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Libro sobre los sueños de Don Bosco


LOS SUEÑOS PROFÉTICOS
DE SAN JUAN BOSCO

Parte III
SUEÑOS 102>153


LA FILOXERA

SUEÑO 102.AÑO DE 1876.

(M. B. Tomo XII. pág: 475-479)

La tercera tanda de Ejercicios Espirituales se celebró aquel año del uno al siete de octubre, siendo predicada por el Padre Bruno, Filipense del Oratorio turinés y gran director de almas.

Tomaron parte en ella solamente sacerdotes y algunos cléri­gos más antiguos. [San] Juan Don Bosco no se movió de Lanzo ni durante los breves intervalos de tiempo existentes entre una y otra tan­da. Las noticias sobre esta última son más escasas que las de las tandas anteriores; lo único que perdura es un sueño que el [Santo] contó al final de la misma. En las memorias de aquel tiempo aparece bajo el título de: La filoxera. Helo aquí:
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Le pareció a [San] Juan Don Bosco encontrarse en una amplísima sala en el Barrio San Salvario, de Turín. Religiosos y religiosas en gran nú­mero pertenecientes a diversas Ordenes y Congregaciones, estaban en ella reunidos; al entrar [San] Juan Don Bosco, todas las miradas se dirigieron a él, como si todos lo aguardasen. En medio de los allí congregados vio el [Santo] a un hombre de aspecto extraño, con la cabeza cu­bierta con una venda blanca y el cuerpo envuelto en una especie de sá­bana, a guisa de manteo o capa. [San] Juan Don Bosco quiso saber quién fuese aquel individuo y le fue respondido que era él, el mismo [San] Juan Don Bosco... Tal vez era una representación de [San] Juan Don Bosco soñador.

Se adelantó, pues, entre aquella muchedumbre de personas religiosas que le hacían corona alrededor, sonriéndole; pero nadie hablaba. El [Santo] observaba aquella reunión sorprendido, pero todos continuaban mirándole y sonriendo sin decir palabra. Fi­nalmente, [San] Juan Don Bosco rompió el silencio y dijo:

—¿Por qué se ríen de esa manera? Parece que se quieren burlar de mí.

—¿Burlarnos de ti? Te engañas; nos reímos porque hemos adivinado el motivo que te ha traído aquí.

—¿Cómo lo pueden adivinar si yo mismo no lo sé? Les aseguro que sus risas me sorprenden.

—La causa que te ha traído aquí —dijeron los religiosos— es esta. Tú has predicado los ejercicios a tus clérigos en Lanzo.

---¿Y qué?

—Ahora vienes a indagar qué es lo que les tienes qué decir en la plática de los recuerdos.                                                      

—Será como dices. Sugiéreme, pues, qué es lo que les debo de­cir; algún aviso que haga florecer cada vez más la Congregación de San Francisco de Sales. Se lo agradecería mucho.

—Solamente una cosa te aconsejamos: di a tus hijos que se guarden de la filoxera.

—¿De la filoxera? Pero ¿qué tiene que ver la filoxera?

—Si tienes alejada de tu Congregación la filoxera, conservará una vida larga y florecerá y hará un grandísimo bien a las almas.

—Yo no entiendo lo que quieres decir.   

—¡Cómo! ¿Qué no entiendes? La filoxera es el flagelo que ha llevado a la ruina a tantas órdenes religiosas y fue la causa por la que aún hoy muchos no consiguen su fin altísimo.

—Sería un aviso inútil, si no nos explicas mejor. Yo no com­prendo nada.

—Entonces no vale la pena haber estudiado tanta teología.

—Sobre este punto me parece haber cumplido con mi deber; pero, en los tratados de teología no he visto que se hable de la filo­xera.

—Pues a pesar de ello, se habla. Busca el sentido moral y espiri­tual de esta palabra.

—En la etimología de la palabra filoxera no veo ni el más remo­to significado que pueda tomarse en sentido espiritual.

—Ya que no eres capaz de explicarte este misterio, ahí viene uno que te puede sacar de tu ignorancia.

Entonces [San] Juan Don Bosco notó cierto movimiento entre la turba como para dejar paso libre a alguien que vio avanzar hacia él; era un nuevo personaje. Se fijó bien en él, pero le pareció no haberlo visto nunca, aunque con sus maneras afables daba a entender que era un antiguo conocido suyo. Apenas lo tuvo cerca, [San] JuanDon Bosco le dijo:

—Llegas muy a tiempo para sacarme del embrollo en que me encuentro gracias a estos señores. Pretenden hacerme creer que la filoxera amenaza con destruir las casas religiosas y quieren que tome a este animal como tema de los recuerdos de nuestros ejerci­cios espirituales.

—¿[San] Juan Don Bosco que se cree tan sabio, desconoce estas cosas? Es cierto que si combates con todas tus fuerzas la filoxera y enseñas a tus hijos la manera de combatirla a conciencia, tu Sociedad no deja­rá de florecer. ¿Sabes qué es la filoxera?

—Sé que es una enfermedad que ataca a las plantas causando grandes estragos, hasta destruirlas.

—¿Y esta enfermedad de qué proviene?

—Es originada por una multitud infinita de animaluchos que se adueñan de ella.

—¿Qué hay que hacer para salvar a las plantas próximas de la destrucción?

—De esto no te sé decir nada.
—Escucha, pues, lo que te voy a decir. La filoxera comienza a aparecer sobre una sola planta y no pasa mucho tiempo cuando to­das las plantas próximas a ésta aparecen atacadas del mismo mal, aún encontrándose a bastante distancia; ahora bien, cuando en una viña, o en un huerto, o en un jardín aparece la enfermedad, la infec­ción se extiende rápidamente y la belleza y los frutos que se espera­ban quedan arruinados. ¿Sabes cómo se extiende el mal? No por contacto, porque la distancia lo impide; no porque los animalitos ba­jen al suelo y atraviesen el espacio que separa a las plantas; la expe­riencia lo confirma: es el viento el que levanta esta maldición y la desparrama sobre las plantas aún sanas. Es una desgracia que se propaga en un abrir y cerrar de ojos. Pues bien, has de saber que el viento de la murmuración lleva muy lejos la filoxera de la desobe­diencia. ¿Comprendes?

—Comienzo a comprender.

—Ahora bien, los daños que ocasiona esta filoxera impulsada por un viento semejante, son incalculables. En las casas más florecientes hace marchitar, en primer lugar, la mutua caridad; después, el celo por la salvación de las almas; después engendra el ocio; des­pués agosta todas las demás virtudes religiosas y, finalmente, el es­cándalo las hace objeto de reprobación por parte de Dios y por parte de los hombres. No es necesario que uno de los depravados pase de un colegio a otro: basta con que este viento sople desde lejos. ¡Convéncete! Esta fue la causa que llevó a la destrucción a cier­tas Ordenes religiosas.

—Tienes razón. Reconozco la verdad de cuanto me dices. Pero ¿cómo poner remedio a tan gran desgracia?

—No bastan los paños calientes, hay que tomar medidas extre­mas. Para atajar el mal que produce la filoxera se pensó en sulfatar las plantas atacadas, se recurrió al agua de cal, se inventaron otros remedios; pero todo ello no sirvió de nada, porque una sola planta atacada por la filoxera arruina a toda una viña. Después, de una viña se extiende a las viñas más próximas y de éstas a otras, de for­ma que de una región pasa a una provincia y de esta a un reino y así sucesivamente. ¿Quieres saber, pues, la única manera que hay para cortar el mal en su principio? Apenas aparece la filoxera sobre una planta, hay que arrancarla con precaución y cortar todas aque­llas otras que la rodean y arrojarlas todas a las llamas. Si la infección fuese general en toda la viña, hay que arrancar todas las plantas y reducirlas a cenizas para salvar las viñas próximas. Sólo el fuego puede acabar con semejante enfermedad. Por eso, cuando en una casa se manifieste la filoxera de la oposición a la voluntad de los su­periores, el descuido altanero de las santas Reglas, el desprecio a las obligaciones impuestas por la vida común, tú no debes contempori­zar; no dejes ni siquiera los cimientos de aquella casa; rechaza a sus miembros, sin dejarte vencer por una perniciosa tolerancia. Lo mis­mo harás con los individuos. A veces te parecerá que un individuo aislado pueda sanar y volver de nuevo al buen sendero; o tal vez sentirás castigarlo por el amor que le profesas o por alguna especial habilidad que posee o por su ciencia que te parece prestigiar a la Congregación. No te dejes llevar de semejantes reflexiones. Perso­nas de esta índole, difícilmente cambiarán de manera de ser. No digo que su conversión sea imposible; pero me atrevo a sostener que es muy rara una rectificación, tan rara que esta posibilidad no debe ser suficiente para inclinar a los superiores a una sentencia be­nigna. Algunos, se dirá, se conducirán aún peor en medio del mun­do. Allá ellos; que carguen con el peso de su manera de proceder, pero que no sea tu Congregación la que sufra las consecuencias de su conducta.

—¿Y si en realidad, conservándolos en la Sociedad, se pudiera atraerlos al bien con la tolerancia?

—Esta suposición es falsa. Es mejor despedir a uno de estos soberbios que retenerlo con la duda de que pueda continuar sem­brando cizaña en la viña del Señor. No olvides esta máxima; ponía decididamente en práctica siempre que sea necesario; habla de esto a tus directores en tus conferencias y que este sea el tema que co­mentes en la clausura de los ejercicios.

—Sí, lo haré. Gracias por tus avisos. Pero ahora, dime: ¿quién eres tú?

—¿No me conoces ya? ¿No recuerdas cuántas veces nos hemos visto?

Mientras el desconocido hablaba de esta manera, todos los pre­sentes sonreían.

Entretanto sonó la señal para levantarse y [San] Juan Don Bosco se despertó.
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El [Santo] añadió que este sueño le había durado tres noches consecutivas; detalle que hace desechar toda idea de que este relato sea una especie de parábola por él ideada para expre­sar de una manera fantástica su pensamiento.

APARICIÓN DE SANTO DOMINGO SAVIO

SUEÑO 103.AÑO DE 1876.

(M. B. Tomo XII. págs. 586-595)

La noche del 22 de diciembre fue memorable en los anales del Oratorio. Se anticiparon un poco las oraciones de la noche. En la sala de visitas de los estudiantes se congregaron también los artesanos y todo el personal de la casa. El día antes, [San] Juuan Don Bosco había prometido a todos contarles un sueño, pero ocupa­ciones urgentes le impidieron cumplir su promesa. Es, pues, de imaginar la expectación general. Subió a su cátedra, siendo recibi­do con entusiastas aplausos, como sucedía siempre que daba las buenas noches a toda la comunidad con aquella solemnidad. Ape­nas indicó que iba a comenzar a hablar se hizo un silencio profun­do.

La noche que pasé en Lanzo comenzó diciendoal llegar la hora del descanso mi imaginación se sintió completamente ab­sorbida por el siguiente sueño. Se trata de un sueño que no tiene relación alguna con los demás. Les he contado ya uno bastante parecido a este durante los ejercicios espirituales, pero o porque no estaban presentes todos vosotros, o porque difiere bastante de aquél, he decidido contarles este. Hay en él cosas muy extrañas. Pero vosotros sabéis que a mis hijos yo siempre les hablo con el corazón abierto; para vosotros yo no tengo secretos. Hagan de él el caso que quieran, pero, como dice el apóstol San Pablo: quod bonum est tenete; si encuentran en este sueño algo que pueda servir de provecho para sus almas, no ¡a desperdicien. El que no quiera creer en él, que no crea, esto nada importa; pero que nin­guno ponga en ridículo las cosas que les voy a decir. Les ruego una vez más que no cuenten lo que les voy a narrar a nadie que no sea de la casa y que mucho menos lo comuniquen por escrito fuera de aquí. A los sueños se les puede dar la importancia que los sueños se merecen y los que no conocen nuestras cosas ínti­mas, podrían pronunciar un juicio erróneo y dar a las cosas unos apelativos que no les corresponden. No sabéis que sois mis hijos y que yo os digo todo cuanto sé y a veces incluso lo que no sé. (Risas generales). Pero lo que un padre manifiesta a sus hijos para su bien, debe quedar entre padre e hijos y nada más. Y, además, por otra razón. Por lo común, si el sueño se cuenta a los de fuera, o se tergiversan los hechos o se expone lo que me­nos interesa y de esto se origina siempre algún daño y el mundo despreciaría lo que no debe ser despreciado.

Es necesario sepáis que ordinariamente los sueños se tienen durmiendo. Ahora bien, la noche del seis de diciembre, mientras es­taba en mi habitación sin saber positivamente si estaba leyendo o paseando por la misma, o si estaba en el lecho, comencé a soñar...
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De pronto me pareció encontrarme sobre una pequeña promi­nencia de terreno, al borde de una inmensa llanura cuyos confines no se llegaban a alcanzar con la vista. Aquella planicie se perdía en la inmensidad; era azulada como el mar en plena calma, aunque lo que yo contemplaba no era agua precisamente.

Parecía como un terso cristal luciente. Bajo mis pies, detrás de mí y a los lados, veía una región a la manera de una playa a orillas del océano.

Anchos y enormes paseos dividían la llanura en vastísimos jardi­nes de inenarrable belleza, todos repartidos en bosquecillos, prados y parterres de flores, de formas y colores variados. Ninguna de nuestras plantas puede darnos una idea de aquellas otras, aunque guardaban con ellas alguna semejanza. Las hierbas, las flores, los ár­boles, las frutas eran vistosísimas y de bellísimo aspecto. Las hojas eran de oro, los troncos y ramas de diamante y lo restante hacia juego con esta, riqueza. Imposible contar las diferentes especies, y cada especie y cada flor resplandecía con luz propia. En medio de aquellos jardines y en toda la extensión de la llanura contemplaba yo innumerables edificios de un orden, belleza y armonía, de tal magni­ficencia y de tan extraordinarias proporciones que para la construc­ción de uno solo de ellos parecía que no habrían bastado todos los tesoros de la tierra. Al contemplar aquello me decía yo a mí mismo:

—Si mis jóvenes tuvieran una sola de estas casas, ¡oh, cómo gozarían!, ¡qué felices serían!, ¡con cuánto gusto vivirían en ellas!

Y así pensaba con sólo ver aquellos palacios por fuera.

¡Cuál no debería ser su magnificencia interior!

Mientras contemplaba extasiado tan estupendas maravillas y el ornato de aquellos jardines, hirió mis oídos una música dulcísima y de tan grata armonía que no les podría dar una idea de ella. En su comparación, nada tienen que ver las de Cagliero y Dogliani. Eran cien mil instrumentos que producían cada uno un sonido distinto del otro, mientras todos los sonidos posibles difundían por el aire su so­noridad. A estos se les unían los coros de los cantores.

Vi entonces una multitud de gentes dispersas por aquellos jardi­nes que se divertía en medio de la mayor alegría. Quién tocaba, quién cantaba. Cada voz, cada nota hacía el efecto de mil instru­mentos reunidos, todos diversos entre sí. Al mismo tiempo se oían los diversos grados de la escala armónica, desde el más alto al más bajo que se puede imaginar, pero todos en perfecto acorde. ¡Ah! Para describir esta armonía no bastan las comparaciones humanas.

En el rostro de aquellos felices moradores del jardín se veía que los cantores no sólo experimentaban extraordinario placer en can­tar, sino que al mismo tiempo sentían un inmenso gozo al oír cantar a los demás. Y cuanto más cantaba uno, más se le encendía el de­seo de cantar, cuanto más escuchaba, más deseaba escuchar. Su canto era éste:

Salus, honor, gloria Deo Patri Omnipotentil... Auctor saeculi, qui erat, qui est, qui venturus est judicare vivos et mortuos in saecula saeculorum.

Mientras escuchaba atónito estas celestes armonías vi aparecer una multitud de jóvenes, muchos de los cuales habían estado en el Oratorio y en algunos otros colegios; a muchos, por consiguiente, los conocía, aunque la mayor parte me era desconocida. Aquella muchedumbre incontable se dirigía hacia mí. A su cabeza venía [Santo ] Do­mingo Savio, y detrás de él Don Alasonatti, Don Chiala, Don Giulitto y muchos, muchos otros sacerdotes y clérigos, cada uno de ellos al frente de una sección de niños. Entonces me pregunté a mí mismo: —¿Duermo o estoy despierto?

Y daba palmadas y me tocaba el pecho para cerciorarme de que era realidad cuanto veía.

Al llegar toda aquella turba delante de mí, se detuvo a una distancia de unos ocho o diez pasos. Entonces brilló un relámpago de luz más viva, cesó la música y siguió un profundo silencio. Aque­llos jóvenes estaban inundados de una grandísima alegría que se re­flejaba en sus ojos y sus rostros eran como un trasunto de la paz interior que reinaba en sus espíritus. Me miraban con una dulce son­risa en sus labios y parecía como si quisieran hablar, pero permane­cieron en silencio.

[Santo] Domingo Savio se adelantó solo, dando unos pasos hacia mí y se detuvo tan cerca de donde yo estaba que si hubiese extendido la mano, ciertamente le habría tocado. Callaba y me miraba también él sonriente. ¡Qué hermoso estaba! Su vestido era realmente singu­lar. Le caía hasta los pies una túnica blanquísima cuajada de diamantes y toda ella tejida de oro. Ceñía su cintura con una amplia faja roja recamada de tal modo de piedras preciosas que las unas casi tocaban a las otras, entrelazándose en un dibujo tan maravilloso que ofrecían una belleza tal de colorido que yo, al contemplarla, me sentía lleno de admiración. Le pendía del cuello un collar de peregri­nas flores, no naturales, las hojas parecían de diamantes unidas en­tre sí sobre tallos de oro y así todo lo demás. Estas flores refulgían con una luz sobrehumana más viva que la del sol, que en aquel instante brillaba en todo su esplendor primaveral, proyectando sus ra­yos sobre aquel rostro candido y rubicundo de una manera indes­criptible e iluminándolo de tal forma que no era posible distinguir cada uno de sus rasgos. Llevaba sobre la cabeza, [Santo] Domingo [Savio], una co­rona de rosas; le caía sobre los hombros en ondulantes bucles la hermosa cabellera, dándole un aire tan bello, tan amable, tan encantador, que parecía... parecía ¡un ángel!

No menos resplandecientes de luz estaban los que le acompaña­ban. Vestían todos de diversa manera, pero siempre bellísima; más o menos rica; quién de una forma, quién de otra, y cada una de aquellas vestiduras tenía un significado que nadie sabría compren­der. Pero todos llevaban la cintura ceñida por una faja roja igual a la que llevaba [Santo] Domingo  [Savio].

Yo seguía contemplando absorto todo aquello y pensaba:

—¿Qué significa esto?... ¿Cómo he venido a parar a este sitio?

Y no sabía explicarme dónde me encontraba.

Fuera de mí, tembloroso por la reverencia que aquello me inspi­raba, no me atrevía a decir palabra. También los demás continua­ban silenciosos.

Finalmente, [Santo] Domingo [Savio] despegó los labios para decir: —¿Por qué estás aquí mudo y como anonadado? ¿No eres el hombre que en otro tiempo de nada se amedrentaba? ¿Que arros­traba intrépido las calumnias, las persecuciones, las maquinaciones de los enemigos, y las angustias y los peligros de toda suerte? ¿Dón­de está tu valor? ¿Por qué no hablas?

Y contesté a duras penas, balbuceando las palabras:

—Yo no sé qué decir... Pero, ¿no eres tú [Santo] Domingo Savio?

—Sí, lo soy, ¿ya no me reconoces?

—¿Y cómo te encuentras aquí?—, añadí confuso.

[Santo] Domingo [Savio] entonces, afectuosamente me dijo:
—He venido para hablar contigo. ¡Cuántas veces hemos conversado juntos en la tierra! ¿No recuerdas cuánto me amabas, cuántas pruebas de estima y de afecto me diste? ¿Y yo no corres­pondí acaso a tus desvelos? ¡Qué grande confianza puse en ti! ¿Por qué, pues, temes? ¡Ea! Pregúntame algo.

Entonces, cobrando un poco de ánimo, le dije:

—Es que... no sé dónde me encuentro, por eso estoy temblando.

—Estás en una mansión de felicidad— me respondió [Santo] Domin­go [Savio]—, en donde se gozan todas las dichas, todas las delicias. —¿Es este, pues, el premio de los justos? —No, por cierto. Aquí no se gozan los bienes eternos, sino sólo, aunque en grado sumo, los temporales.

—Entonces, ¿todas éstas son cosas naturales? —Sí; aunque embellecidas por el poder de Dios. —¡Y a mi que me parecía que esto era el Paraíso!—, exclamé. —¡No, no, no!, —repuso [Santo Domingo] Savio—. No hay ojo mortal que pueda ver las bellezas eternas.

—¿Y estas músicas —seguí preguntando— son las armonías de que gozáis en el Paraíso?

—¡No, no, ya te he dicho que no! —¿Son armonías naturales?

—Sí, son sonidos naturales perfeccionados por la omnipotencia de Dios.                                                  

—Y esta luz que sobrepuja a la luz del sol ¿es luz sobrenatural? ¿Es luz del Paraíso?
—Es luz natural aunque reavivada y perfeccionada por la omnipotencia divina.

—¿Y no se podría ver un poco de luz sobrenatural? —

Nadie puede gozar de ella hasta que no llegue a ver a Dios sicut est. El más ínfimo rayo de esa luz quitaría al instante la vida a un hombre, porque no hay fuerzas humanas que la puedan resistir. —¿No puede haber una luz natural más hermosa que esta? —¡Si supieras! Si vieras solamente un rayo de sol, llevado a un grado superior a este, quedarías fuera de ti.

—¿Y no se puede ver al menos una partícula de esa luz que di­ces?

—Sí que se puede ver y tendrás la prueba de lo que digo. Abre los ojos.

—Ya los tengo abierto— contesté.

—Pues fíjate bien y mira allá al fondo de ese mar de cristal. Tendí la vista y al mismo tiempo apareció de improviso, en el cielo y a una distancia inmensa, una fugaz centella de luz, sutilísima como un hilo, pero tan brillante, tan penetrante que di un grito que despertó a Don Lemoyne, aquí presente, que dormía en una habita­ción próxima a la mía. Aquel destello de luz era cien millones de veces más clara que la del sol y su fulgor bastaría para iluminar el uni­verso entero.

Un instante después abrí los ojos y pregunté a [Santo] Domingo [Savio]:

—¿Qué es esto? ¿Tal vez un rayo divino?
[Santo Domingo] Savio contestó:

—No es luz sobrenatural, si bien, comparada con la terrestre, le supera mucho en fulgor. No es más que la luz natural elevada a un mayor esplendor por la omnipotencia divina. Y aunque imaginaras una inmensa zona de luz semejante a la centellita que acabas de ver al fondo de esta llanura, rodeando todo el universo, no por eso lle­garías a formarte una idea de los esplendores del Paraíso.

—Y Vosotros, ¿qué gozan en el Paraíso?

—¡Ah! Es imposible el querértelo explicar; lo que se goza en el Paraíso no hay mortal alguno que pueda saberlo mientras no aban­done esta vida y se reúna con su Creador. Lo único que se puede decir es que se goza de Dios; y esto es todo.

Entretanto, recobrado ya plenamente de mi primer aturdimien­to, contemplaba absorto la hermosura de [Santo] Domingo Savio cuando le pregunté en el tono de la mayor confianza:

—¿Por qué llevas ese vestido tan blanco y reluciente?

Calló [Santo] Domingo [Savio], sin dar muestras de querer contestar a mi pre­gunta y el coro comenzó a cantar armoniosamente acompañado de todos los instrumentos:

Ipsi habuerunt lumbos praecinctos et dealbaverunt stolas suas in sanguine Agni.

Cuando cesó el canto volví a preguntar:

—¿Y por qué llevas a la cintura esa faja de color rojo?
Tampoco esta vez quiso [Santo Domingo] Savio responder a mi pregunta y mien­tras hacía un gesto como de rehusar la contestación, Don Alasonatti cantó solo:

Vírgenes enim sunt, et sequuntur Agnum, quocumque fuerit.

Comprendí entonces que la faja de color de sangre, era símbolo de los grandes sacrificios hechos, de los violentos esfuerzos y casi del martirio sufrido por conservar la virtud de la pureza; y que, para mantenerse casto en la presencia del Señor, hubiera estado pronto a dar la vida, si las circunstancias así lo hubiesen exigido; y que al mismo tiempo simbolizaba las penitencias que libran al alma de la
mancha de la culpa. La blancura y esplendor de la túnica repre­sentaban la conservación de la inocencia bautismal.

Yo, entretanto, atraído por aquellos cantos y al contemplar to­das aquellas falanges de jóvenes celestiales que seguían a [Santo] Domingo Savio, pregunté a éste:

—¿Y quiénes son ésos que te siguen?

Y dirigiéndome a ellos les dije:

—¿Cómo es que tienen ese aspecto tan refulgente?

[Santo Domingo] Savio continuó callado mientras todos aquellos jóvenes comen­zaron a cantar:

Hi sunt sicut Angelí Dei in coelo.

Por mi parte me di cuenta de que [Santo] Domingo [Savio] gozaba de cierta preeminencia entre los demás, que se mantenían a respetuosa dis­tancia detrás de él, como a unos diez pasos; por eso le dije:

—Dime, [Santo] Domingo [Savio], siendo tú el más joven de los que veo aquí y de los que han muerto en nuestras casas, ¿por qué vas delante de ellos y les precedes? ¿Por qué eres tú quien hablas, mientras ellos callan?

—Yo soy el más viejo de todos—me contestó.

—No—le repliqué—, muchos te aventajan en edad.

—Yo soy el más antiguo del Oratorio—replicó [Santo] Domingo [Savio]—por­que he sido el primero en dejar el mundo para ir a la otra vida. Ade­más: Legatione Dei fungor.
Esta respuesta me indicaba el motivo de la visión. [Santo] Domingo Sa­vio hacía las veces del embajador de Dios.

—Entonces —le dije— hablemos de lo que en este instante más me importa.

—Sí y pregúntame pronto lo que deseas saber. Las horas pasan y se podría acabar el tiempo que se me ha concedido para hablarte y después no me verías más.

—Según parece ¿tienes algún asunto de importancia que comunicarme?

—¿Qué puedo decirte yo, mísera criatura?, —dijo humildemente [Santo] Domingo [Savio]—. He recibido de lo alto la misión de hablarte y por eso he venido.

—Entonces —exclamé— háblame del pasado, del presente y del porvenir de nuestro Oratorio. Háblame de mis queridos hijos, hábla­me de mi Congregación.
—Respecto a ésta tendría muchas que comunicarte,

—Cuéntame, pues, lo que sabes: el pasado...

—El pasado recae todo sobré ti.

—¿He cometido alguna falta?

—En cuanto al pasado te he de decir que tu Congregación ha hecho ya mucho bien. ¿Ves allá abajo aquel número incontable de jóvenes?

—Sí que los veo. ¡Cuántos son! ¡Qué felicidad se refleja! en sus rostros!

—Observa lo que está escrito a la entrada del jardín.

