptio. Me di cuenta de que estábamos a las puertas del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, a una regular dis­tancia, se veía una puerta de bronce, como la primera, al pie de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción diferente.

Discédite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo et ángelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in ignem mittetur.

Yo saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo:

—¡Detente! ¿Qué haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No hace falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has hecho grabar algunas bajo los pórticos.

Ante semejante espectáculo habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no se volvió, a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en sentido contrario al que había­mos llevado hasta entonces.

Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos encon­tramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos reco­rrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me in­dicó con la mano que me retirara, diciéndome al mismo tiempo:

—¡Mira!

Tembloroso, miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud como de quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no po­día. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la carrera.

—Corramos, detengámoslo, ayudémosle— gritaba yo tendiendo las manos hacia él.

Y el guía:

—No; déjalo.

—¿Y por qué no puedo detenerlo?

—¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor?

Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y miran­do con los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar contra aquella puerta de bronce.

—¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, — pregunte yo—.

—Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún en medio del fuego.

En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible, velocísimo.

Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abier­to. Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó—y observa de nuevo. Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitada­mente por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. [San] Juan Don Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos infelices desaparecieron y las puertas se cerraron. Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando... Vi precipi­tarse en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos del brazo, otros separados, pero próximos. Todos lle­vaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosa­mente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte.

—He aquí las causas principales de tantas ruinas eternas —ex­clamó mi guía—: los compañeros, las malas lecturas y las perversas costumbres.

Los lazos que habíamos visto al principio eran los que arrastra­ban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de ellos, dije con acento de desesperación:

—Entonces es inútil que trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá manera de reme­diar la ruina de estas almas?

Y el guía me contestó:

—Este es el estado actual en que se encuentran y si mueren en él vendrán a parar aquí sin remedio.

—¡Oh, déjame anotar los nombres para que yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso!

—¿Y crees tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al prin­cipio el aviso les impresionará; después no harán caso, diciendo: se trata de un sueño. Y se tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los Sacramentos, pero no de una manera espontánea y meritoria, porque no proceden rectamente. Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno, pero segui­rán con el corazón apegado al pecado.

—¿Entonces para estos desgraciados no hay remisión? Dame al­gún aviso para que puedan salvarse.

—Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan; tienen el reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que los frecuenten.

Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante y:

—Entra tú también— me dijo el guía.

Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino; para que no siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a insistir:

—Ven, que aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado?

Esto me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su benévola asistencia; a lo que contesté:

—¿Me he de quedar solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consue­lo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno?

Y de pronto me sentí lleno de valor pensando para mí:

—Antes de ir al infierno es necesario pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez Supremo. Después exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues!

Y penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con luz velada una inscripción amenazadora. Cuando termina­mos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se leía esta ins­cripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los muros en todo su perímetro estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi guía permiso para leerlas y éste me contestó:

---Haz como te plazca.

Entonces lo examiné todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes eorum ut comburantur in sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in saecula saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas malorum per omnia saecula saeculorum. En otros: Nullus est hic ordo, sed horror sempiternus inhabitat. Fumus tormentorum suorum in aeternum ascendit. Non est pax impiis. Clamor et stridor dentium.

Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones, el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo:

—Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar?

—Quiero ver solamente— respondí.

—Ven, pues, conmigo— añadió el amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió. Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve presa de un te­rror indescriptible.

Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus lla­mas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandes­cente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera, carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calores millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba. Me sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad.

Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lan­zando un grito agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho líquido, y que precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el ambiente el eco de su voz mortecina.

Lleno de horror contemplé un instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos.

—Pero ¿este no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano?

—Sí, sí— me respondió.

—¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandes­cente sin consumirse?

Y él:

—Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar; observa y verás. Por lo demás omnis enim igne salietur et omnis uictima sale salietur.

Apenas si había vuelto la cara y he aquí otro joven con una furia desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Este también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del grito del que había caído an­tes. Después llegaron con la misma precipitación otros, cuyo núme­ro fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé que el primero se había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como en­corvado hacia la tierra. Algunos tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo.

Quiénes estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con las ma­nos entre los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros mu­chos a aquel horno, parte me eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá para siempre: Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit.

Al notar que aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía:

—¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que vienen a parar aquí?

—¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la misericordia de Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se pue­den parar hasta llegar a este lugar.

—¡Oh, qué terrible debe de ser la desesperación de estos desgra­ciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!—, exclamé.

—¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas? Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.

Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban mutuamente tre­mendos golpes, causándose terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las ma­nos, se arrancaban las carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la cobertura de aquella cueva se había tro­cado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para siempre.

Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos blan­co de sus burlas.

Yo pregunté al guía:

—Dime, ¿por qué no oigo ninguna voz?

—Acércate más— me gritó.

Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e impreca­ban a los santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos que me indujo a preguntar a mi amigo:

—¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan?

Y él:

—Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obliga­dos a confesar: Nos insensatam vitam illorum aestimabamus insaniam et finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt inter filios Dei et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a vía veritatis.

Por eso gritan: Lassati sumus in via iniquitatis et perdifionis. Erravimus per vias diffíciles, viam autem Domini ignoravimus. Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam umbra.

Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inú­tiles. Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad.

Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente.

—¿Cómo es posible —dije— que los que se encuentran aquí es­tén todos condenados? Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio.

Y el guía me contestó:

—Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se condenarían.
Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante.

Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciendo a otro aún más bajo, a cuya en­trada se leían estas palabras: Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant usque in sempiternum. Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron educa­dos en nuestras casas.

El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios y muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y pro­mesas concedidas y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el proverbio.

Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que ha­bía visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros mu­chos no los conocía. Me adelanté y observé que todos estaban cu­biertos de gusanos y de asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no encuentro palabras para describirlo. Aquellos desgraciados perma­necían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más, acer­cándome para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna para los condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y añadió:

—Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas de contemplar.

—¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesa­rio pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir al infierno!

—Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de tantos tormentos?

Desconcertado con esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento ni yo ni los demás?

—Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como tam­bién lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas.

Mi corazón se ensanchó al escuchar tales palabras y me dije in­mediatamente: Poco importa el trabajo con tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos.

—Ven, pues —continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eter­na.

Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna.

El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía es­crito: Sexto Mandamiento; y exclamó:

—La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos jóvenes.

—Pero ¿no se han confesado?

—Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o las han callado de propósito. Por ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre vergüenza de confe­sarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en el nú­mero de los réprobos por toda la eternidad. Solamente los que, arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna sal­vación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la misericordia de Dios?

Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos, que habían sido condenados por esta cul­pa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta.

—Al menos ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nom­bres de esos jóvenes para poder avisarles en particular.

—No hace falta— me respondió.

—Entonces, ¿qué les debo decir?

—Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sincera­mente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden. Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas les dirán lo que deben hacer.

Y seguidamente continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una buena confe­sión.

El guía repitió después varias veces en voz alta:

Avertere!... Avertere!...

—¿Qué quiere decir esos?

—¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!...

Yo, confundido ante esta revelación, incliné la cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo:
—Todavía no lo has visto todo.

Y volviéndose hacia otra parte levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt dívites fieri, íncidunt irt tentationem et láqueum diáboli.

Leí esta sentencia y dije:

—Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación semejante deseo!

Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó:

—Sí, también interesa esa sentencia a tus muchachos.

—Explícame entonces el significado del término divites.

Y él:

—Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apega­do a un objeto material, de forma que este afecto desordenado le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la man­sedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tan­to más si este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has de saber que la gula y el ocio son malos con­sejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y a pesar de que pueden hacerlo no se han preocupado de restituir. Hay quienes piensan en abrir con las gan­zúas la despensa y quien intenta penetrar en la habitación del Pre­fecto o del Ecónomo; quienes registran los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso...

Y después de decirme el nombre de estos y de otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado de pren­das de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro grave daño que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber restituido objetos y cosas que habían pedido a título de préstamo, o por haber retenido sumas de dinero que les habían sido confiadas para que las entregasen al Superior.

Y concluyó diciendo:

—Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, en la muerte y en la perdición.

Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome:

—Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos raci­mos de la vid echados a perder—, y levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a los cuales conocí inmediata­mente por pertenecer al Oratorio.
Sobre aquel velo estaba escrito: Radix omnium maíorum. E inmediatamente me preguntó:

—¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia?

—Me parece que debe ser la soberbia. —No, me respondió.