—Ya lo veo. Dice: «Jardín Salesiano».

—Pues bien—prosiguió [Santo] Domingo [Savio]—; todos ésos han sido Salesianos o fueron educados por ti o han sido salvados por ti, o por tus sacerdotes o clérigos o por otros que encaminaste por la vía de la vocación. Cuéntalos si puedes. Su número, empero, sería cien millones de veces mayor si mayor hubiera sido tu fe y confianza en el Señor.

Lancé un suspiro, sin saber qué responder al escuchar semejan­te reproche; sin embargo, me dije para mis adentros: En lo sucesivo procuraré tener más fe y más confianza en la Providencia. Después añadí:

—¿Y el presente, qué me dices del presente?

[Santo] Domingo [Savio] me presentó un magnífico ramillete que tenía en la mano. Había en él rosas, violetas, girasoles, gencianas, lirios, siempre­vivas, y entre las flores, espigas de trigo. Me lo ofreció diciéndome:

—¡Mira!

—Ya veo, pero no entiendo lo que me quieres decir.

—Entrega este ramillete a tus hijos, para que puedan ofrecérselo al Señor cuando llegue el momento; procura que todos lo tengan, que a ninguno le falte ni se lo deje arrebatar. Ten la seguridad de que si lo conservan, esto será suficiente para que se sientan felices.

—Pero ¿qué significa este ramillete de flores?

—Consulta la Teología; ella te lo dirá y te dará la explicación.

—La Teología la he estudiado, pero no sabría encontrar en ella el significado del ramo que me ofreces.

—Pues estás obligado a saber todo esto.

—Vamos; calma mi ansiedad; explícamelo.

—¿Ves estas flores? Representan las virtudes que más agradan al Señor.

—¿Y cuáles son?

—La rosa es símbolo de la caridad; la violeta, de la humildad; el girasol, de la obediencia; la genciana, de la penitencia y de la morti­ficación; las espigas, de la Comunión frecuente; el lirio simboliza la bella virtud de la cual está escrito: Erunt sicut Angelí Dei in cáelo: la castidad. La siempreviva quiere indicar que estas virtudes han de ser perennes, simbolizando la perseverancia.

—Bien, [Santo] Domingo [Savio], tú que durante tu vida practicaste todas estas virtudes, dime: ¿qué fue lo que más te consoló a la hora de la muerte?

—¿Qué crees tú que pudo ser?:—, contestó [Santo] Domingo [Savio].

—¿Fue tal vez el haber conservado la bella virtud de la pureza?

—No, eso solo, no.

—¿Quizás la tranquilidad de conciencia?

—Cosa buena es esa, pero no la mejor.    

—¿Acaso fue la esperarla del Paraíso?

—Tampoco.

—Pues ¿qué entonces? ¿El haber hecho muchas buenas obras?

—¡No,no!

—¿Cuál fue, pues, tu mayor consuelo en aquella última hora?—, le insistí confuso y suplicante, al ver que no lograba adivinarlo.

—Lo que más me confortó en el trance de la muerte fue la asis­tencia de la potente y bondadosa Madre de Dios. Dilo a tus hijos; que no se olviden de invocarla en todos los momentos de la vida. Pero... habla pronto, si quieres que te responda.

—En cuanto al porvenir, ¿qué me dices?

—Que el año venidero de 1877 tendrás que sufrir un gran do­lor, seis hijos de los que te son más queridos serán llamados por Dios a la eternidad. Pero consuélate, pues han de ser trasplantados del erial de este mundo a los jardines del Paraíso. No temas: serán coronados. El Señor te ayudará y te mandará otros hijos igualmente buenos.

—¡Paciencia!, —exclamé—. ¿Y por lo que se refiere a la Con­gregación?

—Por lo que respecta a la Congregación has de saber que Dios le prepara grandes acontecimientos. El año venidero surgirá para ella una aurora de gloria tan espléndida que iluminará cual relámpago los cuatro ángulos del orbe, de Oriente al Ocaso y del Mediodía al Septentrión: una gran gloria le está reservada. Tú debes procurar que el carro en el que va el Señor no sea por los tuyos apartado de sus directrices ni de su sendero. Si tus sacerdotes lo conducen bien y saben hacerse dignos de la alta misión que se les ha confiado, el porvenir será espléndido e infinitas las personas que se salvarán, a condición empero de que tus hijos sean devotos de la Santísima Vir­gen y conserven la virtud de la castidad, que tan grata es a los ojos de Dios, cuantos viven en tu casa.

—Ahora desearía que me dijeses algo sobre la Iglesia en gene­ral.

—Los destinos de la Iglesia están en manos del Creador. Lo que ha determinado en sus infinitos decretos, no lo puedo revelar. Tales arcanos se los reserva El exclusivamente para sí y de ellos no partici­pa ninguno de los espíritus creados.

—¿Y [Beato] Pío Pp. IX?

—Lo único que puedo decirte es que el Pastor de la Iglesia ten­drá que sostener aún duras batallas sobre esta tierra. Pocas son las que le quedan por vencer. Dentro de poco será arrebatado de su trono y el Señor le dará la merecida merced. Lo demás ya es sabido de todos: la Iglesia no puede perecer... ¿Tienes aún algo más que preguntar?

—Y de mí, ¿qué me dices de mí?

—¡Oh, si supieras por cuántas vicisitudes tendrás todavía que pasar! Pero date prisa, pues apenas me queda tiempo para hablar contigo—. Entonces extendí anhelante las manos para tocar a aquel mi querido hijo, pero sus manos parecían inmateriales y nada pude asir.

—¿Qué haces, loquillo?—, me dijo [Santo] Domingo [Savio] sonriendo. —Es que temo que te vayas —exclamé—. ¿No estás aquí con el cuerpo?

—Con el cuerpo no; lo recobraré un día. —¿Y qué es, pues, este tu parecido? Yo veo en ti la fisonomía de [Santo] Domingo Savio.

—Mira: cuando por permisión divina se les aparece algún alma separada del cuerpo, presenta a su vista la forma exterior del cuer­po al que en vida estuvo unido con todos sus rasgos exteriores, si bien grandemente embellecidos y así los conserva mientras con él no vuelva a reunirse en el día del juicio universal. Entonces se lo llevara consigo al Paraíso. Por eso te parece que tengo manos, pies y cabeza; en cambio no puedes tocarme porque soy espíritu puro. Esta es sólo una forma externa por la que me puedes conocer.

Comprendo —contesté—; pero escucha. Una palabra más. ¿Mis jóvenes están todos en el recto camino de la salvación? Dime alguna cosa para que pueda dirigirlos con acierto.

—-Los hijos que la Divina Providencia te ha confiado pueden dividirse en tres clases. ¿Ves estas tres listas? Y me entregó una. —¡Examínala!

Observé la primera; estaba encabezada por la palabra: Invulnerati y contenía los nombres de aquellos a quienes el demonio no ha­bía podido herir: los que no habían mancillado su inocencia con culpa alguna. Eran muchos y los vi a todos. A muchos de ellos los conocía, a otros no los había visto nunca y seguramente vendrán al Oratorio en años sucesivos. Marchaban rectamente por un estrecho sendero, a pesar de que eran el blanco de las flechas, sablazos y lan­zadas que por todas partes les llovían. Dichas armas formaban como un seto a ambos lados del camino y los hostigaban y molesta­ban sin herirlos.
Entonces [Santo] Domingo [Savio] me dio la segunda lista, cuyo título era: Vulnerati, esto es, los que habían estado en desgracia de Dios; pero una vez puestos en pie, ya se habían curado de sus heridas arrepin­tiéndose y confesándose. Eran más numerosos que los primeros y habían sido heridos en el sendero de su vida por los enemigos que le asediaban durante el viaje. Leí la lista y los vi a todos. Muchos marchaban encorvados y desalentados.

Domingo tenía aun en la mano la tercera lista. Era su epígrafe. Lassati in via iniquitatis y contenía los nombres de los que estaban en desgracia de Dios. Estaba yo impaciente por conocer aquel se­creto; por lo que extendí la mano, pero [Santo Domingo] Savio me interrumpió con presteza:

—No; aguarda un momento y escucha. Si abres esta hoja saldrá dé ella un hedor tal, que ni tú ni yo lo podríamos resistir. Los ánge­les tienen que retirarse asqueados y horrorizados, y el mismo Espíri­tu Santo siente náuseas ante la horrible hediondez del pecado.

—¿Y cómo puede ser eso —le interrumpí— siendo Dios y los ángeles impasibles? ¿Cómo pueden sentir el hedor de la materia?

—Sí; porque cuanto mejores y más puras son las criaturas, tanto más se asemejan a los espíritus celestiales; y por el contrario, cuan­to peor y más deshonesto y soez es uno, tanto más se aleja de Dios y de sus Ángeles, quienes a su vez se apartan del pecador convert­ido en objeto de náusea y de repulsión.

Entonces me dio la tercera lista.

—Tómala —me dijo—, ábrela y aprovéchate de ella en bien de tus hijos; pero no te olvides del ramillete que te he dado: que todos los tengan y conserven.

Dicho esto y después de entregarme la lista, retiróse en medio de sus compañeros como en actitud de marcha.

Abrí entonces la lista; no vi nombre alguno, pero al instante se me presentaron de golpe todos los individuos en ella escritos, como si en realidad estuviera contemplando sus personas. ¡Con cuánta amargura los observé! A la mayor parte de ellos los conocía; perte­necen al Oratorio y a otros Colegios. ¡Cuántos de ellos parecen buenos, e incluso los mejores de entre los compañeros, y, sin em­bargo, no lo son!
Mas apenas abrí la lista, esparcióse en derredor de mí un hedor tan insoportable, que al punto me vi aquejado de acerbísimos dolo­res de cabeza y de unas ansias tales de vomitar que creía morirme.

Entretanto oscurecióse el aire; desapareció la visión y nada más vi de tan hermoso espectáculo; al mismo tiempo un rayo iluminó la estancia y un trueno retumbó en el espacio, tan fuerte y terrible que me desperté sobresaltado.                                    
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Aquel hedor penetró en las paredes, infiltrándose en mis ves­tidos, de tal forma que muchos días después aún parecía percibir aquella pestilencia. Ahora mismo, con sólo recordarlo, me vie­nen náuseas, me siento como ahogado y se me revuelve el estó­mago.

En Lanzo, donde me encontraba, comencé a preguntar a unos y a otros; hablé con varios y pude cerciorarme de que el sueño no me había engañado.

Es, pues, una gracia del Señor, que me ha dado a conocer el estado del alma de cada uno de vosotros; pero de esto me guarda­ré de decir nada en público. Ahora no me queda más que augu­rarles buenas noches.

El ver en el sueño continúa Don Lemoyneque eran con­siderados como malos ciertos jóvenes que pasaban en la casa por los mejores, hizo sospechar a [San] Juan Don Bosco que se trataba de una ilusión. He aquí el motivo por el cual había llamado precedente­mente a algunos ad audiendum verbum: quería asegurarse bien sobre la naturaleza del sueño. Por el mismo motivo retrasó en quince días su relato. Cuando tuvo la seguridad de que la cosa procedía de lo alto, habló. El tiempo vendría a confirmar la realidad de otras muchas cosas que vio en el mismo y que llega­ron a cumplirse.

La primera predicción, la más importante, se refería al núme­ro de sus queridos hijos que morirían en 1877, divididos en dos grupos: seis más dos. En la actualidad los registros del Oratorio ofrecen la cruz, señal tradicional de defunción junto a los nom­bres de seis jóvenes y de dos clérigos. Estaba al frente de la co­misaría de seguridad pública en el distrito Dora un señor que tenía algunos conocidos en el Oratorio. Este tal oyó el sueño y le impresionó el vaticinio de las ocho muertes. Estuvo atento todo el 1877, para comprobar la realidad del mismo. Al enterarse del último caso de muerte, que tuvo lugar precisamente el último día del año dijo adiós al mundo, se hizo salesiano y trabajó mu­cho no sólo en Italia, sino también en América. Fue Don Ángel Piccono de imperecedera memoria.

La segunda predicción anunciaba una aurora esplendorosa para la Sociedad Salesiana en 1877, que iluminaría los cuatro ángulos del mundo; en efecto, aquel año apareció en el horizon­te de la Iglesia la Asociación de los Cooperadores Salesianos y comenzó a publicarse el Boletín Salesiano, dos instituciones que debían llevar de un extremo a otro de la tierra el conoci­miento y la práctica del espíritu de [San] Juan Don Bosco.

La tercera predicción se refería al fin próximo del Papa [Beato] Pío IX, que, en efecto, murió catorce meses después del sueño.

La última predicción fue muy amarga para el siervo de Dios: "¡Oh, si supieses cuántas dificultades tienes aún que vencer!"

Y en efecto, en el resto de su vida, que duró aún once años y dos meses, luchas y fatigas y sacrificios se sucedieron sin tregua hasta el fin de su existencia.

LA MUERTE DEL PAPA BEATO PIÓ IX

SUEÑO 104.AÑO DE 1877.

(M. B. Tomo XIII, págs. 42-44)

El 1 de febrero de 1877, a su regreso de Roma, se despidió de los hermanos y amigos de Magliano, partiendo para Florencia. En esta ciudad se detuvo hasta el día tres del mismo mes, hospe­dándose en casa de la piadosa y caritativa Marquesa Uguccioni, aun profundamente afligida por la muerte reciente del esposo.

En ¡a mañana del cuatro se encontraba en Turín, donde fue reci­bido en el Oratorio, como de costumbre, en medio del mayor júbilo.

Dos días después de su llegada, el [Santo] volvía a Roma en sueños; sueño profético que contó privadamente a los directores reunidos para las conferencias anuales.

Ofreceremos el relato del mismo, tal como lo escribieron inmediatamente después de oírlo, Don Barberis y Don Lemoyne.
Hay que hacer notar que el Eminentísimo Cardenal Monaco La Valetta, Vicario de Su Santidad, después de la muerte del Cardenal Patrizi, había rogado a [San] Juan Don Bosco que enviase algunos salesianos a dirigir el Hospital de la «Cosolazione» que surge a poca distancia del Foro Romano. Aunque la escasez de personal era grande, [San] Juan Don Bosco, siendo la primera vez que el nuevo Cardenal Vicario pedía un favor a la Congregación, deseaba ardien­temente complacerlo. La noche del siete de febrero, habiéndose retirado a descansar el [Santo] obsesionado con este pen­samiento, soñó que se encontraba en Roma.
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Me pareció —dijo a sus oyentes— que me encontraba de nuevo en Roma; me dirigí inmediatamente al Vaticano sin acordarme del almuerzo, ni de pedir audiencia, ni de otra cosa alguna. Mientras me encontraba en una sala he aquí que llega [Beato] Papa Pío IX y se sienta a la buena de Dios y en plan de amigo en un sillón o canapé que estaba junto a mí. Yo, maravillado, intento ponerme de pie y rendirle los homenajes consiguientes; pero él no me lo permitió, sino que con la mayor premura me obligó a que me sentase a su lado, comenzando inmediatamente el siguiente diálogo:

—Hace poco que nos hemos visto.

—En efecto; hace pocos días— le contesté.

—De ahora en adelante nos veremos con más frecuencia —con­tinuó el Vicario de Cristo— porque hay muchas cosas que tratar. Entretanto, dígame: ¿Qué ha hecho ya desde que partió de Roma?

—Ha habido poco tiempo —le contesté—; se han reanudado varios asuntos que quedaron interrumpidos a causa de mi ausencia y después se pensó en lo que se podría hacer en favor de los Conceptinos. Mas he aquí que me llega una petición del Cardenal Vicario, rogándome que nos encarguemos de la dirección del Hospital de la Cosolazione. Es la primera petición que nos hace dicho Cardenal y querríamos complacerle; pero al mismo tiempo nos sentimos abru­mados por la falta de personal.

—¿Cuántos sacerdotes ha mandado ya a los Conceptinos?—, me preguntó [Beato] Papa Pío IX. Y entretanto me hizo pasear con él teniéndo­me de la mano.

—Hemos enviado uno solo —le dije—, y estamos estudiando la manera de poder mandar algunos más, pero no sabemos de dónde sacarlos.

—Antes de atender a otra cosa —prosigue el Papa— procura atender a Santo Spirito. Poco después el Santo Padre, erguido so­bre su persona, con la cara levantada y como radiante de luz, clavó su mirada en mí.

—¡Oh, Santo Padre!, —le dije—; ¡si mis jóvenes pudiesen con­templar el rostro de Su Santidad! Yo creo que quedarían fuera de sí por el consuelo. ¡Le aman tanto!

—Eso no sería imposible —me replicó [Beato] Papa Pío IX—. A lo mejor pueden ver realizado este deseo.

Pero de pronto, como si se sintiese mal, apoyándose en una parte y otra se dirigió a sentarse en un canapé y después de haberlo hecho se tendió en él a lo largo. Yo creí que estuviese cansado y quisiera acomodarse para descansar un poco; por eso busqué la manera de colocarle un almohadón un poco elevado para mantenerle la cabeza en alto: pero él no quiso, sino que extendiendo también las piernas, me dijo:

—Hace falta una sábana blanca para cubrirme de la cabeza a los pies.

Yo lo miraba atónito y estupefacto; no sabía qué decirle, ni qué hacer. No entendía nada de cuanto sucedía.
Entonces el Santo Padre se levantó y dijo:

—¡Vamos!

Al llegar a una sala donde había muchos dignatarios eclesiásticos, el Santo Padre, sin que los demás se diesen cuenta se dirigió a una puerta cerrada. Yo abrí la puerta inmediatamente, para que [Beato] Papa Pío IX, que estaba ya cerca, pudiese pasar, Al ver esto, uno de los prelados comenzó a mover la cabeza y a decir entre dientes:

—Esto no le corresponde a [San] Juan Don Bosco; hay personas indicadas para que realicen estos menesteres.

Me excusé de la mejor manera posible, haciendo observar que yo no usurpaba ningún derecho, sino que había abierto la puerta porque ningún otro lo había hecho para que el Papa no se incomo­dara y tropezara.

Cuando el Santo Padre oyó mis palabras, se volvió hacia atrás sonriendo y dijo:

—Déjenlo en paz; soy yo quien lo quiero.

Y el Papa, una vez que hubo transpuesto la puerta, no apareció más.

Yo me encontré, pues, allí completamente solo sin saber dónde estaba.

Al volverme a un lado y a otro para orientarme, vi por allí a Buzzetti. Esto me causó grande alegría. Yo quería decirle algo, cuando él, acercándose a mí, me dijo:

—Mire que tiene los zapatos viejos y rotos.

—Ya lo sé —le dije—■; ¿qué quieres? Han recorrido ya mucho terreno estos zapatos, son los mismos que tenía cuando estaba en Lanzo; aquí en Roma han estado ya dos veces; también estuvieron en Francia y ahora están otra vez aquí. Es natural que estén en tan mal estado.

—Pero ahora —replicó Buzzetti— es tiempo de que los deje; ¿no ve que los talones están completamente rotos y que lleva los pies por los suelos?

—No te digo que no lleves razón —contesté—, pero, dime: ¿sa­bes tú dónde nos encontramos? ¿Sabes qué es lo que hacemos aquí? ¿Sabes por qué estamos aquí?

—Sí, que lo sé— me contestó Buzzetti.

—Dime, pues —proseguí yo—; ¿estoy soñando o es realidad lo que veo? Dime pronto algo.

—Esté tranquilo —replicó Buzzetti— que no sueña. Todo cuan­to ve es realidad. Estamos en Roma, en él Vaticano: El Papa ha muerto. Y tanto es verdad esto que cuando quiera salir de aquí en­contrará grandes dificultades para lograrlo y no dará con la escalera.

Entonces yo me asomé a las puertas, a las ventanas y vi por to­das partes casas en ruina y destruidas y las escaleras deshechas y es­combros por doquier.

—Ahora sí que me convenzo de que estoy soñando —dije—; hace poco he estado en el Vaticano con el Papa y no había nada de todo esto.

—Estas ruinas —dijo Buzzetti—- fueron producidas por un terre­moto repentino que tendrá lugar después de la muerte del Papa, pues toda la Iglesia se sentirá sacudida de una manera terrible al producirse su fallecimiento.

Yo no sabía ni qué decir, ni qué hacer. Quería bajar a toda costa del lugar donde me encontraba; hice la prueba pero temí rodar a un precipicio.

Con todo intentaba descender, pero unos me sujetaban por los brazos, otros por la ropa y un tal por los cabellos con tanta fuerza que no me permitía dar un paso. Yo entonces comencé a gritar:■

—¡Ay, que me hace daño!

Y tan grande fue el dolor que sentí, que me desperté encontrán­dome en el lecho, en mi habitación.
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El [Santo], aunque no se reservó para sí este sueño, prohibió a los Directores que hablasen de él, expresando así su parecer de que por de pronto no se le debía dar importancia al­guna. Pero luego se comprobó de allí a un año, que no se trataba de un sueño ordinario, en efecto, en las primeras horas de la no­che del seis al siete de febrero, el gran Pontífice [Beato] Pío IX, después de una rápida enfermedad, entregó su bella alma al Señor.

LA SEÑORA Y LOS CONFITES

SUEÑO 105.AÑO DE 1877.

(M. B. Tomo XIII, págs. 302-303)

Tras los ejercicios espirituales celebrados por el personal salesiano en Lanzo, en el año de 1877 y precisamente en el ser­món llamado de los Recuerdos, [San] Juan Don Bosco contó el siguiente sueño:

He venido a decirles cuatro palabras sustituyendo al predica­dor habitual de los ejercicios. Comenzaré comunicándoles que se han recibido hace poco, buenas noticias de América, que oirán leer en el comedor o en otro lugar. Ahora yo, en vez de darles una plática les voy a contar una historieta. La pueden llamar como quieran: fábula, sueño, historia; pueden darle mucha o poca importancia. Júzguenla como quieran; mas tengo la seguridad de que lo que les voy a contar les enseñará alguna cosa.
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Me parecía transitar por las calles de Porta Susa y delante del cuartel de los soldados vi a una mujer que me pareció una vendedo­ra de castañas asadas, pues sobre el fuego hacía girar una especie de cilindro, metálico dentro del cual me parecía que estuviese cocien­do castañas. Admirado al ver aquel nuevo sistema de cocer casta­ñas, me acerqué y observé cómo giraba aquel cilindro. Pregunté a la mujer qué estaba preparando en aquel extraño artefacto. Y ella me dijo:

—Estoy haciendo confituras para los Salesianos.

—¡Cómo!, —le dije—. ¿Confituras para los Salesianos?
—Sí —me respondió—. Y diciendo esto abre el cilindro y me lo enseña. Yo entonces pude ver dentro de aquel cilindro confituras de diversos colores, divididas y separadas las unas de las otras por una tela; unas eran blancas, otras rosas, otras negras. Sobre ellas vi una especie de azúcar pastoso o almíbar semejante a gotas de lluvia o de rocío recientemente caído, dicha lluvia se veía salpicada en algunos sitios de manchas rojas.

Yo entonces le pregunté a la mujer:

—¿Se pueden comer estos confites? —Sí— me dijo; y me ofreció de ellos.

Y yo:

—¿Cómo es que algunas de estas confituras son rojas, otras ne­gras y otras blancas?

Y la mujer me contestó:

—Las blancas cuestan poco trabajo, pero se pueden manchar fácilmente; las rojas cuestan sangre; las negras cuestan la propia vida. El que gusta de éstas no conoce las fatigas, no conoce la muerte.

—¿Y el almíbar qué significa?

—Es símbolo de la dulzura del Santo que han tomado como modelo. Esa especie de rocío quiere decir que hay que sudar muchísi­mo para conservar esta dulzura y que tal vez sea necesario derramar la propia sangre para no perderla.

Grandemente maravillado quise continuar haciendo preguntas, pero ella no me respondió más, y sin decir esta boca es mía conti­nué mi camino, preocupado por las cosas que había oído. Mas he aquí que apenas di unos pasos, me encuentro con Don Picco y con otros sacerdotes nuestros, aturdidos, amedrentados y con el cabello erizado en la cabeza.

—¿Qué ha sucedido?—, les pregunté.

—¡Si usted supiera!... ¡Si usted supiera!...

Y yo insistía preguntando qué novedad había; y Don Picco: —¡Si supiera!... ¿Ha visto a la mujer de las confituras?

—¡Sí! ¿Y qué?

—Pues bien —continuó lleno de espanto—, me ha recomenda­do que le diga que hagáis Vos de manera que sus hijos trabajen, que trabajen. Y añadió: Encontrarán muchas espinas, pero también mu­chas rosas; que le diga que la vida es breve y la mies es mucha; se entiende que la vida es breve comparada con Dios, pues comparado con su eternidad todo es como un instante, como nada.

—Pero... ¿acaso no se trabaja?—, dije yo.

Y él:

—Se trabaja, pero me dijo que se trabaje.

Y dicho esto ni lo vi a él más ni a los otros y más admirado que an­tes continué mi camino hacia el Oratorio, y al llegar a él me desperté.
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Esta es la historieta que les quería contar. Llámenla apólogo, parábola, fantasía, esto poco importa; lo que desearía es que quedase bien grabado en la memoria lo que dijo aquella mujer a Don Picco y a los demás: o sea, que practiquemos la mansedum­bre de nuestro San Francisco y que trabajemos mucho y siempre.

Después [San] Juan Don Bosco continuó explicando cuanto la mujer ha­bía dicho, sacando de, sus palabras argumentos de estímulo para practicar cuanto había sido recomendado. Habló extensamente también de lo mucho que había que hacer, de la necesidad de trabajar, concluyendo con estas palabras:

Procuremos ser amables con todos, recemos los unos por los otros a fin de que no sé falte a la moralidad; hagamos el propósi­to de ayudarnos mutuamente. Que el honor de uñó sea el honor del otro, la defensa de uno, la defensa de todos, todos debernos esforzarnos por honrar y defender a la Congregación en la per­sona de cada uno de sus componentes, porque el honor y la des­honra no caen sobre uno, sino sobre todos y sobre la Congregación entera. Por eso procedamos con el mayor celo para que esta nuestra buena madre no sufra el menor menosca­bó en su reputación. Procuremos todos defenderla y honrarla con denuedo.

Y prosiguió exponiendo y comentando este concepto hasta fi­nalizar con las siguientes palabras:

Seamos animosos, mis queridos hijos; encontraremos mu­chas espinas, pero recuerden que tampoco faltarán las rosas. No nos desanimemos ante los peligros y las dificultades; recemos con confianza y Dios nos prestará el auxilio prometido a quien trabaja por su santa causa. Permanezcamos todos unidos formando lo que dice lo Sagrada Escritura de los primeros cristia­nos: cor unum et anima una.

UNA ESCUELA AGRÍCOLA

SUEÑO 106.AÑO DE 1877.

(M. B. Tomo XIII, págs 534-536)

Encontrándose [San] Juan Don Bosco de viaje por Francia se personó en Fréjus, donde se tomaron los primeros acuerdos para la próxima apertura de una casa en la Navarre. Constaba la nueva fundación de una extensión de terreno de unas 233 hectáreas de superficie, perteneciente al municipio de Grau, departamento del Var. Con to­das aquellas tierras de labor se había formado una Colonia Agrícola que llevaba él nombre de Orfanatorio de San José. Había sido fun­dada en 1863 por el Padre Santiago Vincent, gracios a la caridad del señor Roujou, propietario de la finca, el cual la entregó con el único objeto de que sirviese para poner en marcha una obra de beneficen­cia. Diez años después aquel edificio, con los terrenos anexos, fue ce­dido en enfiteusis durante noventa y nueve años por el Padre Vincent a tres sacerdotes del clero secular que acariciaban la idea de hacer resurgir la Orden Tercera de los religiosos Trinitarios, respe­tando siempre las condiciones impuestas por el donante de los terre­nos.   Pero   pasados   apenas   cinco  años,   los   arrendatarios   se encontraron abrumados de deudas, de tal manera, que no sabían cómo salir a flote y secundando los consejos del Obispo, determina­ron cederlo todo a [San] Juan Don Bosco, con la condición de que el [Santo] les pagase veinte mil francos por las mejoras introducidas por ellos en el edificio y en los terrenos y se hiciese cargo de una deuda de siete mil francos que era el total de la suma que los dichos padres habían recibido como empréstito de varios bienhechores de la obra.

Iniciador y entusiasta partidario de esta cesión fue el Obispo de Fréjus y Toulon, monseñor Fernando Terris, convertido en instrumento inconsciente en manos de la Providencia. Su prime­ra carta relacionada con el asunto de la colonia agrícola llegó a manos de [San] Juan Don Bosco en agosto de 1877. En este hecho hemos de notar dos cosas: primeramente, que la invitación llegó de im­proviso, esto es, sin que hubiese existido, no ya propuesta remo­ta alguna, pero ni la más pequeña probabilidad de tal propuesta; por otra parte, [San] Juan Don Bosco se había mostrado siempre contrario a la fundación de colonias agrícolas, pues a su manera de ver no ofrecían garantías suficientes para la conducta moral de los alumnos. Pues bien; la noche precedente a la llegada de la carta de Monseñor Terris, el [Santo] tuvo un sueño, que hizo se desvaneciera en él aquel prejuicio, disponiéndolo a aceptar com­placido la propuesta.

En el mes de septiembre, durante los ejercicios de Lanzo, contó lo que había visto; estuvieron presentes a la narración, en­tre otros, el Conde Cays, clérigo a la sazón; Don Barberis y Don Lemoyne, de quien es el relato siguiente:
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Me vi en sueños ante una amplísima zona de terreno que no pa­recía ciertamente los alrededores de Turín. Una casa rústica que te­nía delante una pequeña era parecía brindarme hospedaje. Esta vivienda, como en general la de los campesinos, estaba desprovista de todo ornato y la habitación en la cual yo me encontraba tenía va­rias puertas que ponían en comunicación con otras habitaciones, mas éstas no estaban al mismo nivel que la primera. Para llegar a unas había que subir y en cambio para entrar en otras era necesario bajar algunos escalones. Todo alrededor se veía una rastrillera en la que estaban colocadas diversas herramientas de labranza. Yo dirigí mi vista a una y otra parte, pero no vi a nadie. Comencé a dar vueltas por las habitaciones, pero todas estaban vacías. La casa estaba desierta. Cuando he aquí que llega a mis oídos la voz de un muchachito que cantaba; aquel canto venía de fuera de la casa. Salí y pude comprobar que el cantor era un niño como de unos diez a doce años, de buen as­pecto, robusto, vestido de artesano. Su voz era bien timbrada. Estaba de pie, derecho, con la mirada clavada en mí. Cerca de él una mujer limpiamente vestida, con aspecto de campesina, en actitud de acompa­ñar al muchacho. El joven cantó en lengua francesa:

Ami respectable,
Soyez notre pére aimable.

Yo, que me había detenido en el umbral de la puerta, le dije: —Ven, acércate, ¿quién eres?

Y el niño, mirándome, volvía a repetir la misma canción. Yo entonces añadí:

—¿Qué quieres de mí?

Y el pequeño comenzó de nuevo a entonar su cancioncilla. Yo insistí:

—Pero explícate claramente. ¿Quieres que te reciba en casa? ¿Tienes algo que decirme? ¿Deseas algún regalo; tal vez una meda­lla? ¿O es que esperas un socorro en dinero?

Entonces el jovencito, sin hacer caso de mis preguntas, dirigió la mirada a su alrededor y cambiando la letra comenzó a cantar nueva­mente:

Voilá mes compagnons.
Qui diront ce que nous voulons.

Y he aquí que veo una gran muchedumbre de jovencitos que se acercaban hacia el lugar donde yo me encontraba caminando sobre aquellos terrenos incultos. Todos ellos cantaban a pleno pulmón:

Notre pére du Chemin,
Guidez-nous dans le Chemin
Guidez-nous au jardín,
Non au jardín des fleurs,
Mais au jardín des bonnes moeurs.

—¿Pero quiénes sois vosotros?—, pregunté yo maravillado, mien­tras me adelantaba saliendo al encuentro de aquella muchedumbre infantil. Y el pequeño que había cantado solo primeramente, conti­nuó el canto solo también, diciendo:

Notre Patrie
C'est le pays de Marie.

---Y yo le respondí:

—¡No comprendo! ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres de mí?

Y todos respondieron a coro:

Nous attendons I'ami
Qui nous guide au Paradis.

—Estamos de acuerdo, añadí. ¿Quieres venir a mis colegios? ¡Son demasiados!, —pero ya nos arreglaremos—.

¿Quieren apren­der el catecismo? Yo se lo enseñaré.

¿Quieren confesarse? Estoy a su disposición. ¿Quieren que los enseñe a cantar, que les dé clase o que les haga una plática?

Y todos respondieron graciosamente a coro:

Notre Patrie
C'est le pays de Marie.

Yo callé entonces y pensaba para mí: ¿Dónde estoy? ¿En Turín o tal vez en Francia? ¡Qué cosa tan extraña! No soy capaz de salir de este embrollo.

Y  mientras pensaba así y reflexionaba, aquella buena mujer tomó de la mano a aquel niño y con la otra indicó a los jóvenes que se reuniesen y se encaminasen a una era mayor que la primera que no estaba a mucha distancia:

—Venez avec moi— dijo, y se puso en camino.

Todos los jóvenes que me habían rodeado se pusieron en mar­cha hacia la segunda era. Mientras yo también me encaminaba con ellos, nuevas falanges de jovencitos se agregaban a la primera. Mu­chos de ellos llevaban hoces, otros azadas y otros instrumentos de los oficios más diversos. Yo contemplaba a aquellos muchachos cada vez con mayor admiración y me daba cuenta de que no estaba en el Oratorio ni en Sampierdarena. Y me decía entre mí:
—Pues no debo estar soñando porque camino.

Entretanto la muchedumbre de jóvenes que me rodeaba, si algu­na vez yo retrasaba el paso, me empujaba obligándome a seguir ha­cia la era más grande.

Al mismo tiempo, no perdía de vista a la mujer que nos precedía y que había despertado en mí una viva curiosidad. Con su modesto vestido de campesina o pastorcilla, con su pañuelo rojo al cuello y con su corpiño blanco, me parecía un ser misterioso, aunque nada ofreciese de sorprendente en su exterior. Sobre la segunda era se levantaba una rústica casa y cerca de ella un edificio de bello aspec­to.

Cuando todos los jóvenes estuvieron concentrados en la era, la mujer se volvió hacia mí y me dijo:

—Contempla estos campos, mira esta casa y estos jóvenes.

Así lo hice y pude comprobar que el número de los muchachos era incontable; eran mil veces más que cuando salieron de la prime­ra era: La mujer continuó:

—Estos jóvenes son todos tuyos.

—¿Míos?, —repliqué yo—. ¿Y qué autoridad tienes tú para entre­garme estos muchachitos? No son ni tuyos ni míos, son del Señor.

—¿Que con qué autoridad?, —respondió la campesina—. Son mis hijos y yo te los confío.

—Pero ¿cómo podré hacer yo para vigilar a una juventud tan in­quieta, tan numerosa? ¿No ves aquellos muchachos que corretean locamente por los campos perseguidos por otros? ¿Aquellos otros que saltan los fosos, los que suben a los árboles? ¿Aquellos de allá que se están peleando? ¿Cómo va a ser posible que yo consiga im­poner entre ellos orden y disciplina?

—¿Me preguntas qué es lo que tienes que hacer? ¡Mira!, — exclamó la mujer—.       

Miré hacia atrás y vi que avanzaba hacia mí un numeroso escua­drón de otros jóvenes y que la mujer alargaba y extendía un gran velo sobre ellos cubriéndolos a todos. No pude ver de dónde sacó el velo. Después de unos instantes, lo recogió. Aquellos jovencitos es­taban transformados. Todos se habían convertido en hombres, en sacerdotes y en clérigos.    

—¿Y estos sacerdotes y estos clérigos, son también míos?—, pregunté a la mujer.

Ella me respondió:

—Serán tuyos si tú consigues hacértelos tuyos. Ahora, si quieres saber alguna cosa más, ven aquí.

E hizo que me aproximase un poco más a ella.

—Pero, dime, buena mujer, dime; ¿qué lugar es este?, ¿dónde me encuentro?

La mujer no respondió, sino que hizo una señal con la mano a todos los muchachos que se congregaron a su alrededor. Entonces ella comenzó a cantar:

---Attention, garçons, silence. Ouvriers, Ataliers, chantez tous ensemble.

E hizo una señal con las manos dando una palmada.

Entonces los jóvenes comenzaron a cantar a pleno pulmón.

---Gloria, honor, gratiarum actio Domino Deo Sabaoth.

Todos juntos formaban un coro de extraordinaria armonía. Era una serie de voces que iban desde las más bajas notas hasta las más altas y brillantes, combinadas de tal forma que las primeras parecían partir de la tierra, mientras que las otras semejaban perderse en lo más alto de los cielos. Terminado de cantar este himno, todos gritaron cantando:

Ainsi sois-il!

Y entonces me desperté.
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Es sumamente interesante la respuesta enviada por [San] Juan Don Bosco al Obispo, toda ella inspirada en la casi seguridad de poderle atender, a pesar de que el [Santo] no solía escribir en es­tos términos cuando se trataba de los comienzos de aceptación de una nueva fundación. Tal vez el padre Guiol conocía las in­tenciones de Monseñor y por eso, sin advertir nada a [San] Juan Don Bosco, había procurado preparar la entrevista a que hace referencia el exordio de la siguiente carta:
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Excelencia Rvdma.

No podía recibir una carta que me fuese más grata que la que su Excia. Rdma. se dignó enviarme. Si a mi paso por Mar­sella no me hubiera sentido un tanto perturbado en mi salud, ciertamente que me habría detenido con el Padre Guiol a salu­darle personalmente.

Hablando ahora de los Orfanatorios que V. E. me propone, los acepto en principio, y como tengo plena confianza en V. E. me pongo enteramente en sus santas manos para la realización de esta obra. A fin de que yo pueda seguir mejor sus venerados deseos y V. E. pueda conocer el fin de nuestra Institución man­daré al Padre José Ronchan, Director del Patronato Saint Pierre-Nice, a que se entreviste con Su Excia. Va revestido de plenos poderes y tratará y hará cuanto V. E. juzgue de la mayor gloria de Dios.
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La clave del sueño hay que buscarla, pues, en las noticias que le llegaron pocas horas después de Francia, y no hay que indagar otra explicación; todo fue más tarde confirmado por los hechos. Don Lemoyne, visitando la nueva casa poco después de su aper­tura, encontró una nueva prueba de cuanto decimos. Al entrar donde estaba la dirección, vio en el plano o piso superior una ha­bitación con la rastrillera alrededor de las paredes y con las puertas por las que se llegaba bajando o subiendo algunos esca­lones a las demás habitaciones; he aquí que además había delan­te de aquella casa una pequeña era y un anchísimo prado abandonado, rodeado de una corona de árboles y, más allá, no muy lejos, una segunda era mucho mayor, donde estuvo la mora­da de los primeros jovencitos acogidos. Era el sueño ad litteram. Don Lemoyne, que no esperaba semejante sorpresa, escribió inmediatamente a [San] Juan Don Bosco. Pero algo aún más mara­villoso le estaba reservado al mismo [San] Juan Don Bosco, cuando fue allá para hacer una segunda visita. Al recorrer el [Santo] aquel terreno, los jóvenes le salieron al encuentro precedidos por un compañero que llevaba un ramo de flores. [San] Juan Don Bosco, al llegar a poca distancia de este, cambió de color por la emoción: el jovencito tenía la misma talla y las mismas facciones que el que había visto en el sueño. Era Miguelito Blain, que se hizo salesiano y vive todavía escribe Don Lemoyneen nuestra casa de Nizza Marítima. [Murió en París el 7-VIII-1947 a los ochenta y dos años de edad].

Por la noche, durante la academia celebrada en ho­nor de [San] Juan Don Bosco, mientras los cantores interpretaban un himno y Blain cantaba como solista, el [Santo], indicándoselo al Director, Don Perrot, le dijo:

Me parece el mismo del sueño.

En los sueños de [San] Juan Don Bosco hay a veces indicaciones proféticas; con todo, hay que desconfiar de las interpretaciones apresu­radas, ya que a veces las cosas predichas se realizan en un plazo largo. ¿Si ¡os mismos profetas no comprenden siempre todo e¡ significado de las propias profecías, qué diremos de sus comenta­ristas? En la última parte de nuestro relato quedó en el misterio hasta hace pocos años aquel escuadrón de jovencitos que manejaban instrumentos de labranza y que se transformaron en cléri­gos y sacerdotes; esto no dejaba de ser un enigma. Hubo varias tentativas de explicación, al decir que [San] Juan Don Bosco vio bajo este simbolismo las vocaciones que habrían de salir de entre aquellos muchachos; pero esta aclaración no era muy satisfactoria, por ser poco precisa ante la realidad de la representación. En cam­bio, cuando sin que nadie pensase en el sueño, se determinó ins­tituir en la Navarre los Hijos de María y después el Noviciado, entonces convenzo a perfilarse el significado auténtico de esta parte del seuño. El primero en llamar la atención sobre esta cir­cunstancia fue Don Candela, Consejero del Capítulo Superior, en el año de 1929, cuando, al imponer el hábito talar a un grupo de veinte aspirantes allí preparados o concentrados de otros puntos, señaló el grupo de los muchachos y la consiguiente transformación prevista por [San] Juan Don Bosco más de cincuenta años

LOS PERROS Y EL GATO

SUEÑO 107.AÑO DE 1878.

(M. B. Tomo XIII, págs. 548-549)

Hacía cuatro meses que [San] Juan Don Bosco no salía en busca de soco­rros y las necesidades se hacían sentir por todas partes; pero la mano de la Providencia acudió a reponer la falta de medios. Un día el [Santo] dijo a Enria:

—¡Cuánto nos quiere la Virgen! Atravesábamos por graves dificultades y nos era difícil contar con el dinero que necesitába­mos y, poco a poco, la Providencia nos ha provisto de todo. ¡Dé­mosle gracias de todo corazón!

En una de aquellas noches de mayores apuros, [San] Juan Don Bosco tuvo uno de sus sueños acostumbrados. Enria estuvo presente en el relato, pero Don Lemoyne también lo oyó en otra ocasión de labios del [Santo], según la siguiente versión conservada en su memoria personal;

«En la noche del Viernes Santo estuve velando al lado de [San] Juan Don Bosco casi hasta las dos de la noche, retirándome a la habi­tación próxima para descansar, habiendo acudido para sustituir­me Pedro Enria, continuando la vela junto al padre enfermo. Al darme cuenta de los gritos ahogados del [Santo], deduje que estaba soñando con cosas poco agradables y por la mañana le pregunté al respecto y tuve la siguiente contestación:
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Me pareció encontrarme en medio de una familia, cuyos miem­bros habían decidido dar muerte a un gato. El juicio y la sentencia habían sido puestos en manos de Mons. Manacorda, pero este se negaba a hacerlo, diciendo:

—¿Qué tengo yo que ver en su asunto? Eso a mí no me interesa nada.                                                 

Y en aquella casa reinaba una gran confusión.

Yo estaba apoyado en un bastoncillo y mientras observaba cuan­to sucedía, cuando he aquí que, de pronto, aparece un gato negruzco con los pelos erizados qué se precipitó corriendo hacía donde yo me encontraba. Detrás venían persiguiéndole dos perrazos que pa­recía darían alcance inmediatamente a aquel pobre animal, presa del mayor espanto. Yo, al verle pasar cerca dé mí, lo llamé; el bicho pareció dudar un poco, pero habiendo yo repetido la llamada y le­vantado un poco el borde de mi sotana, el gato acudió a agazaparse a mis pies.                                               

Aquellos dos perrazos se detuvieron delante de mí ladrando horriblemente.

—Fuera de aquí —les dije—, dejen en paz a este pobre gato.

Entonces, con gran Sorpresa por mi parte, aquellos animales abrieron la boca y dando rienda suelta a sus lenguas comenzaron a hablar como las personas.
—No podemos marcharnos; tenemos que obedecer a nuestro dueño, y hemos recibido orden de él de matar a ese gato.

—¿Y con qué derecho?

—El se ofreció voluntariamente a servir a nuestro dueño. El amo puede disponer de la vida de sus esclavos de una manera absoluta. Por tanto, nosotros hemos recibido orden de matarlo y lo matare­mos.

—El amo —les repliqué yo—, tiene derecho sobre las acciones de su siervo y no sobre su vida y yo no consentiré nunca que maten a este animal.

— ¿Que tú no lo permitirás? ¿Tú?

Y  dicho esto los dos animales se lanzaron furiosamente para atrapar al gato. Yo levanté el bastón y comencé a lanzar golpes desesperados contra los asaltantes.

—¡Ea! ¡Quietos! ¡Atrás!—, les gritaba.

Pero ellos unas veces avanzaban y otras retrocedían y así la lu­cha se prolongó durante mucho tiempo, de forma que yo estaba rendido de cansancio. Habiéndome dejado aquellos animales un momento de tregua, quise observar a aquel pobre gato que conti­nuaba a mis pies, pero con gran estupor hube de comprobar que se había trocado en un corderillo. Mientras reflexionaba sobre aquel fe­nómeno, dirijo la vista a los dos perros. También éstos habían cam­biado de forma, se habían convertido en dos osos feroces y seguidamente, mudando una y otra vez de aspecto, los veía trans­formados en tigres, en leones, en monos espantosos, adoptando formas cada vez más horribles. Finalmente, se trocaron en dos de­monios horribles.

—Lucifer es nuestro dueño —gritaban aquellos demonios—, aquél a quien tú defiendes ha estado con él y, por tanto, debemos arrastrarlo hasta donde está él, quitándole la vida.

Entonces me volví al corderillo, pero no lo vi; en su lugar había un pobre jovencito que fuera de sí por el espanto, repetía con acen­to suplicante:

—¡[San] Juan Don Bosco, sálveme! ¡[San] Juan Don Bosco, sálveme!

—No tengas miedo —le dije—. ¿Estás decidido a ser bueno?

—Sí, sí, [San] Juan Don Bosco; pero ¿qué tengo que hacer para salvarme?

—No temas; arrodíllate, toma en tus manos la medalla de la Vir­gen. Vamos, reza conmigo.                  

Y el jovencito se arrodilló. Los demonios deseaban acercarse, pero yo permanecía en guardia con el bastón levantado, cuando Enria, al verme tan agitado me despertó, Impidiéndome ver el final de aquella escena.
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El jovencito era uno de los que yo conozco.

LAS VACACIONES

SUEÑO 108.AÑO DE 1878.

(M. B. Tomo XIII, págs. 761-764)

Sobre la salida de los jóvenes para las vacaciones de este año y sobre el regreso, no quedó consignada noticia alguna, a excep­ción de un sueño relacionado con los efectos que este tiempo de asueto suele acarrear.

[San] Juan Don Bosco lo contó en la noche del 24 de octubre. Apenas anunció que iba a proceder a su narración, las manifestaciones de satisfacción.

Estoy muy contento —comenzó diciendo— de volver a ver al ejército de mis hijos armados contra diabolum. Esta expresión, aunque latina, la comprende hasta el mismo Cottino.

Era el tal Cottino un criado del comedor que se las daba de poeta.

Tendría que decirles tantas cosas, pues es la primera vez que les hablo después de las vacaciones; pero ahora les quiero contar un sueño. Vosotros sabéis que los sueños se tienen durmiendo y que no hay que hacerles mucho caso, pero si no hay mal ningu­no en no creer en ellos, tal vez tampoco hay mal alguno en creer en ellos, pudiéndonos servir a veces de lección, como por ejem­plo este.
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Me encontraba en Lanzo durante la primera tanda de ejercicios y estaba durmiendo, cuando, como les he dicho, tuve un sueño. Me pareció estar en un lugar que no sabría identificar, pero se hallaba próximo a un pueblo en el que se veía un jardín y junto a éste un amplísimo prado. Estaba en compañía de algunos amigos que me invitaron a entrar en el jardín. Penetré en él y vi una gran multitud de corderillos que saltaban, corrían y hacían mil cabriolas según su costumbre. Cuando he aquí que se abre una puerta que ponía en comunicación con el prado y los corderillos corrieron a él para pas­tar. Muchos, sin embargo, no se preocuparon de salir, sino que se quedaron en el jardín, e iban de un lado para otro despuntando al­gunas hierbecillas alimentándose de esta manera, puesto que no ha­bía hierba en tanta abundancia como en el prado, al que había salido el mayor número de aquellos animales.

—Voy a ver qué es lo que hacen estos animales ahí fuera— me dije.

Fuimos al prado y los vi paciendo tranquilamente. Mas he aquí que de pronto se oscurece el cielo, brillan los relámpagos, retumba el trueno y se aproxima una tempestad.

—¿Qué será de estos animales si les coge la tormenta?, -—me decía yo—. Vamos a ponerlos a salvo.                      

Y  comencé a llamarlos. Después, yo por una parte y mis compañeros repartidos por otras, procurábamos llevarlos hacia la entrada del jardín. Pero ellos no querían entrar; uno corría por aquí, otro escapaba por allá, y nosotros intentábamos perseguirlos, pero ¡que si quieres!, ellos eran más veloces que nuestras piernas. Entre­tanto comenzaron a caer densas gotas, después a llover más inten­samente y yo no conseguía reunir el ganado. Una o dos ovejas entraron afortunadamente en el jardín, pero todas las demás, y eran muchísimas, continuaron en el prado.

—Bien, si no quieren entrar en el jardín, peor para ellas—dije yo—. Vamos a retiramos nosotros.

Y así lo hicimos.

En el jardín había una fuente sobre la cual se veía escrito con ca­racteres cubitales: Fons signatus, fuente sellada. Estaba cerrada, pero de pronto se abre, el agua sube hacia la altura y se divide y for­ma un arco iris, pero a semejanza de una bóveda, como este pórtico.

Entretanto menudeaban cada vez más los relámpagos, seguidos de fragorosos truenos, comenzando a caer el granizo. Nosotros, con todos los corderillos que estaban en el jardín, nos amparamos y co­bijamos bajo aquella bóveda maravillosa donde no penetraba el agua ni el granizo.

—Pero ¿qué es esto?,—preguntaba yo a los amigos—. ¿Qué será de los pobrecillos que han quedado fuera?

—Ya verás—me dijeron—. Mira las frentes de estos corderos, ¿qué observas?

Me fijé y vi que sobre la frente de cada uno estaba escrito el nombre de un joven del Oratorio.

—¿Qué es esto?—, pregunté.

—¡Verás, verás!

Entretanto, yo no podía detenerme más y quise salir para ver qué había sucedido a los pobres corderillos que estaban en el prado. —Recogeré a los que hayan muerto y los enviaré al Oratorio— pensaba entre mí.

Pero al salir de debajo de aquel arco la lluvia caía sobre mí y vi a aquellas pobres bestezuelas tendidas en tierra, moviendo las patas intentando levantarse y dirigirse hacia el jardín: pero no podían an­dar. Abrí la puerta, levanté la voz, pero sus esfuerzos eran inútiles. La lluvia y el granizo continuaban azotándolas de tal manera que infundían lástima; una era herida en la cabeza; otra en la quijada, otra en un ojo, otra en una pata, otras en diversas partes del cuerpo.

Después de algún tiempo, la tempestad había cesado por com­pleto.

—Observa —me dijo el que estaba a mi lado—, la frente de es­tos corderos.                                             

Y vi escrito en el lugar indicado el nombre de cada uno de los jó­venes del Oratorio.

—Conozco al joven que lleva este nombre —me dije—, y no me parece precisamente un corderillo.

—Verás, verás— me fue respondido.

Seguidamente me presentaron un vaso de oro con tapadera de plata y al mismo tiempo escuché estas palabras:

—Toca con tu mano untada con este bálsamo las heridas de es­tos animales y curarán inmediatamente.

Yo, entonces, comencé a llamarlos:

—¡Brrr, brrr!

Pero no se movían. Repito la llamada y nada; intento acercarme a uno y se me retira arrastrándose. Yo les seguía, pero el juego vol­vía a repetirse.
—¿No quiere? ¡Peor para él!, —exclamé—. Iré en busca de otro.                                                                                       

Y  así lo hice, pero también éste escapó. A cuantos me aproxi­maba para ungirles y curarlos, emprendían la fuga. Yo los perse­guía, pero todo inútil. Al fin alcancé a uno, ¡pobrecillo!, que tenía los ojos fuera de las órbitas y en tan mal estado que daba compa­sión. Yo se los toqué con la mano, curó y saltando corrió al jardín.

Entonces, otras muchas ovejas, al ver esto, no manifestaron repugnancia y se dejaron tocar y curar y entraron en el jardín. Pero eran muchas las que quedaban fuera, especialmente las más llaga­das, a las cuales no me fue posible acercarme.

—¡Si no quieren curar, peor para ellas! Pero no sé cómo podré hacer para que entren en el jardín.

—Déjalo por mi cuenta— me dijo uno de los amigos que esta­ban conmigo; Ya vendrán, ya vendrán.

—¡Ya veremos!—, dije; coloqué el vaso donde había estado primeramente y volví al jardín.

Este había cambiado de aspecto por completo, y pude leer a su entrada: Oratorio. Apenas penetré en él, he aquí que aquellos corderillos que no habían querido venir, se acercan, entran apresu­radamente y corren a echarse por un lado y por otro; pero tampo­co entonces pude acercarme a ellos. Hubo varios que no queriendo recibir el ungüento consiguieron que este se convirtiera para ellos en veneno que en lugar de curarles las llagas se las irritaba aún mas.

—¡Mira!, —me dijo un amigo—. ¿Ves aquel estandarte? Me volví y vi tremolar al viento un gran estandarte en el que se leía escrito en grandes caracteres: «Vacaciones». —Sí, lo veo— repliqué.

—Ahí tienes el efecto de las vacaciones-— añadió uno de los que me acompañaban, mientras yo me sentía abrumado de dolor al con­templar aquel espectáculo.