—Pues yo siempre he oído decir que la raíz de todos los peca­dos es la soberbia.

—Sí; en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y a Eva en el primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal? —La desobediencia.

—Cierto; la desobediencia es la raíz de todos los males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto? —

Presta atención. Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son de­sobedientes se están preparando un fin tan lastimoso como éste. Son los que tú crees que se han ido por la noche a descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el reglamento; son los que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de las obras en construcción, poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, según lo establecido, van a la iglesia, pero no están en ella como de­ben, en lugar de rezar están pensando en cosas muy distintas de la oración y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros estor­ban a los demás. Hay quienes de lo único que se preocupan es de buscar un lugar cómodo para poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros crees tú que van a la iglesia y, en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que en vez de cantar las divinas alabanzas y las Vísperas de la Virgen, se entretienen en leer libros nada piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el tiempo leyendo obras prohibidas. Y siguió enumerando otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes.

Cuando hubo terminado, yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en mí, prestó atención a mis palabras.

—¿Puedo referir todas estas cosas a mis jóvenes?—, le pregunté.

—Sí, puedes decirles todo cuanto recuerdes.

—¿Y qué consejos he de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias?

—Debes insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en cosas pequeñas, los salvará. —¿Y qué más?

—Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado de [San] David: incúlcales que estén siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos.

Yo, haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba tan emocionado que dije a mi amigo:

—Te agradezco la caridad que has usado para conmigo y te rue­go que me hagas salir de aquí. El entonces me dijo:

—¡Ven conmigo!—, y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a proseguir porque me encontraba agotado. Al salir de la sala y después de atravesar en un mohiento el hórrido patio y el largo corredor de entrada, antes de trasponer el dintel de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí y exclamó:

—Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el infierno. —¡No, no!—, grité horrorizado. El insistía y yo me negaba siempre.

—No temas —me dijo—; prueba solamente, toca esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el guía me detuvo insistiendo:

—A pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te he dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro mien­tras decía:

—Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir que estu­viste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que puedas comprender cuan terrible será la ultima si así es la primera. ¿Ves esa muralla?

Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal. El guía prosiguió:

—Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el verdade­ro fuego del infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro es mil medidas de espesor y de distancia el uno del otro, y cada me­dida es de mil millas; este está a un millón de millas del verdadero fuego del infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo.

Al decir esto, y como yo me echase atrás para no tocar, me tomo la mano, me la abrió con fuerza y me la acercó a la piedra de aquel milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura tan in­tensa y dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando un grito agudí­simo, me desperté.
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Me encontré sentado en el lecho y pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba contra la otra para aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día, pude comprobar que mi mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano derecha.

Tengan presente que no les he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni tal como las vi y de la forma que me impre­sionaron, para no causar en vosotros demasiado espanto. Noso­tros sabemos que el Señor no nombró jamás el infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas cosas. El Señor las conoce y las puede mani­festar a quien quiere.    

Durante muchas noches consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación, no pude dormir a causa del espanto que se ha­bía apoderado de mi ánimo. Les he contado solamente el resumen de lo que he visto en sueños de mucha duración; puede de­cirse que de todos ellos les he hecho un breve compendio. Más adelante les hablaré sobre el respeto humano, y de cuanto se re­laciona con el sexto y séptimo Mandamiento y con la soberbia. No haré otra cosa más que explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada Escritura, aún más, no son otra cosa que un comentario de cuanto en ella se lee respecto a esta materia. Durante estas noches les he contado ya algo, pero de cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo que falta, dándoles la explicación consiguiente.

Como lo prometió, así lo hizo continúa Don Lemoyne—. Seguidamente expuso este mismo sueño a los jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero resumiendo la narración.

Repitió cuanto había visto sin hacer cambios notables, no faltando tampoco algunas variantes. Al narrarlo privadamente a sus sacerdotes y clérigos, añadía algunos detalles más. En mu­chas ocasiones omitía algunas cosas y en otras ponía de mani­festó otras. En la descripción de los lazos introdujo una nueva idea sobre la argucia del demonio y de la manera de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno, hablando de las malas costumbres. De muchas escenas no dio explicación: por ejemplo, de los per­sonajes de agradable aspecto que se encontraban en la sala magnífica y que nosotros nos atreveríamos a decir que simboli­zan: El tesoro de la misericordia de Dios, para salvar a los jóve­nes que de otra manera habrían perecido. Tal vez eran los principales ministros de innumerables gracias.