—Tus jóvenes —continuó el tal—, salen del Oratorio para ir a pasar las vacaciones, decididos a alimentarse de la palabra de Dios y a conservarse buenos; pero después sobreviene el temporal, que son las tentaciones; seguidamente la lluvia, que son los asaltos del demonio; después cae el granizo, que representa las caídas en el pecado. Algunos recobran la salud con la confesión, pero otros no usan bien de este Sacramento, o no se acercan a él en absoluto.

No lo olvides y no te canses jamás de repetirlo a tus jóvenes: que las vacaciones son como una gran tempestad para sus almas.

Observaba yo a aquellos corderos descubriendo en algunos de ellos heridas mortales estaba buscando la manera de curarlos, cuan­do Don Scappini, que había hecho ruido en la habitación próxima, me despertó.
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Este es el sueño, y aunque es un sueño tiene un significado que no le hará mal al que le preste fe. Puedo decirles que anoté algunos nombres de los muchos que vi en las frentes de los cor­deros y confrontándolos con los jóvenes, comprobé que se con­ducían como indicaba el sueño.

Sea como fuere, debemos en esta Novena de los Santos corresponder a la bondad de Dios, que quiere usar su misericor­dia con nosotros, y mediante una buena confesión curar las heri­das de nuestra conciencia. Debemos, además, ponernos todos de acuerdo para combatir al demonio y con el auxilio del cielo sal­dremos victoriosos de esta lucha y conseguiremos recibir el pre­mio de la victoria en el Paraíso.

Este sueño dice Don Lemoyne—, hubo de influir grande­mente en la buena marcha del nuevo curso escolar: en efecto, en la Novena de la Inmaculada las cosas procedían tan bien, que [San] Juan Don Bosco manifestó su satisfacción diciendo:

Los jóvenes se encuentran actualmente en un punto, tanto por aplicación como por conducta, al que en años anteriores apenas habían llegado en el mes de febrero.

LAS TRES PALOMAS

SUEÑO 109.AÑO DE 1878.

(M. B Tomo XIII, págs. 811, 812)

El 13 de diciembre, después del almuerzo, [San] Juan Don Bosco contó á Don Barberis y a otros cuatro jóvenes que le rodeaban el si­guiente sueño sobre las vocaciones:
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Me pareció encontrarme en Becchi, delante de mi casa, cuando he aquí que me fue presentado un gracioso canasto. Miro en su in­terior y compruebo que contenía algunas palomas, pero pequeñas y sin plumas. Vuelvo a mirar y me doy cuenta de que en poco tiempo le han crecido las plumas, cambiando por completo de aspecto. A tres de ellas les habían salido unas plumas tan negras que parecían cuervos. Maravillado me dije a mí mismo:

---Aquí hay alguna brujería.

Y miraba a mi alrededor para ver si había por allí algún hechicero.

Entretanto, me percaté de que las palomas habían levantado el vuelo y las vi alejarse por los aires. Mas uno que estaba allí cerca, toma una escopeta, apunta y dispara. Dos de las palomas cayeron a tierra, pero la tercera se alejó. Yo sentí una gran pena y, acaricián­dolas, decia:

—¡Pobres animalitos!

Mientras las examinaba, he aquí que de repente, no sé cómo, se convierten en clérigos. Aún más maravillado, vuelvo a temer que se trate de un efecto de brujería y miro por una y otra parte. Pero, entonces, no sé bien si fue el párroco de Buttigliera o el de Castelnuovo, quien me tocó en el brazo y me dijo:

—¿Has comprendido? De tres, dos; dilo a Don Barberis.

En el cestillo había más de tres palomas, pero de las otras no hice caso.

Así terminó el sueño.
***************************************************************      ♦      Fue siempre mi intención el contártelo dijo a Don Barbe­ris—, mas me olvidaba de hacerlo cuando estabas presente y me acordaba cuando ya te habías marchado. Ahora te voy a dar a ti y a los demás la explicación del mismo.

Entre otros, se encontraban presentes Monseñor Scotton, Don Antonio Fusconi de Bologna y el Conde Cays.

Los comentarios fueron diversos, pero [San] Juan Don Bosco sacó esta conclusión;

—El cestillo conteniendo numerosas palomas implumes rep­resenta el Oratorio. De los que llegan a ser clérigos en el cestillo, esto es, en el Oratorio, de tres, perseveran dos. No hay que ha­cerse ilusiones; se abrigan esperanzas de todos, pero uno por en­fermedad, otro por fallecimiento, quién por oposición de los padres, quién por pérdida de la vocación, se producen siempre las bajas y ya es una gran cosa que de tres que comienzan lle­guen al sacerdocio dos, permaneciendo en la Congregación.

UNA RECETA CONTRA EL MAL DE OJOS

SUEÑO 110.AÑO DE 1879.

(M. B. Tomo XIV, pág. 122)

[San] Juan Don Bosco sufría grandemente de la vista. Unos temían se le formasen cataratas, no faltando quien estuviera convencido de que se trataba de una irremediable ceguera progresiva. El doctor Reynaud, oftálmico de renombrada fama, dijo escueta y clara­mente que no había nada que esperar. Por su parte, [San] JuanDon Bosco venía practicando un tratamiento del cual había hablado a Don Berto yendo de Florencia a Bologna.
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El 31 de marzo, cuando estaba para llegar & Pistoia, el [Santo] contó a su secretario que algunas noches atrás se le había aparecido en sueño una misteriosa Señora, llevando en la mano un frasquito con un líquido verde oscuro y le había dicho: ■

—Mira, si quieres sanar de la dolencia de los ojos, toma todas las mañanas un poco de este jugo de achicoria durante cincuenta días y curarás.
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[San] Juan Don Bosco, al llegar a Turín, se olvidó del sueño, como tam­bién Don Berto. Pero en los comienzos de mayo, una noche, en el comedor, estando presentes [Beato] Miguel Don Rúa y Don Berto, preguntó a quemarropa a Don Lago, que había sido farmacéutico:

Dime, Don Lago, ¿el jugo de achicoria hace bien a los ojos?

—Es uno de los medicamentos indicadoscontestó este.     

—Pues bien, prepárame un poco.

Don Lago obedeció con la mayor solicitud. Desde que comen­zó él tratamiento, el [Santo] advirtió una notable mejoría. El 22 de mayo manifestó que su vista había mejorado sensiblemente. Pasados los cincuenta días, a pesar de seguir escribiendo durante el día y durante la noche, el mal, notablemente disminuido, se estacionó; lo que no fue óbice para que de allí a dos años perdiese por completo el ojo izquierdo.

LA GRAN BATALLA

SUEÑO 111 .AÑO DE 1879.

(M. B. Tomo XIV, págs. 123-125)

[San] Juan Don Bosco contó este sueño el nueve de mayo. En él asistió a las encarnizadas luchas que habrían de afrontar los individuos llamados a la Congregación, recibiendo en él uña serie de avisos útiles para todos, y algunos saludables consejos para el porvenir.
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Grande y prolongada fue la batalla entablada entre los jovencitos y unos guerreros ataviados de diversas maneras y dotados de armas extrañas. Al final quedaron pocos supervivientes.

Otra batalla más horrible y encarnizada fue la que tuvo lugar en­tre unos monstruos de formas gigantescas contra hombres de eleva­da estatura, bien armados y mejor adiestrados. Estos tenían un estandarte muy alto y muy ancho, en el centro del cual se veían di­bujadas en oro estas palabras: María Auxilium Christianorum. El combate fue largo y sangriento. Pero los que seguían esta enseña eran como invulnerables, quedando dueños de una amplia zona de terreno. A éstos se unieron los jovencitos supervivientes de la batalla precedente y entre unos y otros formaron una especie de ejército llevando como armas, a la derecha, el Crucificado, y en la mano iz­quierda un pequeño estandarte de María Auxiliadora, semejante al que hemos dicho anteriormente.

Los nuevos soldados hicieron muchas maniobras en aquella ex­tensa llanura, después se dividieron y partieron los unos hacia Oriente, unos cuantos hacia el Norte y muchos hacia el Mediodía.

Cuando desaparecieron éstos, se reanudaron las mismas bata­llas, las mismas maniobras e idénticas expediciones en idénticas di­recciones.

Conocí a algunos de los que participaron en las primeras escara­muzas; los que le siguieron me eran desconocidos, pero daban a en­tender que me conocían y me hacían muchas preguntas.

Sobrevino poco después una lluvia de llamitas resplandecientes que parecían de fuego de color vario. Resonó el trueno y después se serenó el cielo y me encontré en un jardín amenísimo. Un hombre que se parecía a San Francisco de Sales, me ofreció un librito sin decirme palabra. Le pregunté quién era:

—Lee en el libro— me respondió.

Lo abrí, pero apenas si podía leer. Mas al fin pude comprender estas precisas palabras:

A los Novicios: Obediencia en todo. Con la obediencia merece­rán las bendiciones del Señor y la benevolencia de los hombres. Con la diligencia combatirán y vencerán las insidias de los enemigos espirituales.                                              

A los Profesos: Guarden celosamente la virtud de la castidad. Amen el buen nombre de los hermanos y promuevan el decoro de la Congregación.

A los Directores: Todo cuidado, todo esfuerzo para hacer obser­var y observar las reglas con las que cada uno se ha consagrado a Dios.

Al Superior: Holocausto absoluto para ganarse a sí mismo y a los propios súbditos para Dios.

Muchas otras cosas estaban estampadas en aquel libro, pero no pude leer más, porque el papel parecía azul como la tinta.

—¿Quién sois Vos?—, pregunté de nuevo a aquel hombre que me miraba serenamente.

—Mi nombre es conocido de todos los buenos y he sido enviado para comunicarte algunas cosas futuras.

—¿Qué cosas?

—Las expuestas y las que preguntes.

—¿Qué debo hacer para promover las vocaciones?

—Los salesianos tendrán muchas vocaciones con su ejemplar conducta, tratando con suma caridad a los alumnos e insistiendo so­bre la frecuencia de la Comunión.

—¿Qué norma he de seguir en la aceptación de los Novicios?

—Excluir a los perezosos y a los golosos.

—¿Y al aceptar los votos?

—Vigila si ofrecen garantía sobre la castidad.

—¿Cuál será la mejor manera de conservar el buen espíritu en nuestras casas?

—Escribir, visitar, recibir y tratar con benevolencia; y esto muy frecuentemente por parte de los Superiores.

—¿Cómo hemos de Conducirnos en las Misiones?

—Enviando a ellas individuos de moralidad segura; haciendo vol­ver a los dudosos; estudiando y cultivando las vocaciones indígenas.

—¿Marcha bien nuestra Congregación?

Qui justus est, justificetur adhuc. Non progredi, est regredi. Qui perseveraverit, salvus erit.

—¿Se extenderá mucho?

—Mientras los superiores cumplan con su deber, se extenderá y nada podrá oponerse a su propagación.

—¿Durará mucho tiempo?

---Tu Congregación durará mientras sus socios amen el trabajo y la templanza. Si llega a faltar una de estas dos columnas, tu edificio se convertirá en minas, aplastando a los superiores, a los inferiores y a sus secuaces.                                  

En aquel momento aparecieron cuatro individuos llevando una caja mortuoria. Se dirigieron hacia mí.

—¿Para quién es esto?—, pregunté yo.

—¡Para ti!                                               

—¿Pronto?

—No lo preguntes; piensa solamente en que eres mortal.

—¿Qué me quieres decir con este ataúd?

—Que debes predicar en vida lo que deseas que tus hijos practi­quen después de ti. Esta es la herencia, el testamento que debes de­jar a tus hijos; pero has de prepararlo y dejarlo cumplido y practicado a la perfección.

—¿Abundarán más las flores o las espinas?

—Les aguardan muchas flores, muchas rosas, muchos consue­los; pero también es inminente la aparición de agudísimas espinas que causarán a todos grande amargura y pesar. Es necesario rezar mucho.

—¿Iremos a Roma?

—Sí, pero despacio, con la máxima prudencia y con extremada cautela.

—¿Es inminente el fin de mi vida mortal?

—No te preocupes de eso. Tienes las reglas, tienes los libros, práctica lo que enseñas a los demás. Vigila.

Quise hacer otras preguntas, pero estalló un trueno horrible acompañado de relámpagos y de rayos, mientras algunos hombres, mejor dicho, algunos monstruos horrendos, se arrojaron sobre mí para desbrozarme. En aquel momento una densa oscuridad me privó de la visión de todo. Me creí morir y comencé a gritar frenéticamen­te. Pero me desperté encontrándome vivo. Eran las cuatro y tres cuartos de la mañana.
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Y concluyó:

Si hay algo en todo esto que pueda servir de provecho para nuestras almas, aceptémoslo.
Y en todo se dé gloria y honor a Dios por los siglos de los si­glos.

UNA LLUVIA MISTERIOSA

SUEÑO 112.AÑO DE 1880.

(M. B. Tomo XIV, pág. 538)

En el verano de 1880, [San] Juan Don Bosco tuvo un sueño en el cual, bajo las apariencias de simbólicas apariciones, se le mostraban hechos futuros. Lo tuvo en la noche del nueve de julio.

He aquí, pues, lo que soñó:
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Le pareció estar con su Capítulo en la habitación contigua a la suya, llamada la habitación del Obispo, celebrando conferencia. Mientras hablaba de nuestras cosas, se dio cuenta de que el cielo se nublaba; después se desencadenó una tempestad con rayos, relám­pagos y truenos que infundían espanto. Un trueno más fuerte que los precedentes hizo temblar la casa, Don Bonetti se levantó y fue a la galería inmediata y después de unos instantes, comenzó a gritar:

—¡Una lluvia de espinas!

En efecto, caían espinas en tal cantidad, como las gotas de agua en una lluvia torrencial.

Después se oyó un segundo trueno, fortísimo como el primero, y pareció que el temporal amainara un tanto. Entonces Don Bonetti, desde la galería, volvió a gritar:

—¡Oh, qué hermosura! Una lluvia de capullos.

Y por los aires descendía tal cantidad de capullos de flores que pronto se formo en el suelo una gruesa capa de ellos.

Al estallar un tercer trueno se dejaron ver algunos trozos de cie­lo sereno y haces de luz solar.

Y Don Bonetti volvió a exclamar: —¡Una lluvia de flores!

Todo el espacio aparecía lleno de flores de diversos colores, for­mas y calidades, que en un abrir y cerrar de ojos cubrieron el suelo y los tejados de las casas, ofreciendo un panorama de variadísimos matices.

Un cuarto trueno vino a resonar en los espacios. El cielo estaba completamente sereno y brillaba en él un sol esplendente. Y Don Bonetti grito:

—Vengan, vengan a ver; llueven rosas.

En efecto, de lo alto descendían verdaderas nubes de rosas fragantísimas.

—¡Oh, por fin!—, exclamó entonces Don Bonetti.
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[San] Juan Don Bosco, a la mañana siguiente, reunió de propósito el Ca­pitulo Superior para contarle cuanto había visto en el sueño. Dando una rápida mirada ala sucesión de los acontecimientos, nos parece descubrir en él fases distintas de los difíciles mo­mentos por los que hubo de atravesar el naciente Instituto en aquella ocasión. Hasta entonces las espinas habían sido abun­dantes; pero después las cosas, aunque lentamente, comenzaron a desenvolverse mejor. Dos sentencias de Roma resultaron favo­rables al [Santo]. León XIII tomó el asunto como suyo, se­ñalando las condiciones para un arreglo entre Mons. Gástaldi y [San] Juan Don Bosco, el cual, con su humildad, edificó a los prelados romanos.

Pronto la venida del Cardenal Alimonda a Turín fue para el [Santo] una bendición del cielo. El día de la Anunciación del 1884 el Cardenal Ferrieri, asaltado por un fuerte ataque ner­vioso, se mostró dispuesto a conceder los privilegios solicitados por [San] Juan Don Bosco desde hacía tantos años. Finalmente, el 9 de julio siguiente y en circunstancias singulares, llegó al Oratorio el an­helado Decreto. Desde aquel momento comenzó para el [Santo] un período de tranquilidad que duró hasta el no lejano fin de sus días.

UN BANQUETE MISTERIOSO

SUEÑO 113.AÑO DE 1880.

(M. B. Tomo XIV, págs. 552-555)

Relacionado con la juventud, esperanza de la Congregación, [San] Juan Don Bosco tuvo un sueño en la noche del ocho al nueve de agos­to que contó el día 10 durante los ejercicios espirituales a los no­vicios en San Benigno Canavese. Existen dos versiones de este sueño; una de Don Barberis, hecha un poco de prisa, la otra es una traducción del francés, también defectuosa; aquel año había en San Benigno varios franceses. Nos serviremos de ambas com­pletando la primera con datos de la segunda. El sueño se podría titular: «Un banquete misterioso». [San] Juan Don Bosco se expresó más o menos en estos términos:

Antes que nada han de saber que los sueños se tienen dur­miendo.
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Soñé, pues, que me encontraba en San Benigno, cosa extraña pues casi siempre sueña uno que se encuentra en lugares y circuns­tancias distintos de la realidad, y que estaba precisamente en un sa­lón semejante a nuestro comedor, mejor dicho, un poco más grande.

Este salón tan grande estaba completamente iluminado y yo pensaba para mí:

—¿Es posible que Don Barberis haya hecho este disparate? Pero ¿dónde habrá podido encontrar tanto dinero?

Vi en él a muchos jóvenes sentados a la mesa. Pero no comían. Cuando entré yo en el local acompañado de otro, tomaron el pan corno para empezar a comer.

El salón estaba elegantísimamente iluminado, pero con una luz que no dejaba ver de dónde procedía. Los cubiertos, las servilletas, los manteles eran tan blancos que los más blancos de los nuestros en su comparación parecerían sucios. Cubiertos, vasos, botellas, platos, eran tan brillantes y hermosos que yo me sospeché que esta­ba soñando y me dije:

—¡Debo de estar soñando! ¡Nunca vi en San Benigno tanta ri­queza. Con todo; estoy aquí y bien despierto.    

Entretanto observé a aquellos jóvenes que estaban allí, sin co­mer. Entonces pregunté:

—¿Pero qué hacen ahí que no comen?
Y mientras yo decía esto todos se pusieron a comer.

Al fijarme en los comensales reconocí a muchos jóvenes de nuestras casas y a muchos otros que no están aquí haciendo ejerci­cios. No sabía qué decirme y pregunté a mi compañero sobre el sig­nificado de todo aquello, el cual me respondió:

—Presta atención un momento y comprenderás todo este misterio.

Mientras profería estas palabras, la luz que iluminaba el salón se trocó por otra más resplandeciente aún y al intentar ver mejor he aquí que apareció una legión de bellísimos jovencitos de aspecto an­gelical, que llevaban en la mano un lirio, los cuales se pusieron a pa­sear sobre la mesa sin tocarlas con los pies. Los comensales se levantaron y con la sonrisa en los labios observaban cuanto sucedía. Aquellos ángeles comenzaron a repartir lirios acá y acullá y los que los recibían se elevaban también de la tierra, como si fuesen espíri­tus. Me fijé en los jóvenes que recibían los lirios y los reconocí a to­dos; pero se tornaban tan bellos y resplandecientes que no creo se pudiese contemplar una cosa superior en el Paraíso. Pregunté qué significaban aquellos jóvenes que llevaban aquella flor y me fue res­pondido:

—¿No has predicado tantas veces sobre la bella virtud de la pu­reza?

—Sí —dije—; he predicado sobre ella y la he inculcado insistentemente hasta hacerla amar por mis jovencitos.

---Pues bien —continuó el compañero—, esos que ves con el li­rio en la mano son precisamente los que han sabido conservarla.

No sabia, pues, qué decirme y con gran maravilla vi amanecer un nuevo escuadrón de jóvenes que pasaban sobre las mesas sin to­carlas y que comenzaron a repartir las rosas que llevaban en las ma­nos y que los que las recibían, en el mismo momento comenzaban a despedir un bellísimo resplandor.

Pregunté a mi compañero qué significaba aquella nueva falange de jóvenes portadores de rosas, y me dijo:

—Son los que tienen el corazón inflamado en el amor de Dios.

Vi entonces que todos llevaban sobre las frentes el propio nom­bre escrito con caracteres de oro, y me acerqué un poco más para poderlos ver mejor e incluso hice por tomar nota dé ellos, pero de­saparecieron de pronto.

Al desaparecer ellos, desapareció también la luz, de forma que yo quedé rodeado de una oscuridad, entre la cual se podía distinguir algo.                                               

Vi unos rostros encendidos como ascuas; eran aquellos que no habían recibido ni el lirio ni la rosa. Vi también á algunos que hacían esfuerzo en torno de una cuerda recubierta de fango, pendiente de lo alto, por la que intentaban trepar, pero ésta cedía siempre y aquéllos pobrecillos estaban continuamente en el suelo con las manos y las ropas enfangadas.

Sorprendido de cuanto contemplaba, pregunté con insistencia qué significaba lo que veía y se me respondió:

—La cuerda es, según tú has predicado muchas veces, la confe­sión, quien sabe agarrarse bien a ella, ciertamente llegará al cielo; y esos jóvenes que acabas de ver son los que se confiesan con fre­cuencia y se asen a esta cuerda para poder levantarse; pero lo ha­cen sin las disposiciones debidas, con poco dolor y falta de propósito y por eso no pueden trepar por ella; la cuerda cede siem­pre por lo queden lugar de elevarse, caen una y otra vez, encontrándose siempre en el mismo sitio.

Yo quise anotar también el nombre de éstos, pero apenas había escrito dos o tres cuando desaparecieron de mi vista. Al desaparecer ellos también desapareció la poca luz que había, quedando yo en­vuelto en una completa oscuridad. En medio de aquellas tinieblas pude contemplar un espectáculo aún más desolador. Ciertos jóve­nes, de aspecto tétrico, tenían enredada al cuello una enorme serpiente con la cola clavada en el corazón de sus víctimas y con la ca­beza junto a la boca, como dispuesta a morderles la lengua apenas abriesen los labios. El rostro de aquellos jóvenes era tan horrible que me infundían espanto; tenían la vista extraviada, la boca torcida, asumiendo expresiones que causaban pavor.

Temblando de pies a cabeza pregunté nuevamente qué significa­ba aquello y se me respondió:

—¿No lo ves? La serpiente antigua oprime la garganta con una doble vuelta para no dejar hablar en la confesión a esos infelices y con su lengua venenosa está al acecho para morderlos si abren la boca. ¡Pobrecillos! Si hablasen harían una buena confesión y el de­monio nada podría contra ellos. Pero no hablan por respeto huma­no, permanecen con la conciencia cargada de pecados, van a confesarse una y otra vez sin determinarse a arrojar fuera el veneno que llevan en el corazón.

Entonces dije a mi compañero:

—Dame los nombres de todos estos para que yo pueda recor­darlos.

—Bien, bien —me dijo—; escribe.

—Pero es que no hay tiempo— le contesté.

—Vamos, vamos, escribe.

Comencé a hacer lo que me había ordenado, pero pocos nom­bres pude escribir, pues todos desaparecieron de mi vista. Y mi compañero añadió:

—Ve y di a tus jóvenes que estén alerta y cuéntales cuanto has visto.

Dame una prueba —añadí— para que me pueda persuadir de que esto no es un sueño simplemente sino una advertencia del cielo en favor de mis muchachos.

—Bien —me dijo—, pues presta atención.

Entonces apareció la luz que aumentaba cada vez más y volví a ver a los jóvenes que llevaban el lirio y la rosa. La luz seguía crecien­do por instantes, de forma que pude apreciar que aquellos mucha­chos estaban contentos; una alegría angelical se reflejaba en sus rostros.

Yo seguía observando la escena lleno de admiración, mientras la luz aumentaba de intensidad más y más, llegando a tal punto que se oyó una terrible detonación. Al producirse aquel ruido me desperté y me encontré en mi lecho tan cansado que aún ahora me siento falto de fuerzas.
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Ahora vosotros den a este sueño el crédito que se puede pres­tar a los sueños; por mi parte les he de decir que también hay en él algo de realidad. Ayer por la noche y hoy he querido hacer al­gunas experiencias y como fruto de ellas debo asegurarles que no se trata simplemente de un sueño, sino también de una prue­ba de la gran misericordia del Señor que quiere salvar a algunos desgraciados.

LAS CASAS SALESIANAS DE FRANCIA

SUEÑO 114.AÑO DE 1,880.

(M. B. Tomo XIV. págs. 608-609)

En el año de 1858 dijo [San] Juan Don Bosco—, cuando estuve en Roma por primera vez y luego en otras ocasiones, [Beato] Papa Pío IX me mandó que contase o escribiese todo aquello que tuviese, aunque sólo fuese una lejana apariencia de sobrenatural; este es el moti­vo de que cuente algunas cosas y escriba otras y me satisface el que se sepan, pues siempre redundan en mayor gloria de Dios y bien de las almas.

Este sueño lo tuve cerca de la fiesta de ¡a Natividad de ¡a Vir­gen; no lo conté entonces porque no le di importancia alguna y quería ver antes algunos acontecimientos, pero después de obser­var algunas cosas he comprobado que lo que soñé tiene su im­portancia y por eso lo contaré.

Estábamos en el tiempo en que tanto se temía en Francia por la supresión de las Congregaciones religiosas; aun más, habían sido ya expulsados los jesuitas y parecía que los demás religiosos iban a correr la misma suerte, y temiendo yo por nuestras casas, rezaba y hacía rezar por esta intención.
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Cuando he aquí que una noche mientras dormía me vi delante de la Santísima Virgen colocada en alto tal y como se encuentra María Auxiliadora sobre la cúpula. Tenía un gran manto que se extendía a su alrededor formando como un salón inmenso, y debajo de él vi a todas nuestras casas de Francia: la Virgen miraba con expresión sonriente dichas casas, cuando he aquí que se desencadenó un temporal tan ho­rrible, o mejor un terremoto con rayos, granizos, monstruos horribles de las más diversas formas, disparos, cañonazos que llenaron a todos del mayor espanto.

Todos aquellos monstruos, los rayos, los proyectiles iban dirigi­dos contra los nuestros, que se habían cobijado bajo el manto de María; pero ninguno de ellos sufrió daño alguno, quedando ilesos cuantos se acogieron a la protección de tan poderosa defensora: to­dos los dardos perdían su eficacia al chocar contra el manto de Ma­ría, cayendo despuntados al suelo.                     

La Santísima Virgen, en un mar de luces, con el rostro radiante y una sonrisa de Paraíso, dijo repetidas veces: Ego diligentes me, diligo: Yo amo a los que me aman. Poco a poco fue cesando aqué­lla borrasca y de los nuestros ninguno fue víctima de aquel temporal o tempestad o terremoto, como quieran llamarlo.
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Yo no quise hacer gran caso de este sueño; pero escribí inmediatamente a todas las casas de Francia diciendo que estu­viesen tranquilos.

Algunos me preguntaban:

¿Cómo es que todos están preocupadísimos y solamente Vos permanecéis tranquilo en medio de tantos peligros y de tantas amena­zas?

Yo les respondía simplemente que confiasen en la protección de la Virgen. Pero no se hizo caso. Escribí al Padre Guiol, párro­co de San José, que no temiese, que las cosas se orientarían fa­vorablemente; y él me respondió como quién no hubiese entendido mi carta. Y en realidad, al considerar las cosas ahora que la borrasca ha pasado, se ve que lo sucedido tiene mucho de extraordinario. Ver expulsadas y dispersas a todas las Congrega­ciones francesas que desde hacía mucho tiempo se dedicaban a hacer el bien en Francia y después comprobar cómo la nuestra, que es extranjera, que vive del pan recogido entre los franceses... ante un periodismo desatado que grita contra el Gobierno por­que no nos expulsa, y nosotros tan tranquilos, es cosa maravillo­sa. Que esto nos sirva de estímulo para depositar siempre nuestra confianza en ¡a Santísima Virgen. Pero no nos enso­berbezcamos, pues bastaría un simple acto de vanagloria para que la Virgen se sintiese descontenta de nosotros y permitiese la victoria de los malos.

Pero también otras Congregaciones habrán sido muy devo­tas de la Virgen dijo [Beato] Miguel Don Rúa—; ¿cómo es que...?

La Virgen hace lo que quierecontestó [San] Juan Don Bosco. Por otra parte, nuestras cosas comenzaron de esta forma extraordi­naria desde que yo tenía nueve años o diez. ¡Me pareció ver en la era de casa a tantos y tantos niños! Entonces una persona me dijo:
¿Por qué no los instruyes?

—Porque no sé— le repliqué.

Ponte a instruirlos; yo te lo ordeno.

Y yo estaba tan contento por aquel mandato que todos se dieron cuenta de mi alegría.

Históricamente hablando escribe Don Lemoynelas cosas sucedieron de una manera muy sencilla. El Comisario encargado de proceder a la ejecución del decreto hubo de luchar hasta las diez de la noche para echar abajo las puertas y deshacer las ba­rricadas del Convento de los Dominicos de la calle de Monteaux, de forma que lo avanzado de la hora le impidió dar el asalto a San León, que era la última casa religiosa que quedaba por ce­rrar. Después, durante la noche le llegó al Prefecto una orden del Ministerio comunicándole que suspendiese las ejecuciones; motivos de política ministerial aconsejaban cierta moderación.

Mucho se equivocaría quien quisiera argumentar de esto, que [San] Juan Don Bosco no se preocupaba de recurrir a las providencias hu­manas aptas para conjurar el peligro. En efecto, se interesó viva­mente por apelar al Cónsul de Italia en Marsella, Aníbal Strambio, que fue condiscípulo suyo en Chieri. Por consejo de dicho señor y con la aprobación del [Santo], el Padre Mendre redactó un memorial justificativo para ser presentado a la autoridad contra las acusaciones de la prensa; y el documento surtió su efecto, pues los artículos difamatorios cesaron ante la intervención de la Prefectura.

[San] Juan Don Bosco no sólo obraba él mismo según los dictámenes de la prudencia humana, sino que no quería que los suyos se abandonasen a una imprudente confianza basados en las pala­bras de aliento por él enviadas. El 16 de noviembre en una carta que no poseemos, expresando la propia satisfacción por la plausible situación momentánea y al exponer los acostumbrados pensamientos de confiada esperanza en el futuro, recomendaba que aun después de cantado el Te Deum, se con­tinuara rezando, porque el huracán se había amansado pero no se había alejado del todo. En efecto, algunas semanas des­pués, fue presentada a la Cámara francesa un proyecto de ley encaminado a la destrucción de las casas religiosas y de los cen­tros de beneficencia aún existentes, por medio de gravámenes fiscales que les hiciesen la existencia imposible. En la misma carta, después de comunicar que había escrito al respecto al Santo Padre y que si las cosas no continuaban muy mal haría una visita a Fran­cia en enero, respondía a la pregunta que se le había hecho sobre si procedía que las Hijas de María Auxiliadora que tenían que ir a Marsella fuesen vestidas de seglar, dando su consentimiento, aceptándola como medida de prudencia en semejantes circunstancias y remitiendo al juicio del párroco que determinase el momento oportuno de la partida.

UNA CASA DE MARSELLA

SUEÑO 115.AÑO DE 1880.

(M. B. Tomo XV, págs. 53-55)

Durante su permanencia en Marsella [San] Juan Don Bosco habló al ca­nónigo Guiol entre broma y serio de algo que había visto en sue­ño poco antes de venir a Francia, tal vez en el otoño de 1880.

El canónigo Guiol estaba persuadido de que era necesario contar con una casa en el campo a la cual enviar a los jóvenes de San León durante los meses más calurosos. El [Santo] es­taba de acuerdo con él; e incluso añadió que era conveniente preparar el lugar para que sirviese también de Noviciado.

En cuanto a la casa continuó--- la tengo ya a mi disposi­ción. Es un edificio espacioso situado en una posición muy ame­na, rodeado de un gran pinar, al cual se llega por unas grandes avenidas de plátanos; una abundante acequia de agua atraviesa de parte a parte toda la finca.

El párroco sabía que [San] Juan Don Bosco no poseía nada en Marsella y que no contaba con otro inmueble más que con el colegio; fal­tó poco para que pensase que el [Santo] era víctima de un desequilibrio mental; por lo que un poco desconcertado le pre­guntó dónde estaba aquella quinta.

Dónde esté, no sabría decirlo replicó [San] Juan Don Bosco—, pero sé que existe y que se encuentra en los alrededores de Marsella.

Esta sí que es buena prosiguió el párroco—. ¿Y cómo puede saber que existe esa casa y que está destinada a Vos?

Lo sé, porque lo he soñadoañadió [San] Juan Don Bosco.

¿Y cómo lo ha soñado?
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—Vi la casa, los árboles, la finca, el agua, todo tal cual yo se lo he descrito y además los jóvenes que correteaban y se divertían por los paseos.
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El Padre Guiol, que cuando [San] Juan Don Bosco hablaba de sueños, no lo creía un iluso, no tomó a la ligera aquellas palabras, sino que las tuvo muy presentes y permaneció a la expectativa. No mucho tiempo después algunos bienhechores ofrecieron una casa para el fin que se deseaba; pero el [Santo] la rechazó, diciendo que no era aquélla. Entretanto los años pasaban y el va­ticinio no se cumplía. En todas las entrevistas los dos amigos vol­vían a hablar de la famosa finca que se había de trocar en Noviciado y el abate reía de buena gana.

Pero [San] Juan Don Bosco trató también del mismo asunto con otros. En efecto en septiembre de 1882 habló de ello al clérigo Cartier. Este, yendo de Marsella a San Benigno para recibir el subdiaconado, se detuvo en Niza, donde el [Santo] presidía los ejercicios espirituales de los Salesianos y celebró con él una pro­longada entrevista, en la que le dijo:

Nosotros llegaremos a tener en los alrededores de Marsella una gran casa, en la que pondremos el noviciado y el estudianta­do filosófico. Tú serás destinado a ella, no el primer año, pues te necesitarán en San León para las clases; con todo irás allá para dar algunas lecciones hasta que al fin fijarás en ella tu residencia.

En Marsella algunos creían que la casa del sueño era la quin­ta de la señora Broquier, a poca distancia de Aubagne; incluso inducido a error por ciertas descripciones inexactas, [San] Juan Don Bosco llegó también a creerlo, escribiendo a su dueña para que le ce­diese la propiedad o el uso de la misma. Envió la carta a Don Bologna para que le diese curso; pero como el [Santo] ha­cía la descripción de la finca que había visto en el sueño, la seño­ra no se dio por enterada y Don Bologna se dio cuenta de que [San] Juan Don Bosco estaba en un error.

Otra oferta se la hizo en 1883 la señora Postré, opulenta viuda parisiense a la que el [Santo] había curado una hija. Se trata­ba del uso de una quinta junto a Santa Margarita, a poca distancia de Marsella; mas [San] Juan Don Bosco, por motivos de ciertos reparos perso­nales, sin averiguar las condiciones de la casa, declinó la oferta. Pasados algunos meses Don Bologna le escribió diciéndole que la señora insistía en su propuesta rogando que la aceptara. El [Santo] contestó que si en la finca existían los pinos, los plátanos y la acequia del agua, que sí; de lo contrario no le interesaba. El Di­rector, habiendo ido a visitar la quinta, le notificó que en ella había centenares de pinos, avenidas de plátanos, y, al fondo, abundan­cia de agua corriente. Entonces fue aceptada la casa de Santa Marga­rita en usufructo por quince años y en ella se estableció el Noviciado en el otoño de 1883, bajo la denominación de La Providencia. El abate Guiol, habiéndose presentado en ella en 1884, observó con estupor que todo respondía exactamente a cuanto el [Santo] le había dicho repetidas veces que había visto en el sueño.

LUIS COLLE

SUEÑO 116.AÑO DE 1881.

(M. B. Tomo XV. pág. 80)

El Conde Colle, insigne cooperador salesiano, merece párra­fo aparte; el conjunto de sus relaciones con [San] Juan Don Bosco constitu­yó un capítulo no poco interesante de la vida del [Santo]. [San] Juan Don Bosco, después de una visita que el matrimonio Colle le hi­ciera en Turín, le escribía el 5 de julio de 1882:

«En Turín, en nuestro Colegio de Lanzo, de San Benigno y de Valsalice, se ha hablado y se habla mucho de V. S. y de la se­ñora Colle. Todos han quedado edificados de la afabilidad y del espíritu de piedad de ambos. Nos han hecho mucho bien espiri­tual y material. Todos me aseguran que rezan mucho por tan ilustres bienhechores». Si bien la serie de los beneficios de los se­ñores Colle estuviesen apenas comenzando en favor de la Obra Salesiana, ya el nombre del Conde Colle gozaba en las Casas Salesionas de honda simpatía, que fue aumentando de año en año, como nosotros mismos pudimos comprobar. Para la historia que estamos escribiendo, la realidad más palpable es que Luis Anto­nio Fleury Colle y su noble consorte María Sofía baronesa Buchet, amaron verdaderamente a [San] Juan Don Bosco y amaron a todas sus obras, ya se desenvolviesen en Francia o en Italia o en América, y demostraron con los hechos estar animados por la caridad que no dice basta, siempre que se trató de ayudar al   [Santo], confortándolo en sus angustias de los años extremos.

La Providencia dispuso que los Colle se entrevistasen con [San] Juan Don Bosco en víspera de un grave luto familiar. En febrero de 1881, mientras el [Santo] se encontraba en Marsella, lle­gó de Tolón el párroco de Santa María a suplicarle que se digna­se ir a aquella ciudad para bendecir al hijo único de los señores Colle, reducido a los últimos extremos a la temprana edad de diecisiete años. El buen sacerdote describió la desolación de los padres, cuyas virtudes exaltaba, añadiendo que tenía gran esperanza de que el en­fermo sanase después de recibida la bendición de [San] Juan Don Bosco.

El [Santo] contestó que no podía ir a Tolón pero que rezaría por el enfermo, y a pesar de todas las instancias que se le hicieron no se consiguió de él que accediese a aquella demanda. Una semana después el párroco volvió a comparecer ante [San] Juan Don Bosco, resuelto a no moverse de allí hasta que su súplica fuese atendida. [San] Juan Don Bosco no persistió en su negativa, pero no ocultó que le contrariaba ir a Tolón para sanar a un enfermo; añadien­do que iría a dicha ciudad para dar una Conferencia a los Coope­radores. Y así quedaron de acuerdo en que para el 1 de marzo cumpliría lo prometido.

Al llegar a Tolón, el [Santo] fue a casa del enfermo, que lo esperaba con los brazos abiertos, pero sin dar señal alguna de impaciencia. Lo encontró consumido por la tisis. Cuando estuvie­ron solos, [San] Juan Don Bosco quedó admirado de la sencillez y del candor de aquella alma: le pareció un San Luis de nombre y de hecho. Viéndole maduro para el Paraíso, lo dispuso a que hiciese volunta­riamente el sacrificio de su vida al Señor; y entonces tocó con mano cómo se mostraba dócil a los movimientos de la gracia, acep­tando pronto los pensamientos que le eran sugeridos, abandonán­dose por completo en los brazos de Dios. A pesar de ello no le disuadió de que no rezase por su curación, al menos en con­sideración de la situación angustiosa de los padres; sólo le exhortó a que pusiese la condición de si era ventajoso para el bien de su alma.

Dios lo llamó a sí el tres de abril siguiente. Después de recibir los últimos Sacramentos, dijo a los suyos:

Me voy al Paraíso; me lo ha dicho [San] Juan Don Bosco.

El recuerdo de este joven quedó grabado indeleblemente en el corazón del [Santo], que concibió de inmediato la idea de es­cribir su biografía, y así lo hizo en efecto con la mayor solicitud.

Seguidamente y bajo el título de Luis Colle, vamos a ofrecer al lector una serie de sueños de [San] Juan Don Bosco relacionados con este santo jovencito.                                                              

Ciertamente que una visita a Turín para ver a [San] Juan Don Bosco y rezar ante la imagen de María Auxiliadora, era lo que más podía satisfacer a aquellos afligidos esposos deseosos de mitigar el gran dolor que embargaba sus almas; accediendo, pues, a una in­vitación del [Santo], se personaron en la capital piamontesa. De este hecho existe constancia en una carta escrita por [San] Juan Don Bosco a la Condesa en fecha tres de julio, de la cual entresaca­mos el párrafo siguiente: «Mi manera de proceder habrá inducido sin duda a V. S. a creer que yo haya olvidado su visita, atencio­nes y caritativas liberalidades. Pero, le ruego sepa excusar mi si­tuación. He estado como asediado por los asuntos, que han agotado todo el tiempo de que dispongo. Pero a pesar de mi tardanza en escribir, he tenido todas las mañanas un particular re­cuerdo por V. S., por el señor Colle y por aquel que les dejó para ir al Paraíso».

Ahora bien: esto era lo que deseaba saber la madre, la suerte de su Luis en la eternidad. Y preguntó con insistencia a [San] Juan Don Bosco, el cual le escribió y le habló repetidas veces sobre el asunto.

Aquí entramos en un mundo de fenómenos, que sobrepasan a lo natural y que vamos a exponer bajo el título genérico que le hemos dado a este sueño.

El [Santo] por primera vez manifestó algo a la señora en una carta fechada el cuatro de mayo de 1881: «Esté tranquila -—le decía—-, nuestro querido Luis está ciertamente en el Paraíso y le pide dos cosas: que se prepare seriamente para ir con él, cuando Dios lo disponga, y que rece mucho por las animas en el purgatorio---, él en cam­bio le alcanzaría gracias especiales».

No juzgó oportuno el [Santo] decir más por escrito; pero le manifestó más tarde a viva voz lo que entonces no había dejado salir de la pluma.
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I

El tres de abril, mientras estaba confesando, le vino, como él de­cía, una distracción: vio a Luis en un jardín, donde se divertía con al­gunos compañeros; parecía completamente feliz.
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La visión duró un instante. Luis no le dijo nada, pero sólo el verle infundió en el corazón de [San] Juan Don Bosco la persuasión de que el joven Colle se encontraba en el Paraíso. Con todo, continuó rezando por él, pidiendo a Dios que le diese a conocer algo más, esperando de su infinita misericordia este favor, pues deseaba ardientemente en el limite de lo posible consolar a un padre y a una madre sumergidos en la desolación por la pérdida del único hijo.

Dios lo escuchó aún mucho más de lo que se podría haber imaginado.

II

(M. B. Tomo XV, págs. 80-81)

El 27 de mayo, festividad de la Ascensión, el [Santo] celebraba la Misa en la iglesia de María Auxiliadora, ofreciendo el Santo Sacrificio según la intención de los padres de Luis, que asis­tían a él, cuando en el momento de la consagración vio al joven en un mar de luz, de bellísimo aspecto, muy alegre, grueso y rubicun­do, con vestidos blancos y rosa y sobre el pecho algunos bordados de oro.

[San] Juan Don Bosco le preguntó:

—¿Para qué vienes ahora, querido Luis?

—No es necesario que vaya a parte alguna —respondió—. En el estado en que me encuentro no necesito caminar.

—¿Eres feliz, querido Luis?

—Gozo de la más perfecta felicidad.

—¿No te falta nada?

—Sólo me falta la compañía de mis padres.

—¿Por qué no haces de manera que ellos te vean?

—Porque sería para ellos motivo de grave pena.

Y dicho esto, desapareció.

Pero durante las últimas oraciones se hizo ver nuevamente y después en la sacristía, esta vez acompañado de algunos jóvenes del Oratorio fallecidos durante la ausencia de [San] Juan Don Bosco, que se sintió consolado ante esta aparición.

—Luis —le preguntó [San] juan Don Bosco—, ¿qué debo decir a tus pa­dres para mitigar su aflicción?

—Que se hagan preceder de la luz y que consigan amigos para el cielo.                                                        
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Todo esto lo contó [San] Juan Don Bosco a los señores Colle durante la permanencia de ambos en Turín. Pasado poco menos de un mes, tuvo otra visión, por él descrita en la citada carta a la madre, de fecha tres de julio. [San] Juan Don Bosco había continuado pidiendo al Se­ñor que le diese a conocer algo más preciso. Desde mayo a julio tuvo una sola vez el consuelo de ver al joven y de oír su voz.

III

(M. B. Tomo XV, pág. 81)

El 21 de junio pasado —escribe [San] Juan Don Bosco— durante la Misa, poco antes de la consagración, lo vi con su rostro sonrosado y de una belleza y de una encarnadura resplandeciente como el sol. In­mediatamente le pregunté si tenia algo que decirnos y me respondió simplemente:

—San Luis me ha protegido y me ha colmado de beneficios.

Entonces yo repliqué:

—¿Hay algo que hacer?

Y repitiendo la misma respuesta, desapareció.
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Desde entonces hasta ahora no he visto ni oído nada más. Si Dios en su infinita misericordia se dignase manifestarme algo más, yo se lo comunicaría inmediatamente.

Casi un par de meses después, he aquí una nueva aparición. Se la narra [San] Juan Don Bosco a la señora Condesa el 30 de agosto en los siguientes términos:

IV

(M. B. Tomo XV, pág 82)

Durante la octava de la Asunción de la Santísima Virgen y más aún el 25 de este mes, he rezado y he hecho rezar por nuestro que­rido Luis. Precisamente el 25, en el momento de la consagración de la Hostia, tuve el gran consuelo de verlo vestido de la manera más esplendorosa. Estaba como en un jardín, por el que paseaba con al­gunos compañeros. Todos juntos cantaban: Jesu corona virginum, pero con voces tan acordes y con tal armonía que no es posible expresarlo ni describirlo. En medio de ellos se levantaba un alto pabe­llón o tienda. Yo deseaba ver aquello y escuchar aquella armonía, pero al instante una luz vivísima como un relámpago me obligó a cerrar los ojos.
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Después me encontré en el altar diciendo Misa. El rostro de Luis era bellísimo; parecía muy contento o mejor plenamente contento. Durante la Misa quise rezar por Vos, para que el Se­ñor nos conceda la gracia singular de encontrarnos un día todos juntos en el Paraíso.

Esta carta fue escrita en San Benigno, donde volvió a ver a Luis como contó más tarde en Tolón.
V

(M. B. Tomo XV, pág. 82)

Un día, estando en su habitación preparándose para predicar, le pareció tener a alguien a su lado. Se volvió hacia aquella parte y, al hacerlo, la persona que fuese se pasó al otro lado. Fue cosa de un instante. Mientras se preguntaba qué pudiese ser aquello.

—¿No me conoces?— oyó decir.

—¡Oh, Luis!—, exclamó el [Santo]. ¿Cómo es que te encuentras en San Benigno?

—Para mí es tan fácil estar en San Benigno, como en la Farléde o en Turín o donde quiera.

—¿Por qué no te dejas ver de tus padres que tanto te aman?

—Sí, sé que me aman, pero para que me puedan ver hace falta el consentimiento de Dios. Si yo les hablase a ellos mis palabras no conseguirían el mismo resultado. Es necesario que éstas pasen por Vos.
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El argumento de las apariciones vuelve a ser otras dos veces objeto de las cartas de [San] Juan Don Bosco durante el año 1882. El 30 de julio escribe a la señora Colle:

VI

(M. B. Tomo XV, pág. 83)

Tengo la satisfacción de comunicarle que he tenido el consuelo de ver a nuestro siempre querido y amable Luis. Hay muchos deta­lles que espero poderle comunicar personalmente. Una vez lo vi ju­gando en un jardín con algunos compañeros, iba ricamente vestido, de una manera que no sabría describir. Otra vez lo vi en otro jardín, donde cogía flores que llevaba a un rico salón, colocándolas sobre una mesa. Le pregunté:

—¿Para quién son esas flores?

—Me han encargado de recoger estas flores —me respondió— y con ellas haré una corona para mi madre y para mi padre que han trabajado mucho por mi felicidad.
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El cuatro de diciembre escribía a la misma señora:

VII

(M. B. Tomo XV, pág. 83)

He visto varias veces a nuestro amado Luis, a nuestro queridísi­mo amigo, siempre glorioso, rodeado de luz, vestido de una manera esplendorosa que era para verlo más que para describirlo.
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«Espero hacerle una visita en Tolón en el mes de febrero pró­ximo y poder pasar unos días en compañía de usted y del señor Conde, su amadísimo esposo y gran bienhechor de las obras salesianas».

[San] Juan Don Bosco hizo a los señores Colle la visita anunciada, pero en el mes de marzo, en cuya ocasión explicó mejor lo relaciona­do con Luis. Habló entonces de una aparición que tuvo en Roma el 30 de abril del año anterior, 1882.
VIII

(M. B Tomo XV, págs. 83-84)

Era la festividad del Patrocinio de San José, tercera dominica después de Pascua. Estando en la sacristía de la capilla existente jun­to a la iglesia en construcción del Sagrado Corazón, vio a Luis sa­cando agua de un pozo.

—¿Para quién sacas tanta agua?—, le preguntó el [Santo].

—Para mí y para mis padres.

—¿Y por qué en tanta cantidad?

—¿No comprendes? ¿No ves que se trata del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo? Cuanto más tesoros de gracia y de misericordia salen de El, tanto más quedan.

—¿Y cómo es que te encuentras aquí?

—He venido a hacerle una visita y a decirle que soy feliz.
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En aquella ocasión permaneció en Tolón del 5 al 14 de mar­zo y contó otras muchas cosas que no todas ellas fueron escritas. Entre otros detalles afirmó que Luis, en sus diversas apariciones, se le presentaba siempre vestido distintamente y que interrogado por él sobre la causa de esta variedad, le contestó:

Esto es solamente paro satisfacción de su vista.

Conservaba siempre en el rostro ¡os mismos rasgos que cuan­do vivía, pero sus mejillas estaban llenas y su expresión alegre; de su persona salían ciertos reflejos dorados y sus vestidos eran del color del lirio y de la rosa y aún más espléndidos; su mirada era radiante y de una luminosidad que iba en aumento por mo­mentos hasta deslumbrar al que se fijaba en ella. Refiriéndose a las apariciones durante la Misa, dijo que duraban apenas un mi­nuto o minuto y medio y que si se hubiesen prolongado un po­quito más, habría caído al suelo, al no poder soportar aquel contacto con el mundo sobrenatural.

En cuanto al valor de las apariciones, la Condesa, que-estaba dotada de una esclarecida inteligencia, preguntó a [San] Juan Don Bosco so­bre el particular; el cual, como ella escribe, se expresó en estos términos: «Reflexionando sobre estas apariciones y estudiando el carácter de las mismas, estoy convencido de que no se trata de un engaño o ilusión, sino de una auténtica realidad. Todo cuan­to contemplo es claro y conforme con el espíritu de Dios. Luis está gozando sin duda alguna de las delicias del Paraíso. Respec­to a la frecuencia de tales visiones, ignoro cuál sea el fin secreto que se propone la Providencia; creo que se me aparece para ins­truirme enseñándome muchas cosas de ciencia y de teología para mí antes completamente desconocidas».

Volvamos a los hechos por el [Santo] narrados en aquella circunstancia.

IX

(M. B. Tomo XV, págs. 84-85)

Un día Luis le presentó una rosa, diciéndole:

—¿Quiere saber qué diferencia hay entre lo natural y sobrenatural? Mire esta rosa. Obsérvela ahora.

Inmediatamente la rosa se tornó tan esplendorosa que adquirió el brillo del diamante herido por los rayos del sol.

—Ahora, mire este monte— volvió a decirle.

Y he aquí que un monte al principio de piedra y con grandes concavidades llenas de fango, de horrible aspecto, trocóse en una maravillosa, montaña apareciendo en lugar de los socavones llenos de fango, multitud de piedras preciosas.

X

En otra ocasión, estando [San] Juan Don Bosco en Hyéres y habiendo sido invitado a un banquete, se vio no en la mesa, sino en una especie de amplia galería, en la que Luis, saliéndole al encuentro, le dijo:

—¡Mire qué banquete tan lujoso y qué manjares tan exquisitos! ¡Es demasiado! Y entretanto hay tanta gente muriendo de hambre. ¡Son gastos excesivos! Hay que combatir este lamentable derroche en el comer.

Entretanto los convidados dirigían la palabra a [San] Juan Don Bosco y cre­yendo que estuviese distraído le decían:

—¡[San] Juan Don Bosco, [San] Juan Don Bosco!

XI

Una vez entre [San] Juan Don Bosco y Luis se entabló este interesante diá­logo:
—Mi querido Luis, ¿eres feliz?

—Felicísimo.

—¿Estás muerto o vivo?

—Estoy vivo.

—Y, sin embargo, has muerto.

—Mi cuerpo fue sepultado, pero yo estoy vivo.

—Pero ¿no es tu cuerpo lo que veo ?

—No es mi cuerpo, no.

—¿Es tu espíritu?

—No es mi espíritu.

—¿Es tu alma?

—No es mi alma.

—¿Qué es, pues, lo que veo?

—Es mi sombra.

—Pero ¿una sombra cómo puede hablar?

—Porque Dios lo permite.

—¿Y tu alma, dónde está?

—Mi alma está junto a Dios, está en Dios y Vos no la podéis ver.

—¿Y tú cómo nos puedes ver a nosotros?

—En Dios se ven todas las cosas; el pasado, el presente, el futu­ro, como en un espejo.

—¿Qué haces en el cielo?

—En el cielo repito siempre: ¡Gloria a Dios! ¡Sean dadas gracias a Dios! Gracias a Aquel que nos ha creado; a Aquel que es el dueño de la vida y de la muerte. ¡Gracias! ¡Alabanzas! ¡Alleluia! ¡Alleluia!

—¿Y tus padres? ¿Qué me dices para ellos? ■

—Que pido por ellos continuamente y así les correspondo. Los espero aquí en el Paraíso.

XII

(M. B. Tomo XV, pág. 86)

En una nueva aparición, [San] Juan Don Bosco le preguntó nuevamente sobre el asunto de la sombra.

—Me has dicho que yo veo solamente tu sombra, porque tu alma está en Dios. ¿Cómo puede tener una sombra apariencia de cuerpo vivo?