Ciertas variantes provenían de la multiplicidad de ¡as cosas vistas al mismo tiempo, las cuates el reproducirse en su imagina­ción le hacían escoger lo que el [Santo] juzgaba más opor­tuno para sus oyentes.

Por lo demás, la meditación de los novísimos era cosa fami­liar en [San] Juan Don Bosco y como fruto de ella su corazón se encendía en una vivísima compasión hacia los pobres pecadores amenaza­dos por el peligro de una eternidad tan horrible. Este sentimien­to de caridad le hacía sobreponerse al respeto humano, invitando a la penitencia con una prudente franqueza incluso a personajes distinguidos, siendo de tal eficacia sus palabras que conseguía numerosas conversiones.

Nosotros hemos ofrecido fielmente aquí cuanto escuchamos de labios del mismo siervo de Dios y cuanto nos refirieron de viva voz o por escrito numerosos sacerdotes, formando con el conjunto una sola narración. Ha sido un trabajo arduo, porque deseábamos reproducir con exactitud matemática cada una de las palabras, cada unión de una escena con la otra, el orden de los diferentes hechos, los avisos, los reproches, todas las ideas expuestas y no explicadas, entre las cuales no faltará alguna de las que se dejan sobrentender. ¿Hemos conseguido nuestro pro­pósito?

Podemos asegurar a los lectores que hemos buscado una sola cosa con la mayor diligencia, a saber: exponer con la mayor fide­lidad posible las palabras de [San] Juan Don Bosco.

VOCACIÓN DE UNA JOVEN

SUEÑO 69.AÑO DE 1868.

(M. B. Tomo IX, pág. 331)

Escribe Don Joaquín Berto:

«Era el año de 1868, cuando una mañana se me presentaron dos señoras desconocidas pidiendo hablar con [San] Juan Don Bosco. Entra­ron en su habitación y apenas las vio el [Santo], sin dejar­las hablar, dijo sonriendo a una de ellas:

Hágase monja y esté tranquila, porque tal es la voluntad del Señor.

Poco después, al verlas salir con lágrimas en los ojos, pregun­té a [San] Juan Don Bosco la razón, el cual me dijo confidencialmente:

Mira, esas dos señoras son hermanas, una de las cuales se quería hacer religiosa oponiéndose a ello la otra. Y entonces de­terminaron venir a pedir consejo a [San] Juan Don Bosco.

Yo repliqué:

Pero ¿por qué lloraban?

Porque sin dejarlas hablar les dije el motivo de su visita y ello les conmovió.

¿Y cómo hizo usted para saber esas cosas?

---¡Qué curioso eres!
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Mira, esta noche soñé que habían venido estas dos señoras a pedirme mi parecer sobre la vocación de una de ellas, y al verlas, las reconocí, y por eso lo único que he hecho ha sido repetirles el con­sejo que les di en el sueño.

EL PORVENIR DE UN JOVEN

SUEÑO 70AÑO DE 1868.

(M.B. Tomo IX, pág. 331)

Una noche, después de las confesiones, mientras cenaba, el [Santo] contó el siguiente sueño a los que le rodeaban, en­tre los cuales estaba el citado Don Joaquín Berto.
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Vi un joven del Oratorio tendido en el suelo en medio de una habi­tación. A su alrededor había cuchillos sin punta, pistolas, carabinas y miembros humanos descuartizados. Parecía estar agonizando. Yo le pregunté:

—¿Cómo es que te encuentras en este estado tan miserable?

—¿No lo deduce de los instrumentos que me rodean? Soy un asesino y muy pronto seré condenado a muerte.
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Después añadió: Conozco a ese joven y estaré sobre aviso para corregirle de sus defectos e infundirle sentimientos de pie­dad y mansedumbre, pero tiene una índole tan mala que me temo en verdad que su fin sea verdaderamente trágico.

Dicho joven, militando más tarde en las filas del ejército, fue fu­silado por haber dado muerte al propio oficial. Por fortuna, antes de morir, cumplió con gran edificación de todos con sus deberes de cristiano.