—Pronto lo verás; presto lo podrás comprobar— respondió.

[San] Juan Don Bosco estuvo esperando esta prueba.

Algún tiempo des­pués, como él contó, se le apareció una noche el difunto párroco de Castelnuovo, paseando bajo los pórticos del Oratorio. Parecía muy saludable y contento.

—¡Oh, señor párroco!, exclamó [San] Juan Don Bosco—.

¿Vos aquí? ¿Cómo está?

—Soy feliz, felicísimo. Pasee conmigo.        <■

—¿No desea nada?

—En el cielo tiene uno todo cuanto desea. Pero pasee: vamos hablar.

—¿Me reconoce bien?

—¡Oh, maravillosamente!

—Míreme atentamente. ¿No ve que estoy en plena juventud y lleno de la más perfecta alegría?

—Sí, señor párroco, es Vos, no lo puedo poner en duda.

Después de haber paseado un rato, como solían hacer en otro tiempo el aparecido le dijo:

—¿Qué?, ¿ha aprendido la lección?

Y al decir esto desapareció.
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Entonces [San] Juan Don Bosco comprendió que Luis se las había enten­dido con aquel sacerdote. Y después de contar esto, dijo a los se­ñores Colle:
Semejantes favores son tan extraordinarios, que aterran por la responsabilidad que recae sobre quien tiene la obligación de corresponder a tantas gracias.

Durante el viaje del [Santo] por Francia, en 1883, las apariciones se multiplicaron.

XIII

La dominica de Laetare, cuatro de marzo, desde las cuatro a las seis de la tarde, en el trayecto de Cannes a Tolón, Luis le hizo com­pañía en el tren desde la primera a la última estación. Le hablaba en latín, alabando las grandezas de las obras de Dios: Entre otras cosas le llamó la atención sobre las nebulosas y le dio lecciones de astronomía, para él completamente nuevas.

—Si tuviese que ir —le dijo— en tren de la tierra al sol, se em­plearían no menos de trescientos cincuenta años. Y para llegar a la parte opuesta de este astro, habría que recorrer una distancia igual; empleándose en todo setecientos años. Ahora bien, cada nebulosa es cincuenta millones veces mayor que el sol y su luz para llegar a la tierra tarda diez millones de años. La luz del sol recorre trescientos cincuenta mil kilómetros por segundo...

Al llegar aquí, viendo que continuaba con semejantes cálculos astronómicos:

¡Basta, basta!, —le dijo el [Santo]—. Mi mente no te pue­de seguir. Me canso tanto que no puedo resistir.

—Y con todo, este es solamente el principio de la grandeza de las obras de Dios.

—¿Cómo es que estás en el cielo y aquí?

—Más veloz que la luz y con la rapidez del pensamiento puedo llegar aquí, a la casa de mis padres y a cualquier otro lugar.

XIV

(M. B. Tomo XV, págs. 87-88)

Algunos días después en Hyéres, durante la Misa, he aquí que se le aparece nuevamente Luis.

—¿Qué hay de nuevo, Luis? Le preguntó [San] Juan Don Bosco.

Luis le señaló una región de América del Sur, donde era necesa­rio enviar Misioneros y le mostró en las Cordilleras las fuentes del Chubut.

—Ahora —le dijo [San] Juan Don Bosco— déjame decir Misa. De otra ma­nera las distracciones no me dejarán proseguir.

—Es necesario —continuó Luis-— que los niños comulguen con frecuencia. Debes admitirlos muy pronto a la santa comunión. Dios quiere que se alimenten de la Sagrada Eucaristía.

—Pero ¿cómo se les va a dar la comunión cuando son tan pe­queños?

—Cuando tienen cuatro o cinco años se les debe enseñar la Hostia Santa y a que recen con la vista fija en Ella; esto será una es­pecie de comunión. Los niños deben estar convencidos de tres co­sas: de que han de amar a Dios, de que han de comulgar frecuentemente y de que han de profesar una sincera devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Pero esta última encierra las otras dos primeras.

XV

(M. B. Tomo XV, pág. 88)

En una visión precedente Luis le había señalado un pozo en me­dio del mar, diciendo:

—Mire aquel pozo. Las aguas del mar penetran en él continua­mente y el mar no disminuye nunca. Lo mismo sucede con las gracias contenidas en el Sagrado Corazón de Jesús. Es fácil recibirlas: basta con pedírselas.

XVI

(M. B. Tomo XV, pág. 88)

En abril del mismo año celebraba la Misa en París en la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias. Luis se le apareció, mientras el [Santo] distribuía la Comunión. Lo vio, como siempre, cir­cundado de gloria y llevando al pecho un collar de diversos colores, blanco, negro, rojo; pero además de estos tres había otros innume­rables que no se podrían describir, La impresión subitánea experi­mentada por [San] Juan Don Bosco le detuvo la mano impidiéndole continuar distribuyendo las formas. Los coadjutores de la iglesia, creyendo que fuese cansancio, comenzaron a dar ellos la Comunión.

El [Santo] dijo a Luis:

—¿Cómo es que estás aquí? ¿Por qué has venido mientras doy la Comunión? ¿Ves cómo he quedado perplejo?

—Esta es —respondió— la casa de las gracias y de las bendicio­nes.

—Pero ¿dónde están los demás? No veo a nadie. ¿Qué debo ha­cer?

—Distribuya la Santa Comunión.

—¿Dónde están los que estaban al pie del altar?

—Distribuya la Sagrada Comunión. He ahí a los que quería ver.

Luis entonces desapareció y [San] Juan Don Bosco se encontró en el altar terminando la Misa.

XVII

(M. B Tomo XV, págs. 80-89)

En París se le apareció por segunda vez, de allí a pocos días, en la iglesia de Santa Clotilde. Habiendo venido [San] Juan Don Bosco a celebrar en ella, intentaba inútilmente librarse de la multitud para hacer la ac­ción de gracias. En la sacristía le asediaban por todas partes.

—Déjenme un momento —decía—, déjenme que rece al menos un Pater.

Pero nadie le hacía caso. Al ver esto el párroco lo llevó a un cuartito contiguo.
Apenas hubo entrado en él, aquél se iluminó de luz celestial y vio a Luis ir de una a otra parte sin hacer ruido.

—¡Oh, Luis!, —exclamó [San] Juan Don Bosco—. ¿Por qué paseas de esa manera sin decirme nada?

—No es tiempo de hablar, sino de rezar.

—¡Oh!, habíame; dime algo, como lo has hecho siempre.

—Tengo algo importante que comunicarle pero no ha llegado el tiempo de hacerlo todavía.

—Pues, es necesario que me hables. Tengo que ver a tus pa­dres, ¿y qué consuelos les puedo proporcionar?

—Consuelos, los tendrán. Que continúen rezando, sirviendo a Dios y a la Virgen María. Yo estoy preparando la felicidad de en­trambos.

—¡Rezar! Ya no hay necesidad de hacerlo por ti. Sabemos que eres feliz. ¿Por qué quieres que tus padres continúen hasta cansarse haciendo oración?

—Con la oración damos gloria a Dios.

—¿Por qué no haces una visita a tus padres que tanto te aman?

—¿Por qué quiere saber lo que Dios se ha reservado para sí?

Dicho esto desapareció. [San] Juan Don Bosco hizo resaltar que Luis per­maneció todo el tiempo con la cabeza descubierta.

XVIII

(M. B. Tomo XV. págs. 89-90)

En el año de 1883, en la noche del 30 de agosto, [San] Juan Don Bosco tuvo un gran sueño que reseñaremos a su tiempo. Le pareció en­contrarse en una espaciosa sala entre numerosos amigos que habían pasado ya a la eternidad. Uno de ellos como de unos quince años, de celestial belleza y más resplandeciente que el sol, se le acercó: era Luis. En un viaje rapidísimo le hizo ver al [Santo] la he­rencia espiritual reservada a los Salesianos de América; los sudores y sangre con que fecundarían aquellas tierras y la prosperidad mate­rial de las mismas.
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El 15 de octubre pidió a Don Lemoyne una copia para en­viarla a Tolón. «Ten la bondad le decíade ultimar el sueño de América y envíamelo inmediatamente. El Conde Colle está deseoso de leerlo, pero lo quiere traducido al francés, lo que pro­curaré hacer inmediatamente».

Escribiendo después al Conde el 11 de febrero de 1884, le decía: «El viaje realizado por mí con nuestro querido Luis se explica cada vez más. En estos momentos parece que se haya con­vertido en el centro de todos los asuntos. Se habla, se escribe, se publica mucho para explicar y poner en práctica nuestros proyec­tos. Si el Señor nos concede la gracia de una entrevista, tendre­mos muchas cosas qué contarnos».

Es interesante lo que en 1884 le sucedió al [Santo] en
Orte.

Regresando de Roma el 14 de mayo, hubo de parar en aque­lla estación unas cuatro horas.


XIX

(M. B. Tomo XV. págs. 90-91)

Era de noche; en la sala de espera intentó dormir en un sillón, pero no lo conseguía. Y he aquí que ve delante de sí a Luis mientras desaparecían de su vista todos los demás objetos. [San] Juan Don Bosco se le­vantó y fue a su encuentro diciéndole:

—¿Eres tú, Luis?

—¿No me conoce? ¿No se recuerda ya del viaje que hemos he­cho juntos?

—¡Oh, sí, me recuerdo muy bien! ¿Pero cómo se podrán reali­zar todas aquellas cosas? Yo estoy cansado y mi salud va de mal en peor.

—¿Su salud va mal? No es cierto... Mañana me dará la respuesta. La visión desapareció á la hora de la partida.
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El día siguiente era el primero de la novena a María Auxilia­dora. [San] Juan Don Bosco, que desde su regreso de Francia había ido siempre de mal en peor, experimentó improvisadamente una sensible mejoría, que de día en día se fue acentuando.

Cuando salió de la estación de Orte, eran las dos de la ma­drugada. Don Lemoyne, que acompañaba a [San] Juan Don Bosco, quedó impresionado al ver en su manera de proceder algo fuera de lo ordinario. En efecto, habiéndose encontrado con el jefe del tren que le invitaba a subir al coche, le dijo:

¿Sabe quién soy yo?

No lo sé replicó aquél.

Soy [San] Juan Don Bosco.

—¿Y qué?

Soy [San] Juan Don Bosco, de Turín.

El diálogo quedó interrumpido, porque el tren se puso en marcha.

En estas palabras y en la manera de proferirlas se adivinaba algo de singular, que Don Lemoyne no había advertido jamás en él; por lo que buscando una explicación e ignorando lo sucedido, llegó a hacer mil suposiciones, no comprobadas ni por él ni por nadie. El hecho de esta aparición fue narrado por el [Santo] a los esposos Colle el 1 de junio de 1885 en Turín.

Un segundo sueño, que tuvo el 1 de febrero de 1885, hizo ver a [San] Juan Don Bosco el porvenir de sus Misiones.

El 10 de agosto el [Santo] escribía al Conde:

XX

(M. B. Tomo XV, págs. 91 -92)

Nuestro amigo Luis me condujo a dar un paseo por Centro América, tierra de Cam, la llamaba él, y por las tierras de Arfaxad o de la China. Si Dios nos concede que nos veamos hablaremos larga­mente.
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Esto nos aclara quién fuese el personaje que en cierto mo­mento se le puso al lado, cuando desde América se encontró de pronto trasladado a África, de cuyo personaje había dicho al na­rrar el sueño: «Yo reconocí en él a mi intérprete».

Del mismo sueño encontramos también una alusión en otra carta fechada el 15 de enero de 1886: «Recibirán noticias dice el [Santo]del paseo realizado por la China con nuestro Luis. Cuando Dios nos conceda la gracia de encontrarnos juntos, tendremos muchas cosas que decirnos». De cuanto precede se de­duce que en junio de 1885, no había dicho aún nada a los Con­des Colle.

La última aparición de la cual hayamos tenido noticias tuvo lugar en la noche del 10 de marzo de 1885.

XXI

(M. B. Tomo XV, págs. 91 -92)

[San] Juan Don Bosco insistía a Luis para que le dijese alguna palabra y éste le respondió:

—En la sacristía de la Catedral de Tolón Vos rezasteis para que yo sanase.

—Sí, pedí por tu curación.

—Pues bien, fue mejor que yo no sanase.

—¿Cómo es posible? Habrías hecho muchas obras buenas, ha­brías proporcionado muchos consuelos a tus padres, te habrías dedi­cado enteramente a glorificar a Dios...

—¿Está seguro de ello? Vos mismo ha pronunciado una sen­tencia amarga para mí, amarga para mis padres; pero fue por mi bien. Cuando Vos pedisteis por mi salud, la Santísima Virgen decía a Nuestro Señor Jesucristo: Ahora es mi hijo; me lo quiero llevar aho­ra que es mío.

—¿Cuándo nos debemos preparar para ir al cielo?

—Se acerca el momento en el que le daré la explicación que de­sea.
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[San] Juan Don Bosco contó a los Condes todo esto en la galería junto a su habitación el 1 de junio de 1885, vigilia aquel año de la festi­vidad de María Auxiliadora. Terminado su relato, observó:

Indecible era la belleza de los ornamentos que cubrían la persona de nuestro querido Luis. Solamente la corona que le ce­ñía la frente, habría requerido no días o meses, sino años para examinarla detenidamente, tal variedad de adornos ofrecía a la vista, haciéndose cada vez más brillante y haciéndose mayor a medida que se la contemplaba.

Los padres, antes de conocer todas las cosas sucedidas des­pués del mes de marzo de 1883 y que les fueron contadas en el 1885, no estaban muy tranquilos sobre la suerte del hijo, por lo cual pedían a [San] Juan Don Bosco hiciese oraciones especiales en sufragio del alma del difunto. El [Santo] les respondió una vez:

He comenzado ya la novena de Misas, comuniones, oracio­nes especiales por nuestro Luis, que creo se reirá de nosotros, porque rezamos por él para sufragar su alma, cuando, en reali­dad, es ya nuestro protector en el paraíso y continuará prote­giéndonos hasta que nos acoja en la felicidad eterna.

La Condesa, al cerrar sus apuntes, anotaba: «Al confiar a dos corazones afligidos para su mayor consuelo estas sus comunica­ciones con el mundo sobrenatural, [San] Juan Don Bosco parecía tan feliz que llegaba a decir que veía la Jerusalén celestial. La emoción le vencía y sus ojos se llenaban de lágrimas cuando repetía las ac­ciones de gracias que Luis daba a Dios en el cielo».

LA SOCIEDAD SALESIANA

SUEÑO 117.AÑO DE 1881.

(M. B. Tomo XV, págs. 183-187)

Como para levantar el ánimo de [San] Juan Don Bosco, de manera que el peso de las numerosas contrariedades grandes y pequeñas no le abrumasen, el cielo, diremos así, descendía de tiempo en tiem­po hasta él en forma de ilustraciones de orden superior que le confirmaban en la realidad de la misión que le había sido confia­da por Dos.

En el mes de septiembre tuvo uno de sus sueños más impor­tantes, en el que se le presentó el porvenir de la Congregación y su extraordinario desarrollo; al mismo tiempo se le daban a co­nocer los peligros que amenazarían destruirla si no se procedía con prudencia a la conjura de los mismos. Las cosas que vio y que oyó le impresionaron de tal manera, que no se contentó con expo­nerlas de palabra, sino que también las consignó por escrito.

El original se perdió, pero han ¡legado hasta nosotros nume­rosas copias que concuerdan maravillosamente.

He aquí el texto del sueño:

Spiritus Sancti gratia illuminet sensus et corda nostra. Amen.
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La gracia del Espíritu Santo ilumine nuestros sentidos y nuestros corazones. Así sea.

Para enseñanza de la Pía Sociedad Salesiana.

El 10 de septiembre del corriente año de 1881, día que la Igle­sia consagra al glorioso nombre de María, estaban los Salesianos de Ejercicios Espirituales, en San Benigno Canavese.

En la noche del 10 al 11, mientras dormía, creí hallarme pa­seando en una gran sala, magníficamente adornada, con los Direc­tores de nuestras casas, cuando apareció entre nosotros un hombre de tan majestuoso aspecto que no podíamos fijar en él la mirada.

Habiéndonos observado en silencio, se puso a caminar a poca distancia nuestra. El personaje estaba vestido de la siguiente mane­ra: Un rico manto le cubría el cuerpo a manera de capa.

En la parte más cercana al cuello llevaba una banda anudada por delante, con una cinta que le caía sobre el pecho.

En la banda se leía escrito con brillantes caracteres: Salesianorum Societas, y en la cinta: Qualis esse debet.

Lo que apenas nos permitía mirar al Augusto personaje, eran diez diamantes de tamaño y esplendor extraordinarios.

Tres de estos diamantes los tenía sobre el pecho.

En uno estaba escrito: Fe; en otro: Esperanza; y en el tercero, colocado sobre el corazón: Caridad.

Sobre los hombros llevaba otros dos diamantes.

En el hombro derecho se leía: Trabajo, y en el izquierdo: Tem­planza.

Los cinco diamantes restantes adornaban la parte posterior del manto dispuestos en el siguiente orden:

Uno, el más grande y refulgente, estaba en medio, como centro de un cuadrilátero y tenía escrito: Obediencia.

Sobre el primero, colocado a la derecha, se leía: Voto de pobreza.

Sobre el segundo, puesto en el mismo lado, pero más abajo: Premio.

En el tercero, colocado a la izquierda: Voto de castidad. El resplandor que irradiaba este diamante era tal que fascinaba y atraía la vista como el imán al hierro.

El cuarto, colocado también a la izquierda, pero más abajo, lle­vaba grabada esta palabra: Ayuno.
Estos cuatro diamantes dirigían sus rayos luminosos hacia el dia­mante del centro.

Todos estos diamantes despedían rayos que se elevaban a ma­nera de pequeñas llamas en las que se leían diversas sentencias.

En los rayos del diamante de la Fe, estaba escrito:

Sumite scutum fidei, ut adversus insidias diaboli, certare positis.

Ármense con el escudo de la fe, para que puedan combatir con­tra las asechanzas del diablo.

Fides sine operibus mortua est.

La fe sin obras es muerta.

Non auditores, sed factores legis regnum Dei possidebunt.

No los que oyen la ley de Dios poseerán su reino, sino los que la cumplen.

En los rayos de la Esperanza:

Sperate in Domino, non in hominibus.

Confiad en Dios, no en los hombres.

Semper vestra fixa sint corda ubi vera sunt gaudia.

Estén sus corazones siempre fijos donde existen los verdaderos goces.
En los rayos de la Caridad:

Alter alterius onera pórtate, si vultis adimplere legem meam.

Si quieren cumplir la ley divina, ayúdense los unos a los otros.

Diligite et diligemini. Sed diligite animas vestras et vestrorum.

Amen y serán amados. Pero amen sus almas y las de los suyos.

Devote divinum officium persolvatur; Missa atiente celebretur; sanctum sanctorum peramanter visitetur. 

Récese devotamente el Oficio divino. Celébrese atentamente la Santa Misa. Visítese amantísimamente a Jesús Sacramentado.

En el diamante del Trabajo:

Remedium concupiscentiae.

Remedio de la concupiscencia.

Arma potens contra omnes insidias diaboli.

Arma poderosa contra todas las insidias del diablo.

En el diamante de la Templanza:

Si ligna tollis, ignis extinguitur.

Si quitas la leña se acaba el fuego.

Pactum constituite cum oculis vestris, cum gula, cum somno, ne hujusmodi inimici depraedentur animas vestras.

Hagan pacto con los ojos, con la gula y con el sueño, para que estos enemigos no perjudiquen a sus almas.

Intemperantia et castitas non possunt simul cohabitare.

La intemperancia y la castidad no pueden vivir juntas.

El diamante de la Obediencia:

Totius aedificii fundamentum, et sanctitatis compendium.

Fundamento del edificio espiritual y compendio de santidad.

En los rayos de la Pobreza:

Ipsorum est regnum coelorum.

De los pobres es el reino de los cielos.

Divitiae spinae sunt.

Las riquezas son espinas.

Paupertas non verbis, sed corde et opere conficitur. Ipsa coeli ianuam aperiet et introibit.

La pobreza no consiste en palabras sino en afectos y obras. Ella nos abrirá el reino de los cielos y entraremos en él.

En los rayos de la Castidad:

Omnes virtutes veniunt pariter cum illa.

Todas las virtudes vienen juntamente con ella.

Qui mundo sunt corde Dei arcana vident, et Deum ipsum videbunt.

Los limpios de corazón comprenden los arcanos divinos y verán al mismo Dios.

En los rayos del Premio:

Si dilectat magnitudo praemiorum, non deterreat multitudo laborum.

Si te deleita la grandeza del premio, que no te espante la multi­tud del trabajo.

Qui mecum patitur, mecum gaudebit.

El que conmigo padece, conmigo gozará.

Momentaneum est quod patimur in terra, aeternum est quod delectabitur in coelo amicos meos.

Momentáneo es lo que padecemos en la tierra y eterno lo que deleitará a mis amigos en el cielo.

En los rayos del Ayuno:

Arma potentissima adversus insidias inimici.

Arma potentísima contra las asechanzas del enemigo.

Omnium virtutum custos.

Custodio de todas las virtudes.

Omne genus daemoniorum per ipsum ejicietur.

Con el ayuno se vencen todo género de demonios.

La orla del manto era una ancha franja rosada, en la que se leían estas palabras:

Argumentum praedicationis mane, meridie et vespere.

Argumento de predicación por la mañana, al mediodía, por la tarde.

Colligite fragmenta virtutum et magnum aedificium constituetis.

Recojan los fragmentos de las virtudes y se harán un gran edifi­cio de santidad.

Vae vobis qui módica spernitis. Paulatim vos decidetis.

¡Ay de vosotros si despreciáis las cosas pequeñas, poco a poco caeréis!

Hasta entonces los Directores habían estado, quién de pie, quién de rodillas, pero todos atónitos y silenciosos. Entonces [Beato] Miguel Don Rúa, como fuera de sí, dijo:

—Es necesario tomar apuntes para no olvidarse.

Buscó una pluma pero en vano; sacó la cartera y no halló el lápiz.

—Yo me recordaré de todo— dijo Don Celestino Durando.

—Me gustaría tomar nota de todo —añadió Don José Fagnano— y se puso a escribir con el tallo de una rosa.

Todos miraron y comprendían lo que iba escribiendo.
Cuando Don Fagnano hubo terminado de escribir, Don Santia­go Costamagna continuó dictando:

La caridad lo comprende todo, lo sobrelleva todo, lo vence todo: prediquémosla con la palabra y con los hechos.
Mientras Don José Fagnano escribía, desapareció la luz y densas tinieblas invadieron el salón.

—¡Silencio!—, exclamó Don Carlos Ghivarello. Arrodillémonos y vendrá la luz.

Don Luis Lasagna comenzó el Veni Creator Spiritus, después el De profundis, la jaculatoria Maria Auxilium Christianorum, si­guiéndole todos.

Al responder los circunstantes: Ora pro nobis, apareció una luz rodeando un cartel en el que se leía: Salesianorum Societas quomodo esse periclitatur. Cómo corre peligro de ser la Sociedad Salesiana.

La luz se hizo un poco más viva de modo que todos nos podía­mos ver y conocer.

En medio de aquel resplandor reapareció el Personaje, pero con aspecto melancólico y como quien está a punto de comenzar a llorar.

El hermoso manto que antes le cubría estaba ahora descolorido, apolillado y roto. En el sitio de los diamantes sólo había, debido a la polilla y a otros insectos, un gran rasgón.

Respicite et intelligite. Miren y entiendan— nos dijo.

Y vi que los diez diamantes se habían convertido en otras tantas polillas que roían furiosamente el manto.

El diamante de la Fe había sido sustituido por esta frase: Somnum et accedía. Sueño y pereza.

El de la Esperanza: Risus et scurrilitas. Risas y chacota.

El de la Caridad: Negligentia in Divinis perficiendis. Amant et quaerunt quae sua sunt, non quae Jesu Christi.

Negligencia en los divinos oficios. Aman y buscan sus cosas y no las de Jesucristo.

El de la Templanza: Gula et quorum Deus venter est.

Gula y aquellos cuyo Dios es el vientre.

El del Trabajo: Somnum, furtum et otiositas. Sueño, hurto y ociosidad.

En el lugar de la Obediencia había un gran desgarrón.

El diamante de la Castidad había sido sustituido por la frase: Concupiscentia oculorum et superbia vitae.

Concupisencia de los ojos y soberbia de la vida.

El de la Pobreza: Lectum, hábitus, potus et pecunia.

Lecho, hábito, vino y dinero.

El del Premio: Pars nostra erunt quae sunt super terram. Nuestra recompensa serán las cosas de la tierra.

En el sitio del Ayuno no había nada escrito, sólo un rasgón.

Ante espectáculo tan desolador quedamos todos aterrados.

Don Luis Lasagna cayó desvanecido al suelo. Don Juan Cagliero palideció como la cera y apoyándose en una silla, exclamó:

—¿Es posible que las cosas hayan llegado ya a este punto?

Don José Lazzero y Don Pedro Guidazio estaban como fuera de sí y se dieron la mano para no caer. Don Juan Francesia, el Conde Cays, Don Julio Barberis y Don José Leverattó estaban arrodillados rezando el Rosario.

De pronto se oyó una voz potente que decía:

—¡Ha desaparecido tanta belleza! Quo modo mutatus est co­lor optimus. Repentinamente nos volvimos a encontrar rodeados de densas tinieblas en medio de las cuales apareció una luz vivísima en forma de cuerpo humano.
No pudimos fijar la mirada, pero nos fue dado a conocer que se trataba de un jovencito vestido de blanca túnica bordada en plata y oro. Alrededor de la túnica llevaba una orla de luminosísimos dia­mantes.

El jovencito de blanca túnica se adelantó un poco hacia nosotros y con majestuoso aspecto, dulce y amable al mismo tiempo, nos di­rigió estas textuales palabras:

Serví et instrumenta Dei omnipotentis, attendite et intelligite.

Siervos e instrumentos del Dios Omnipotente, atiendan y re­cuérdenlo bien.

Confortamini et estote robusti.

Anímense y permanezcan firmes.

Quod vidistis et audistis, est coelestis admonitio quae nunc vobis et fratribus vestris facta est: animadvertite et intelligite sermónem.

Lo que acaban de ver y de oír es un aviso celestial hecho a vosotros y a sus hermanos. Estén atentos y comprendan mis palabras.

Jacula praevisa minus feriunt, et praeveniri possunt. Quot sunt verba signata, tot sint argumenta praedicationis.

Los dardos que se ven venir hieren menos y se pueden prevenir. Cuantas son las palabras señaladas, otros tantos sean los argumen­tos de predicación.

Indesinenter praedicate, opportune et importune: sed quae praedicatis constanter facite, adeo ut opera vestra sint velut lux, quae secuti tuta traditio ad fratres et filios pertranseat de generatione in generationem.

Prediquen sin cesar; oportuna e importunamente. Pero lo que prediquen predíquenlo constantemente de tal manera que sus obras sean como la luz, que, cual segura tradición pase de generación en generación a vuestros hermanos e hijos.

Attendite et intelligite. Estote oculati in tironibus acceptandis: fortes in colendis: prudentes in admittendis. Omnes probate: sed tantum quod bonum est tenete. Leves et mobiles dimittite.

Oigan y recuérdenlo bien. Sean cautos en la aceptación de los novi­cios; fuertes en probarlos; prudentes en admitirlos a la profesión. Prue­ben a todos: pero, quédense sólo con los buenos. Despidan a los ligeros y volubles.                              

Attendite et intelligite: Meditatio matutina et vespertina sit indesinenter de observantia Constitutionum. Si haec feceritis nunquam vobis deficiet Omnipotentis Auxilium. Spectaculum facti eritis mundo et angelis et tunc gloria vestra erit gloria Dei.

Oigan y recuérdenlo bien: Su meditación de la mañana y de la noche, sea sobre la exacta observancia de las Constituciones. Si lo hacéis así no os faltará nunca el auxilio del Omnipotente. Serán la admiración del mundo y de los ángeles y entonces su gloria será la gloria de Dios.

Qui videbunt saeculum hoc exiens et alterum incipiens, ipsi dicent de vobis: A Domino factum est istud; et est mirabile in oculis nostris. Tunc omnes fratres vestri et fiiii vestri una voce cantabunt: Non nobis, Domine, non nobis; sed nomini tuo da gloriam...

Los que vivan al fin de este siglo y al comienzo del otro, dirán de vosotros: El Señor ha hecho todo esto y es admirable a nuestros ojos. Entonces todos sus hermanos e hijos cantarán al unísono: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria.

Estas últimas palabras las cantó el jovencito de la blanca túnica y a su voz se unió multitud de voces tan armoniosas y sonoras que to­dos quedamos extasiados y para no caer desvanecidos nos unimos a los demás en el canto.

Cuando este se hubo terminado, se oscureció la luz. Después me desperté y observé que comenzaba a amanecer.
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El sueño duró casi toda la noche y por la mañana me encon­tré extenuado de fuerzas. Sin embargo, por temor a olvidarme de algo, me levanté en seguida y tomé algunos apuntes que me han servido para recordar cuanto he referido hoy, día de la Pre­sentación de la Santísima Virgen en el templo.

No me ha sido posible recordarlo todo. Pero entre otras mu­chas cosas he podido conocer, con certeza, que el Señor usa de gran misericordia para con nosotros.

Nuestra Sociedad es bendecida por el cielo, pero Dios quiere nuestra cooperación.

Los males que nos amenazan se podrán evitar si predicamos sobre las virtudes y combatimos los vicios arriba indicados, y si esto que predicamos lo practicamos y lo legamos a nuestros herma­nos como práctica tradicional de cuanto se ha hecho y se hace.

He podido conocer también que nos aguardan próximamente muchas espinas, muchos trabajos, a los que seguirán grandes con­suelos. El año de 1890 será fecha de temer y el 1895 año de gran­des triunfos. María Auxilium Christianorum, ora pro nobis.

Don [Beato] Miguel Rúa puso inmediatamente en práctica continúa Don Ceriala amonestación del Personaje, sobre que de las cosas re­veladas se tomara materia para la predicación; pues él mismo dio a los Hermanos del Oratorio una serie de conferencias, en las que les comentó detalladamente las dos partes del sueño.

El tiempo en el cual [San] Juan Don Bosco encuadraba la doble even­tualidad de los triunfos y de las derrotas, corresponde en la Congregación al período que en la vida humana se relaciona con la adolescencia, momento delicado y peligroso, del cual de­pende después todo el porvenir. En el último decenio del siglo pasado, el multiplicarse de las casas y de los socios en tantas y tan diferentes naciones podían dar sin duda lugar a una de esas desviaciones de la línea recta, que si no se corrigen pronta­mente, llevan a una separación del camino principal. Pero al de­saparecer [San] Juan Don Bosco, la Providencia nos hizo encontrar en su sucesor la mente iluminada, la voluntad enérgica necesarias en aquella fase crítica. [Beato] Miguel Don Rúa, que se podía llamar perfectamente la personificación viviente de todo lo bello y lo bueno contenido en la primera parte del sueño, fue en efecto el centinela vigilante, el jefe incansable y autorizado que supo disciplinar y guiar las nuevas ge­neraciones por el camino recto.

El contenido del sueño es para todos los tiempos. [San] Juan Don Bosco dio la voz de alarma para el período preciso que había de seguir a su muerte; pero el qualis esse debet y el qualis esse periclitatur contienen una amonestación que jamás perderá su valor, de forma que siempre será una realidad la declaración hecha por [San] Juan Don Bosco a los Superiores: «Los males que nos amenazan se podrán evitar si predicamos sobre las virtudes y los vicios en el sueño indicados».

LAS CASTAÑAS

SUEÑO 118.AÑO DE 1881.

(M. B. Tomo XV, págs 364-365)

El año de 1881 se clausuró con un hermoso regaló del cielo a las Hijas de María Auxiliadora.

[San] Juan Don Bosco, a finales de diciembre, tuvo un sueño relaciona­do con su Instituto, sueño que contó a Don Lemoyne, el cual, como hacía con todo lo relacionado con la venerada persona del [Santo], tomó nota inmediatamente.

Al exponerlo segui­remos sus apuntes.
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Le pareció a [San] Juan Don Bosco que estaba recogiendo castañas en un castañar próximo a Castelnuovo. Había muchas, hermosas y gran­des, esparcidas por el suelo cubierto de hierba. Mientras él no pen­saba en otra cosa, he aquí que se aparece una mujer que se le fue acercando mientras ella también recogía castañas y las echaba en una canasta. [San] Juan Don Bosco se sintió mortificado al ver cómo aquella mujer se había tomado la libertad de coger castañas en aquel lugar y le preguntó:

—¿Con qué derecho habéis venido Vos aquí? No comprendo cómo se atreve a venir a coger castañas en mi terreno.

—¿Cómo?, ---respondió ella—. ¿Acaso no tengo derecho a hacerlo?

—Yo creo que aquí el dueño soy yo y que, por tanto, esto es mío.

—Bien —replicó ella—; pero es qué yo estoy cogiendo castañas también para ti.

Aquella mujer hablaba con acento tan resuelto y sin cejar en su labor, de forma que [San] Juan Don Bosco no juzgó oportuno insistir, y, por su parte, siguió también él recogiendo castañas. Cuando ambos tuvie­ron la cesta llena, la mujer llamó a [San] Juan Don Bosco y le dijo:

—¿Sabes cuántas castañas hay aquí dentro?

—¡A fe que es bien extraña la pregunta que me hace!

—Vamos, responde: ¿lo sabes, sí o no?

—Pues no lo sé; no soy ningún adivino.

—Entonces, te lo diré yo.

—Bien, ¿cuántas?

—Quinientas cuatro.

—¿Quinientas cuatro?

—Exactas. ¿Y sabes qué simbolizan estas castañas?

—¿Qué?

—Las casas de las Hijas de María Auxiliadora. Tantos serán los colegios fundados por tus hijas.

Mientras estábamos en esta conversación, se levantó un clamor de hombrachos furiosos; eran unas voces semejantes a las de los bo­rrachos. Se notaba que los que vociferaban avanzaban entre los ár­boles.

[San] Juan Don Bosco, atemorizado, huyó y la mujer corrió detrás de él hasta que llegaron a la orilla de una playa. Seguir adelante no se podía y no había que pensar en volver atrás. [San] Juan Don Bosco estaba sobre ascuas. En­tretanto aquellos individuos se acercaban alborotando y pisoteando con despecho las castañas que habían quedado en el suelo.

Aquí comenta Don Lémoyne: «Tal vez se trata de las vocaciones contrariadas, a causa principalmente de las luchas contra las casas de nuestras hermanas, o mejor la suerte de las, que quedan en me­dio del mundo». [San] Juan Don Bosco, al escuchar semejante ruido, se desper­tó, pero poco después concilio el sueño y volvió a soñar.

Le parecía estar sentado al borde de un ribazo; a poca distancia estaba también sentada la mujer con su canasto lleno de castañas. En la lejanía resonaban aún los gritos de aquellos energúmenos; pa­reció que se perdiesen detrás de una colina, pero fue cosa de breves instantes.

[San] Juan Don Bosco tenía la mirada fija en aquellas castañas, que eran gruesas y hermosas sobre manera. Más al fijarse bien notó que te­nían el agujero hecho por el gusano.

—¡Oh! Mira— dijo entonces a la mujer... ¿Qué haremos con es­tas castañas?; están agusanadas.

—Es necesario escogerlas para que no echen a perder a las sa­nas. Hay que despedir a aquellas hijas qué no son buenas y no tie­nen el espíritu de la casa, pues, el gusano de la soberbia o de otros vicios las corroe: especialmente si se trata de postulantes.

Don Lemoyrie comenta: «Las castañas en la segunda parte del sueño representan a las Hijas de María Auxiliadora».

[San] Juan Don Bosco, que continuaba contemplando aquellas castañas, cogió algunas y al comprobar que las podridas no eran tantas, se lo hizo notar a la mujer, la cual dijo:

—¿Crees tú que las que quedan ahí están todas buenas? ¿No tendrán el gusano dentro sin que se note por fuera?

—¿Y cómo se podrá descubrir si están buenas o malas?

—¡Ah! La cosa es difícil. Algunas saben fingir tan bien que pare­ce imposible el conseguir conocerlas.                              

—¿Y entonces?
—Mira; hay un medio. Somételas a la prueba de las reglas, y no las pierdas de vista. Así verás quién tiene o no el espíritu de Dios. Es una prueba ésta, mediante la cual difícilmente se equivoca un atento observador.

[San] Juan Don Bosco continuaba pensando en las castañas sin dejar de mirar­las, hasta que se despertó imprevistamente. Comenzaba a amanecer.
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Después dijo a Don Lemoyne que durante semanas enteras este sueño se había repetido durante noches y noches; bastaba que se durmiese para que inmediatamente se presentase a su imaginación la escena de la mujer y las castañas.

Una vez la mujer le habló así:
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—Está atento con las castañas podridas y con las vacías. Pruébalas metiéndolas en el agua dentro de la olla. La prueba es la obediencia... Cuécelas. Las podridas si se aprietan entre los dedos, sueltan inmedia­tamente el humor que tienen dentro. Estas tíralas. Las vanas, o sea, las que están vacías suben a flote. No se quedan abajo con las otras, sino que quieren sobresalir de alguna manera. Tómalas con la espumadera y tíralas. No olvides que las buenas, cuando están cocidas, no se mon­dan fácilmente. Hay que quitar primero la corteza y luego la piel. En­tonces te parecerán blancas, muy blancas, algunas son dobles; ábrelas y verás en medio una película, allí escondido hay un jugo amargo.
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No se podría imaginar una comparación más exacta para se­ñalar las diversas calidades de personas que conviven en una casa religiosa y cuan difícil sea escudriñar el corazón de ciertas personas a pesar de su bondad.
EL MENSAJE DE DON PROVERA

SUEÑO 119.AÑO DE 1883.

(M. B. Tomo XVI, págs. 15-16)

El presente sueño está tomado de un autógrafo de [San] Juan Don Bos­co conservado en el Archivo de Turín. Dice así:
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La noche del 17, al 18 de enero de 1883, soñé que salía del co­medor con otros sacerdotes de la Congregación. Cuando estuve en la puerta, me di cuenta que junto a mí venía un sacerdote descono­cido, pero al fijarme bien en él, me di cuenta de que era Don Próvera, nuestro antiguo hermano. Era un poco más elevado de estatura que cuando estaba en esta vida mortal. Estaba vestido de nuevo con cara fresca y sonriente, despidiendo una especie de claridad, parecía querer seguir adelante. ■  

—Don Provera —le dije—: ¿Eres realmente Don Provera?

—Sí, que soy Don Provera —respondió—. Y al decir esto su rostro, se tornó tan hermoso y tan resplandeciente que difícilmente se podían fijar los ojos en él.

—Si eres verdaderamente Don Provera, no huyas de mí; espera un momento. Pero por favor, no me dejes tu sombra en las manos y desaparezcas, sino permite que te hable.

—Sí, si; hable que le escucharé.

—¿Te has salvado?
—Sí que me he salvado; me he salvado por la misericordia de Dios.

—¿Qué es lo que gozas en la otra vida?

—Todo cuanto el corazón puede imaginar y la mente es capaz de concebir, el ojo ver y la lengua expresar.

Dicho esto, hizo ademán como de quererse marchar y su mano que yo tenía estrechada se iba tornando casi insensible.

—No, le dije, no te vayas, sino háblame y dime algo que me interese.

—Continúe trabajando. Le aguardan muchas cosas.

—¿Aún por mucho tiempo?

—No mucho. Pero trabaje haciendo todos los esfuerzos posi­bles, como si tuviese que vivir siempre, pero... esté siempre bien preparado.

—¿Y páralos hermanos de la Congregación?  

—A los hermanos de la Congregación recomiéndoles una y otra vez el fervor.                                                     

—¿Cómo hacer para conseguirlo?

—Nos lo dice el jefe supremo de los maestros. Tome una poda­dera bien afilada y proceda como un buen viñador; corté tos sar­mientos secos o inútiles para la vid. Entonces se tomará vigorosa y producirá copiosos frutos, y lo que más importa: dará frutos durante mucho tiempo.
—¿Y a nuestros hermanos qué debo decirles?

A mis amigos —añadió con voz más fuerte—, a mis hermanos, dígales que les está reservado un gran premio, pero que Dios lo otorga solamente a los que perseveraran en las batallas del Señor.

—¿Qué me recomiendas para nuestros jóvenes?

—Con nuestros jóvenes se debe emplear trabajo y vigilancia.

—¿Y qué más?

—Vigilancia y trabajo, trabajo y vigilancia.

—¿Qué han de practicar nuestros jóvenes para asegurarse la sal­vación eterna?

—Que se alimenten con frecuencia con el manjar de los fuertes y hagan propósitos firmes en la confesión.

—Dime algo que deban hacer preferentemente en este mundo.

En aquel momento un vivísimo resplandor revistió toda su per­sona y yo tuve que bajar los ojos, porque la mirada no podía resistir, como cuando se observa fijamente la luz eléctrica, aunque aquélla era mucho más viva que la que vemos ordinariamente. Seguidamen­te comenzó a hablar de forma que parecía que cantara:

—Gloria a Dios Padre, gloria a Dios Hijo, gloria a Dios Espíritu Santo. A Dios que era, es y será el juez de vivos y muertos.
Yo quise hablar, pero Don Provera, con la voz más hermosa y sonora que se pueda imaginar, comenzó a entonar solemnemente:

—Laudate Dominum omnes gentes, etc.

Un coro de millares de voces provenientes de los pórticos respondieron, o mejor dicho se unieron a él cantando:

Quoniam confirmata est, etc., hasta el Gloria, inclusive.

Varias veces hice un esfuerzo para abrir los, ojos y ver quiénes cantaban, pero todo fue inútil porque la intensidad y la viveza de la luz obstaculizaba la visibilidad.

Finalmente se oyó cantar: Amén.

Terminado el canto cada cosa volvió a su estado normal; pero no vi más a Don Provera, sino simplemente a su sombra, que desa­pareció inmediatamente.

Me dirigí entonces a los pórticos donde estaban los sacerdotes, los clérigos y los jóvenes. Les pregunté si habían visto a Don Provéra. Y todos me respondieron que no. Les pregunté también si ha­bían oído cantar y me contestaron igualmente que no.

Al escuchar tales respuestas quedé un poco mortificado y dije: Lo que he oído de labios de Don Provera y el canto que he escucha­do es todo un sueño. Vengan, pues, a escucharlo que les voy a con­tar. Y lo conté como lo acabó de hacer. [Beato] Miguel Don Rúa, Don Cagliero y otros sacerdotes me hicieron numerosas preguntas a las que di las consiguientes respuestas.

Pero me encontraba tan cansado que apenas si podía respirar y así me desperté. En aquel momento sonaron los cuartos de hora y después las dos de la madrugada.

A TRAVÉS DE LA AMERICA DEL SUR

SUEÑO 120.AÑO DE 1883.

(M. B. Tomo XVI, págs. 385-394)

En la posdata de la carta escrita por [San] Juan Don Bosco desde Turín a Don Costamagna, a la sazón misionero en la República Argen­tina, le dice: «El sueño tiene que ser aún corregido por Don Lemoyne en algunos detalles y seguidamente te lo enviaré».

Aludía aquí el [Santo] a una representación dramático-alegórica de las Misiones Salesianas de toda la América del Sur: porvenir de una grandiosidad épica, adivinado ya por aquellos que leían en la Obra de [San] Juan Don Bosco algo, que no era solamente humano. Un periódico francés, por ejemplo, en un artículo sobre la propagación de la fe, escribía: "La Patagonia, todavía por civi­lizar e idólatra, se muestra refractaria a la civilización cristiana, pero los hijos de [San] Juan Don Bosco han comenzado a sembrar en aque­lla tierra salvaje los granos de mostaza, que bajó el influjo del ro­cío celestial, se convertirán en un árbol grande cuyas ramas se extenderán por todo el país".

[San] Juan Don Bosco contó este sueño en la sesión matinal celebrada por el Capítulo General. Don Lemoyne lo puso inmediatamente por escrito, añadiendo y modificando algo. Nosotros ofrecemos el relato completo hecho por el [Santo] y ampliado poste­riormente por su biógrafo siguiendo ulteriores explicaciones que le diera el buen padre.
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Era la noche que precedía a la fiesta de Santa Rosa de Lima, 30 de agosto, y yo tuve un sueño. Me parecía estar durmiendo y al mis­mo tiempo que corría a gran velocidad, por lo que me sentía cansa­do no sólo de correr, sino también de escribir y como consecuencia del trabajo propio de mis habituales ocupaciones. Mientras pensaba si se trataba de un sueño o de una realidad, me pareció entrar en una sala de estar donde había numerosas personas hablando de co­sas diversas.

Se entabló una larga conversación sobre la multitud de salvajes que en Australia, en las Indias, en la China, en África y más particu­larmente en América, viven aún en número extraordinario sepulta­dos en las sombras de la muerte.

Europa —dijo con seriedad uno de aquellos pensadores—, la cristiana Europa, la gran maestra de la civilización, parece que se deja llevar de la apatía respecto a las misiones extranjeras. Pocos son los que se sienten animados a emprender largos viajes hacia países desconocidos para salvar las almas de millones de criaturas que también fueron redimidas por el Hijo de Dios, por Cristo Jesús.

Otro dijo: ¡Qué enorme cantidad de idólatras viven fuera de la Iglesia, lejos del conocimiento del Evangelio, solamente en América! Los hombres piensan y los geógrafos se engañan al creer que las Cordilleras de América son como una gran muralla que nos separa de aquella parte del mundo. Y no es así. Aquellas extensísimas cade­nas de montañas tienen muchas sinuosidades de mil y más kilómetros de longitud. En ellas hay selvas inexploradas, bosques, animales, piedras que por otra parte escasean en aquellas latitudes. Carbón mineral, petróleo, cobre, hierro, plata y oro escondidos en aquellas montañas, en el lugar donde fueron colocados por la mano omnipotente del Creador en beneficio de los hombres., ¡Oh, Cordi­lleras, Cordilleras, cuan rica es tu zona oriental!

En aquel momento me sentí presa del deseo de pedir explicacio­nes sobre muchas cosas y de saber quiénes fuesen aquellas personas allí reunidas y en qué lugar me encontraba. Pero me dije para mí:

—Antes de hablar es necesario que observe qué clase de gente es ésta.

Y dirigí la mirada a mi alrededor y pude comprobar que todos aquellos personajes me eran desconocidos. Ellos entretanto, como si sólo en aquel momento me hubiesen conocido, me invitaron a pa­sar y me acogieron bondadosamente.

Yo pregunté entonces:

—Díganme, por favor: ¿Estamos en Turín, en Londres, en Ma­drid o en París? ¿Dónde estamos? ¿Y vosotros, quiénes sois? ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

Pero todos aquellos señores contestaban de una manera vaga hablando siempre de las misiones.

Inmediatamente después se acercó a mí un joven de unos dieci­séis años, de amable expresión y de sobrehumana belleza, cuyo cuerpo despedía una luz más radiante que la del sol. Su vestido esta­ba tejido con celestial hermosura y en la cabeza llevaba un gorro a manera de corona recamado de vivísimas piedras preciosas. Mirán­dome con ojos de bondad, mostró hacia mí un interés especial. Su sonrisa expresaba un afecto atrayente en extremo. Me llamó por mi nombre, me tomó de la mano y comenzó a hablarme de la Congre­gación Salesiana.                     

Yo me sentía encantado sólo de escuchar su voz. A cierto punto lo interrumpí diciéndole:                          

—¿Con quién tengo el honor de hablar? Haga el favor de decir­me su nombre.                

Y  el joven: 

—¡No temas! Habla con toda confianza, que estás con un amigo. —Pero ¿y su nombre?

—Te lo diría si hicieras caso, pero no hace falta, porque me de­bes conocer.

Y mientras decía esto sonreía.              

Me fijé mejor en aquella fisonomía rodeada de luz. ¡Cuan her­mosa era! Entonces reconocí en él al hijo del Conde Fiorito Colle de Tolón, insigne bienhechor de nuestra casa y especialmente de las Misiones de América. Este jovencito había muerto poco tiempo antes.

—¿Oh, tú?, —exclamé llamándole por su nombre—. ¡Luis! ¿Y todos estos quienes son?

—Son amigos de tus Salesianos y yo como amigo tuyo y de los Salesianos, en nombre de Dios, quería darte un poco de trabajo.

—Veamos de qué se trata. ¿Qué trabajo es ese?

—Siéntate aquí a esta mesa y después tira de esta cuerda.

En medio de aquella gran sala había una mesa sobre la que esta­ba enrollada una cuerda y vi que la cuerda estaba marcada como el metro con rayas y números. Más tarde me di cuenta también de que aquella sala estaba colocada en América del Sur, precisamente so­bre la línea del Ecuador y que los números grabados en la cuerda correspondían a los grados geográficos de latitud.

Yo tomé, pues, un extremo de la cuerda, lo examiné y vi que al principio tenía señalado el número cero.

Yo reía.

Y aquel joven angelical, me dijo:

—No es tiempo de reír. ¡Observa! ¿Qué es lo que hay escrito so­bre la cuerda?

—El número cero.

—Tira un poco.

Tiré un poco de la cuerda y apareció el número 1.

—Tira aún un poco más y haz un gran rollo con la cuerda.

Así lo hice y aparecieron los números 2, 3, 4, hasta el 20.

—¿Basta ya?, —pregunté.

—No; más, más. Sigue tirando hasta que encuentres un nudo— me replicó el jovencito.  

Continué tirando hasta el 47, donde encontré un grueso nudo. Desde aquí la cuerda seguía pero dividida en numerosas cuerdecillas que se dirigían hacia Oriente, Occidente y Mediodía.

—¿Basta ya?—, pregunté.

—¿Qué número es?—, preguntó a su vez el jovencito.

—El número 47.                      .

—¿Cuánto hacen 47 más 3?

—¡Cincuenta!

—¿Más 5?

—¡Cincuenta y cinco!

—No lo olvides: ¡Cincuenta y cinco!

Después me dijo;

—Sigue tirando.

—Ya he llegado al final— le dije.

—Entonces vuelve hacia atrás y tira de la cuerda por la otra parte.

Tiré de la cuerda por la parte opuesta hasta llegar al número 10.

Aquel joven dijo entonces:

—¡Tira más!

—Ya no se puede más. No hay más.

—¡Cómo! ¿Que no hay más? ¡Observa bien! ¿Qué hay?

—Hay agua— respondí.

En efecto: en aquel momento se operó un fenómeno extraordi­nario que sería imposible describir. Yo me encontraba en aquella habitación y al tirar de aquella cuerda, ante mi vista se ofrecía la perspectiva de un país inmenso que yo dominaba como a vista de pájaro y que se extendía cada vez más según se iba alargando la cuerda.

Desde el primer cero hasta el número 55 era una extensión de tierra inmensa que después de un estrecho mar, al fondo se divi­día en multitud de islas habitadas por numerosos salvajes.

Parece ser que el nudo colocado sobre el número o grado 47 representara el lugar de partida, el centro salesiano, la misión prin­cipal donde los misioneros después de concentrados salieron hacia las islas Malvinas. Tierra del Fuego y otras islas de aquellas regiones de América.

Por la parte opuesta, esto es, del 0 al 10 continuaba la misma tierra terminando en aquella agua que ya había visto últimamente. Me pareció que aquella agua era el Mar de las Antillas, que contem­plaba entonces de manera tan sorprendente que no me sería posi­ble expresar con palabras tal visión.

Cuando yo dije: Hay agua, aquel jovencito me respondió:

—Ahora sume 55 más 10. ¿Cuánto hacen?

Y yo:

—Suman 65.

—Ahora ponlo todo junto y formarás una sola cuerda.

—¿Y después?

—¿Hacia esta parte qué es lo que hay? Y me señalaba un punto en el panorama.

—Hacia el Occidente veo altísimas montañas y al Oriente el mar.

He de hacer notar que yo lo veía todo en conjunto, como en mi­niatura, lo mismo que después, como diré, vi en su grandiosa reali­dad y en toda su extensión, y los grados señalados en la cuerda y que correspondían con exactitud a los grados geográficos de latitud, fueron los que me permitieron retener en la memoria durante varios años los puntos sucesivos que visité al hacer el viaje en la segunda parte del sueño.

Mi joven amigo prosiguió:

—Pues bien, estas montañas son como una orilla, como un con­fín. Desde aquí hasta allá se extiende la mies ofrecida a los salesianos. Son millares y millones de habitantes que esperan su auxilio, que aguardan la fe.                                                                    

Dichas montañas eran las cordilleras de los Andes de América del Sur y aquel mar el Océano Atlántico.

—Y ¿cómo hacer?, —repliqué yo—; ¿cómo conseguir conducir tantos pueblos al redil de Jesucristo?

—¿Cómo hacer? ¡Mirad!

Y he aquí que llega Don Lago que traía una canasta de higos pe­queños y verdes, el cual me dijo:

—¡Tome, [San] Juan Don Bosco!

—¿Qué me traes?—, pregunté yo mientras me fijaba en el con­tenido del canasto.

—Me han dicho que se los traiga a Vos.

—Pero, estos higos no son comestibles; no están maduros.

Entonces, mi joven amigo tomó aquel canasto, que era muy an­cho, pero que tenía muy poco fondo, y me lo presentó diciendo:

—¡He aquí el regalo que te hago!

—¿Y qué debo hacer con estos higos?

—Estos higos no están maduros, pero pertenecen a la gran hi­guera de la vida. Debes buscar la manera de hacerlos madurar.

—¿Y cómo? Si fuera más grandes... se podrían hacer madurar con paja, como se suele hacer con los demás frutos pero tan peque­ños... tan verdes... Es imposible.

—Muy al contrario; has de saber que para hacer madurar estos higos es necesario que todos ellos se unan de nuevo a la planta.

—¡Eso es increíble! ¿Cómo hacer?

—¡Mira!

Y tomando uno de aquellos frutos lo introdujo en un vaso lleno de sangre, después en otro vaso de agua y dijo:

—Con el sudor y con la sangre los salvajes quedarán de nuevo Unidos a la planta y serán gratos al dueño de la vida. Yo pensaba: —Pero para conseguir esto se necesita mucho tiempo.

Y seguidamente dije en alta voz: —Yo no sé qué decir.
Pero aquel joven para mí tan querido, Leyendo mis pensamien­tos, prosiguió:

—Esto se conseguirá antes de que se cumpla la segunda generación.

—¿Y cuál será la segunda generación?

—La presente no se cuenta. Habrá una y después otra.

Yo hablaba confusamente, aturrullado y como balbuceando al escuchar los magníficos destinos reservados a nuestra Congregación y pregunté:

—Pero, cada una de estas generaciones, ¿cuántos años com­prende?
—¡Sesenta años!

—¿Y después?

—¿Quieres ver lo que sucederá después? ¡Ven!

Y sin saber cómo me encontré en una estación de ferrocarril. En ella había reunida mucha gente. Subimos al tren.

Yo pregunté dónde estábamos. Aquel joven me respondió:

—¡Nótalo bien! ¡Mira! Vamos de viaje a lo largo de la Cordillera.

Tienes el camino abierto también hacia Oriente hasta el mar. Es otro regalo del Señor.

—¿Y a Boston, donde nos aguardan, Cuándo iremos? —

Cada cosa a su tiempo.                                     

Y así diciendo saco un mapa donde se destacaba en grande la diócesis de Cartagena (Colombia). Este era el punto de partida.

Mientras yo examinaba aquel mapa, la máquina silbó y el tren se puso en movimiento. Durante el viaje, mi amigo hablaba mucho, pero yo no lo podía oír por el ruido que hacía el tren. Con todo aprendí cosas hermosísimas y nuevas sobre astronomía, náutica, meteorología, sobre la fauna y la flora, sobre la topografía de aque­llas regiones que él me explicaba con maravillosa precisión. Salpimentaba entretanto sus palabras con una digna y al mismo tiempo tierna familiaridad, demostrando el afecto que me profesaba. Desde un principio me había tomado de la mano y así me tuvo afectuosa­mente sujeto hasta el fin del sueño. Yo llevaba a veces la otra mano que me quedaba libre sobre la suya, pero ésta parecía escapar de la mía como si se evaporase y solamente su izquierda estrechaba mi derecha. El jovencito sonreía ante mi inútil tentativa.

Yo al mismo tiempo miraba a través de las ventanillas del vagón y veía desfilar ante mí diversas y estupendas regiones. Bosques, montañas, llanuras, ríos larguísimos y majestuosos que jamás pensé existiesen en regiones tan distantes de sus fuentes. Por un espacio de más de mil millas costeamos el borde de una floresta virgen, hoy día aún sin explorar. Mi mirada adquiría una visibilidad asombrosa. No encontraba obstáculos para llegar hasta el límite de aquellas re­giones. No sé explicar cómo se verificase en mi vista tan extraordi­nario fenómeno. Yo estaba como quien desde lo alto de una colina, al ver extendida a sus pies una gran región, se coloca delante dejos ojos a pequeña distancia una estrecha tira de papel y no ve nada o muy poco; mas si se quita aquel papel o lo levanta o lo baja un poco, la vista puede extenderse hasta el extremo horizonte. Así me sucedió a mí durante aquella intuición adquisitiva; pero con esta di­ferencia: a medida que yo me fijaba en un punto y este punto pasa­ba delante de mí, era algo así como si se fuesen, levantando sucesivamente diversos telones tras los cuales yo contemplaba dis­tancias incalculables. No sólo veía las Cordilleras cuando estaban le­jos, sino también las cadenas de montañas, aisladas en aquellas llanuras inconmensurables, a las cuales veía en sus más pequeños detalles. Las de Nueva Granada, de Venezuela, de las tres Guayanas, las del Brasil y de Bolivia hasta los últimos confines.
Pude, pues, comprobar la exactitud de aquellas frases oídas al principio del sueño en la gran sala situada bajo el grado cero. Veía las entrañas de las montañas y los profundos senos de las llanuras. Tenía ante mi vista las riquezas incomparables de aquellos países, ri­quezas que un día serían descubiertas. Vi innumerables minas de metales preciosos, galerías interminables de carbón mineral, depósi­tos de petróleo tan abundantes como hasta ahora no se han encon­trado en otros lugares. Pero esto no era todo. Entre el grado 15 y el 20 había una sinuosidad tan larga y tan estrecha que partía de un punto donde se formaba un lago. Entonces una voz dijo repetidas veces:

—Cuando se comiencen a explotar las minas escondidas en aquellos montes, aparecerá aquí fa tierra prometida que mana leche y miel. Será una riqueza inconcebible.

Pero tampoco esto era todo. Lo que mayormente me sorpren­dió fue el ver que en varios lugares en los que las Cordilleras reple­gándose sobre sí mismas formaban valles, de los cuales los actuales geógrafos ni siquiera sospechan la existencia, imaginándose que en aquellas partes las faldas de las montañas están como cortadas a pico. En estos valles y en estas sinuosidades que tal vez se extendían millares y millares de kilómetros, habitan densas poblaciones, que aún no han entrado en contacto con los europeos, pueblos que son aún completamente desconocidos.

El convoy continuaba entretanto a toda marcha y después de gi­rar hacia un lado y hacía otro, se detuvo. Allí bajó una gran parte de los viajeros que pasando bajo las Cordilleras se dirigió a Occidente ([San] Juan Don Bosco se refería a Bolivia). La estación era tal vez La Paz, donde una galería, al abrir el paso hacia el litoral del Pacífico, puede poner en comunicación el Brasil con Lima por medio de otro ferro­carril.

El tren se puso nuevamente en movimiento, siguiendo siempre hacia adelante. Como en la primera parte del viaje atravesamos flo­restas, penetramos en algunos túneles, pasamos sobre gigantescos viaductos, nos internamos entre las gargantas de las montañas, cos­teamos lagos y lagunas, sobre enormes puentes cruzamos ríos an­chísimos, recorrimos inmensas llanuras y praderas. Bordeamos el Uruguay. Creí que fuese un río poco caudaloso, pero es anchísimo. En un punto vi el río Paraná que se acerca al Uruguay como si vi­niese a ofrecerle el tributo de sus aguas, mas, después de discurrir durante un buen trecho paralelamente, se alejan haciendo un ancho recodo. Ambos ríos eran caudalosos.

Según estos pocos datos parece que esta futura línea de ferroca­rriles, saliendo de La Paz, llegaría a Santa Cruz, pasando por la úni­ca abertura que existe en los montes llamados Cruz de la Sierra, que es atravesada por el río Cuapay; bordearía el río Parapiti en la pro­vincia de Chiquitos, en Bolivia: tocaría el extremo norte de la República del Paraguay; entraría después en la provincia de San Pablo, en el Brasil, llegando a Río de Janeiro. De una estación intermedia, en la provincia de San Pablo, partiría tal vez la línea ferroviaria que pasando entre los ríos Paraná y Uruguay, uniría la capital del Brasil con las Repúblicas del Uruguay y Argentina.

El tren continuaba en marcha, y girando hacia una parte y hacia la otra, después de un largo espacio de tiempo, se detuvo por se­gunda vez.

Aquí descendió también del convoy mucha gente que pasando bajo las Cordilleras se dirigió hacia Occidente.

([San] Juan Don Bosco indicó en la República Argentina la provincia de Mendoza).

Por tanto, la estación era tal vez la de Mendoza y el túnel el que ponía en comunicación con Santiago, capital de la República de Chile.

El tren reemprendió la marcha a través de las Pampas y de la Patagonja. Los campos cultivados y las casas esparcidas por una parte y otra, indicaban que la civilización tomaba posesión de aque­llos desiertos.

Al comenzar a recorrer la Patagonia pasamos junto a una rami­ficación del Río Colorado o del Chubut o tal vez del Río Negro. No podía comprobar si su corriente iba hacia el Atlántico o hacia las Cordilleras. Quería resolver este problema pero no lo lograba, no siendo posible el orientarme.              

Finalmente llegamos al Estrecho de Magallanes. Yo miraba. Bajamos. Ante mí veía Puntarenas. El suelo por espacio de varias millas estaba todo recubierto de yacimientos de carbón, de tablas, de travesaños, de madera, de inmensos montones de metal, parte en bruto, parte trabajado. Largas filas de vagones de mercancías ocupaban las vías.

Mi amigo me señaló todas estas cosas.

Entonces le pregunté: —¿Y qué quiere decir todo esto?

El me respondió:
—Lo que ahora es sólo un proyecto, un día será realidad. Estos salvajes en el futuro serán tan dóciles que ellos mismos acudirán a instruirse, rindiendo su tributo a la religión, a la civiliza­ción y al comercio. Lo que en otras partes es motivo de admiración, aquí lo será hasta el punto de superar a cuanto causa estupor entre otros pueblos.

—Ya he visto bastante -—repliqué—; ahora llévame a ver a mis Salesianos de la Patagonia.

Volvimos a la estación y subimos al tren para el regreso. Des­pués de haber recorrido un gran trecho de camino, la máquina se detuvo junto a un pueblo bastante grande.

Situado tal vez en el grado 47, donde al principio del sueño ha­bía visto aquel grueso nudo de la cuerda.

En la estación no había nadie esperándome. Bajé del tren y me encontré inmediatamente con los Salesianos. Había allí muchas ca­sas y gran número de habitantes; varias iglesias, escuelas, varios co­legios para jovencitos, internados para adultos, artesanos y agricultores y un dispensario de religiosas que se dedicaban a labo­res diversas. Nuestros misioneros se encargaban al mismo tiempo de los jovencitos y de los adultos.

Yo me mezclé entre ellos. Eran muchos, pero yo no los conocía y entre ellos no vi a ninguno de mis primeros hijos. Todos me con­templaban maravillados, como si fuese una persona desconocida y yo les decía:

—¿No me conocen? ¿No conocen a [San] Juan Don Bosco?

—¡Oh, [San] Juan Don Bosco! Nosotros le conocemos de fama, pero le he­mos visto solamente en las fotografías. ¡En persona no le conoce­mos!                                         

—¿Y Don Fagnano, Don Costamagna, Don Lasagna, Don Milanesio, dónde están?

—Nosotros no los hemos conocido. Son los que vinieron aquí en tiempos pasados: los primeros Salesianos que llegaron de Euro­pa a estos países. Pero ¡han pasado ya tantos años después de su muerte!

Al oír esta respuesta pensé maravillado:

—Pero ¿esto es un sueño o una realidad?

Y golpeaba las manos una contra la otra, me tocaba los brazos y me movía oyendo el palmoteo, y me sentía a mí mismo y me per­suadía de que no estaba dormido.

Esta visión fue cosa de un instante. Después de contemplar el progreso maravilloso de la Iglesia Católica, de la Congregación y de la civilización en aquellas regiones, yo daba gracias a la Providencia por haberse dignado servirse de mí como instrumento de su gloria y de la salvación de las almas.

El jovencito Colle, entretanto, me dio a entender que era hora de volver atrás: por tanto, después de saludar a mis Salesianos, vol­vimos a la estación, donde el convoy estaba preparado para la parti­da. Subimos, silbó la máquina y nos dirigimos hacia el Norte.

Me causó gran maravilla una novedad que pude contemplar. El territorio de la Patagonia en su parte más próxima al Estrecho de Magallanes; entre las Cordilleras y el Océano Atlántico, era menos ancho de lo que ordinariamente creen los geógrafos.

El tren avanzaba velozmente y me pareció que recorría las pro­vincias hoy ya civilizadas de la República Argentina.

En nuestra marcha penetramos en una floresta virgen, muy an­cha, larguísima, interminable. A cierto punto la máquina se detuvo y ante mi vista apareció un doloroso espectáculo. Una turba inmensa de salvajes se había concentrado en un espacio despejado de la flo­resta. Sus rostros eran deformes y repugnantes; estaban vestidos al parecer con pieles de animales, cosidas las unas a las otras. Rodea­ban a un hombre amarrado que estaba sentado sobre una piedra. El prisionero era muy grueso, porque los salvajes le habían alimentado bien. Aquel pobrecillo había sido capturado y parecía pertenecer a una nación extranjera por la regularidad de sus facciones. Los salvajes lo habían sometido a un interrogatorio y él les contestaba na­rrándoles sus diversas aventuras, fruto de sus viajes. De pronto un salvaje se levantó y blandiendo un grueso hierro que no era una es­pada, pero mucho más afilado, se lanzó sobre el prisionero y de un solo golpe le cortó la cabeza. Todos los viajeros del ferrocarril estábamos asomados a las puertas y ventanillas observando la escena y mudos de espanto. El mismo Colle miraba y callaba. La víctima lan­zó un grito desgarrador al ser herida. Sobre el cadáver, que yacía en un lago de sangre, se lanzaron aquellos caníbales y haciéndolo pedazos colocaron aquellas carnes aún calientes y palpitantes sobre un fuego encendido de propósito y después de asarlas un poco, comenzaron a comérselas medio crudas. Al grito de aquel desgracia­do la máquina se puso en movimiento y poco a poco adquirió su ve­locidad vertiginosa.

Durante larguísimas horas avanzamos a lo largo de las orillas de un río interminable. Y el tren unas veces discurría por la orilla dere­cha y a veces por la izquierda. Yo no me fijé mucho por la ventani­lla en los puentes sobre los cuales hacíamos estos cambios. Entretanto, sobre aquellas orillas aparecían de cuando en cuando numerosas tribus de salvajes, siempre que veíamos aquellas turbas el jovencito Colle repetía:

—¡He ahí la mies de los Salesianos! ¡He ahí la mies de los Sale­sianos!

Entramos después en una región llena de animales feroces y de reptiles venenosos, de formas extrañas y horribles. Hormigueaban por las faldas de los montes, por los senos de las colinas, por los sa­lientes de aquellos montes y de aquellas colinas cubiertas de sombra, por las orillas de los lagos, por las márgenes de los ríos, por las llanuras, por los declives, por las playas. Los unos parecían perros con alas y eran extraordinariamente gordos, de abultado abdomen, sím­bolo de la gula de la lujuria, de la soberbia. Otros eran sapos grandí­simos que se alimentaban de ranas. Se veían ciertos escondrijos llenos de animales de formas diversas de los que nosotros conoce­mos. Estas tres especies de alimañas estaban mezcladas y gruñían sordamente como si quisieran morderse. Se veían también tigres, hienas, leones, pero diferentes de las especies comunes de Asia y África. Mi compañero me dirigió entonces la palabra diciéndome mientras me señalaba aquellas fieras: —Los Salesianos las amansarán.

El tren, entretanto, se acercaba al lugar de donde habíamos sali­do, del cual estábamos ya poco distante. El joven Colle sacó enton­ces un mapa topográfico de una belleza extraordinaria y me dijo:

—¿Quieres ver el viaje que has hecho? ¿Las regiones que hemos recorrido?

—Con mucho gusto—le respondí.

El entonces extendió aquel mapa en el cual estaba dibujada con maravillosa exactitud toda la América del Sur. Aún más, allí estaba representado todo lo que fue, todo lo que es, todo lo que serán aquellas regiones, sin confusión alguna, sino con una claridad tal que de un solo golpe de vista se veía todo.

Yo lo comprendí inmediatamente, pero como los detalles eran tantos, la clara visión de aquellas cosas me duró apenas una hora, y en la actualidad en mi mente reina una gran confusión.                

Mientras contemplaba aquel mapa a la espera de que el jovencito añadiera alguna explicación, emocionado por la sorpresa de lo que tenía ante mis ojos, me pareció que Quirino tocase el Ave María del alba, pero me desperté y me di cuenta que eran las campanas de la pa­rroquia de San Benigno. El sueño había durado toda la noche.
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[San] Juan Don Bosco puso término a su relato con estas palabras:

Con la dulzura de San Francisco de Sales, los Salesianos atraerán hacia Cristo los pueblos de América. Será empresa difi­cilísima el moralizar a los salvajes; pero sus hijos obedecerán con toda facilidad las consignas de los misioneros y se fundarán colo­nias y la civilización suplantará a la barbarie y así muchos salva­jes entrarán en el redil de Cristo.

Como confirmación de estas extraordinarias visiones, apenas habían pasado unos días, cuando el Obispo de San José de Costa Rica, Monseñor Bernardo Augusto Thiel, y algunos señores de la Misión, escribían una carta a [San] Juan Don Bosco pidiéndole algunos Mi­sioneros salesianos. A hora bien, esta ciudad se encuentra preci­samente bajo el grado 10, mencionado en el sueño.

El Santo mismo, escribiendo al Conde Colle el 11 de febrero de 1884, dirá: «El viaje realizado con nuestro querido Luis se va cumpliendo cada vez más. En este momento se ha convertido en el punto central de nuestras empresas. Mucho se habla, se escri­be, se publica para explicar y poner en práctica nuestros planes.

Siempre en relación con el sueño de la Patágonia, Don Lemoyne recogió de labios de [San] Juan Don Bosco estas palabras:

Cuando se lleguen a conocer las inmensas riquezas que encierra la Patágonia, este territorio tendrá un desarrollo co­mercial extraordinario. En las entrañas de los montes se ocul­tan minas preciosas; en la cadena de los Andes, entre los grados 10 y 20, hay minas de plomo, de oro y de materiales más preciosos aún que el oro.

Para que se tenga una idea del valor de este sueño, añadiremos algunos datos de mayor relieve. El [Santo] nos ofrece una se­rie de noticias positivas de las que él no podía tener conocimiento ni por los geógrafos ni por los viajeros, pues aquellas latitudes esta­ban aún por explorar, siendo aún desconocidas al turismo y a las expediciones científicas. A estos elementos hay que añadir datos de naturaleza profética, referentes a un porvenir más o menos lejano. Pasando por encima de estos últimos, nos limitaremos a cuatro particularidades del primer género apoyados en las preciosas infor­maciones que nos han sido suministradas por Don De Agostini, el salesiano explorador de las tierras australes.

Ante todo, consideremos la descripción que [San] Juan Don Bosco hace de las Cordilleras. Todos creían que este accidente geográfico era como una muralla divisoria, esto es, una cadena homogénea que se extendía de Norte a Sur por más de 30 grados de latitud, formando un cordón único en elevación y dirección. En cambio, las exploraciones y los estudios realizados durante algunos dece­nios han demostrado que los Andes, como, observa justamente [San] Juan Don Bosco, se encuentran seccionados por numerosas y profun­das depresiones en forma de sinuosidades, valles, pasajes lacus­tres y subdivididos en grupos o  nudos de cadenas que se presentan en direcciones opuestas, ofreciendo grandes diferen­cias en sus caracteres geológicos y orográficos. Nos encontra­mos, pues, en los antípodas de la representación primitiva de una cadena integrada por una unidad geográfica. En la descrip­ción de [San] Juan Don Bosco, que representa la configuración vertical de los Andes y los accidentes que modifican su estructura orográfica, hallamos en verdad una impresionante exactitud. Ni el más autorizado estudioso de estos temas geográficos habría podido publicar en aquel tiempo una afirmación tan precisa y detallada como él; una visión tan clara y exacta de aquellos lugares es de­bida sin duda a un poder que sobrepasa los limites humanos.

Que en efecto, entonces se ignorara la existencia de tantas si­nuosidades y de tantos extensísimos valles, lo proclaman los ma­pas de aquella época: es el argumento más convincente. A los canales patagónicos, por ejemplo, se habían hecho numerosas expediciones hidrográficas, debidas a los célebres expediciona­rios de los buques ingleses "Adventure" y "Beagle", al mando de Parker King y de Fitz Roy, entre el 1826 y el 1836, hasta llegar a las de los chilenos Simpson, Valverde, Roguera y Serrano en los años comprendidos entre el 1874 y 1889; pues bien, a ex­cepción de un pequeño trecho seguido por los vapores de gran  tonelaje, que desde Puerto Monti se dirigían al Estrecho de Ma­gallanes a través de una intrincada red de islas y canales, casi toda la costa externa del Occidente de la Cordillera Patagónica estaba envuelta en el más profundo misterio.

Un hecho elocuente lo confirma. El señor Baker, el más gran­de y más extenso de los fiordos patagónicos, cuyas ramificacio­nes continentales formadas por profundas depresiones, valles y cuencas lacustres cortan la Cordillera patagónica entra los gra­dos 46 y el 52 de latitud Sur, no llegó a conocimiento del mundo sino hasta el 1898, después de los viajes de exploración realiza­dos por el célebre explorador y geógrafo Juan Steffen, cuando se organizaron respectivamente en Chile y Argentina viajes científicos para determinar los límites de la Cordillera de los Andes.

En segundo lugar, [San] Juan Don Bosco describe ferrocarriles fantásti­cos donde entonces reinaba el desierto y la soledad. Hoy las re­des ferroviarias en las repúblicas del Centro y de Sudamérica han alcanzado un desarrollo prodigioso y atraviesan ya por mu­chos puntos la Cordillera de los Andes. Algunas líneas fueron construidas a lo largo de la Cadena Andina y no está muy lejano el día, en el que, convirtiéndose en realidad el sueno de nuestro Santo, estas líneas lleguen a unir el Norte de América con el Es­trecho de Magallanes, atravesando toda la Patagonia.

En tercer lugar, [San] Juan Don Bosco asegura que yacimientos de car­bón mineral, de petróleo, de plomo y de metales aun más precio­sos están escondidos en las entrañas de aquellas montañas, colocadas allí por la mano del Creador Omnipotente en benefi­cio de los hombres. ¿Quien ignora que de año en año se están descubriendo continuamente nuevos depósitos de minerales en toda la zona de la cordillera y a lo largo de la costa atlántica?

Particular importancia tuvo el descubrimiento de petróleo en Comodoro Rivadavia, en el Chubut, él 13 de noviembre de 1907, cuando la Dirección General de Minas procedía a una per­foración del terreno en busca de agua potable. Existen actual­mente en Comodoro novecientos pozos petrolíferos. Otras fuentes de petróleo fueron descubiertas en años sucesivos junto a los contrafuertes subandinos de Salta, Juyuy y a lo largo del Neuquén, para citar solamente los de Argentina. Exploraciones y sondeos se siguen realizando de un extremo a otro de la Patago­nia, apareciendo indicios ciertos de la presencia de este mineral. Potentes industrias petrolíferas han sido montadas también en Bolivia, en el Brasil, Colombia y Venezuela. Importantes yaci­mientos de carbón mineral se han encontrado bajo ¡a cordillera cerca de Epuyen en el Chubut y en Puntarenés.

El plomo constituye hoy en la Argentina la producción metálica más sobresaliente, obteniéndose unas diez mil toneladas anuales.

Finalmente, [San] Juan Don Bosco dijo, refiriéndose al Archipiélago fue­guino. «Algunas de estas islas estaban habitadas por indígenas bastante numerosos; otras, de aspecto estéril, desnudas, rocosas, se hallaban deshabitadas; otras estaban cubiertas por completo de hielo y de nieve. Al Occidente, algunos grupos de islas se ha­llaban habitadas por numerosos salvajes».

Quien ha leído el libro de Don De Agostini, «Mis recientes viajes por la Tierra del Fuego» admira la realidad específica contenida en esta descripción. Son estos los tres aspectos del paisaje fueguino: la zona de la Hanura y esteparia habitada por los Onas; después, la zona de la cordillera insular cubierta de nieves perpetuas y de témpanos inmensos; los numerosos grupos de islas del Occidente, estériles, desnudas, rocosas, donde viven ¡os indios Alacalufes y Vagan. Aun aquí se ve uno obligado a re­conocer que tal precisión no era humanamente posible sino a una persona que hubiese contemplado con los propios ojos, aquel paisaje tan característico y de tan difícil acceso.

Creemos que este breve resumen sea suficiente para hacer comprender la importancia de este sueño; ulteriores desarrollos de las Misiones Salesianas y de las obras civilizadoras harán cada vez más evidente la realidad de su contenido.

EL NICHO EN SAN PEDRO

SUEÑO 121.  --- AÑO DE (?)

(M. B, Tomó XVII, pág. 11)        

Hay ciertos sueños —dice Don Ceria en el prólogo del tomo XVII de las Memorias Biográficas— que cuando [San] Juan Don Bosco los contó parecían sueños y nada más que sueños; en cambio, el que ha podido esperar se ha tenido que convencer de que encerraban el anuncio de hechos futuros. Valga por todos el siguiente:
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Una vez, no sabemos en qué año, el [Santo] soñó que se encontraba en San Pedro, dentro del nicho que se abre bajo la cor­nisa á la derecha de la nave central, sobre la estatua de bronce del Príncipe de los Apóstoles y el medallón en forma de mosaico del [Beato] Papa Pío IX. El no sabía cómo había llegado hasta allí y estaba intranquilo. Miró a su alrededor para ver si había forma de bajar y no vio nada. Llamó, grito; pero nadie le respondió. Finalmente, vencido por la angustia, se despertó.
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Ahora bien, si alguien al oír este sueño, hubiese creído descu­brir en él algo de carácter profético, se habría dicho que el Santo era un soñador con los ojos abiertos. Por él contrario, mientras es­tas páginas pasan bajo la mirada del lector, [San] Juan Don Bosco sonríe des­de la hornacina de San Pedro levado ya al honor de los altares.

SAN PEDRO Y SAN PABLO

SUEÑO 122.AÑO DE 1884.

(M. B. Tomo XW; págs. 27-29)

La salud de [San] Juan Don Bosco iba de mal en peor. En primer lugar, una extraordinaria postración de fuerzas había sido la causa de que el mismo hablar en voz alta le perjudicase el estómago; le aquejó además un principio de bronquitis con tos y esputos san­guinolentos. En la noche del 10 de febrero llenó de sangre el es­cupidor. La hinchazón de las piernas que lo atormentaba desde hacía años le llegó hasta las caderas. El día 12 fue a visitar al doctor Albertotti que lo obligó a guardar cama. Aquella noche una consulta celebrada por los doctores Albertótti y Fissore diagnosticaron síntomas de extrema debilidad: el latido del corazón era apenas perceptible. El Cardenal Alimonda, lleno de ansie­dad, enviaba dos veces al día a preguntar por el paciente.

En tal estado el [Santo] tuvo un sueño que se aprestó a contar cuando estuvo algo repuesto:
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Le pareció hallarse en una casa donde se encontró con San Pe­dro y con San Pablo. Vestían unas túnicas que les llegaban hasta las rodillas y llevaban en la cabeza unos gorros estilo oriental. Ambos sonreían a [San] Juan Don Bosco. Habiéndoles preguntado si tenían alguna mi­sión que encomendarle o algo que comunicarle, no respondieron a su pregunta, sino que comenzaron a hablar del Oratorio y de los jó­venes. Entretanto he aquí que llega un amigo de [San] Juan Don Bosco, muy conocido entre los Salesianos, pero que el [Santo] no recor­daba después quién fuese.

—Mire estas dos personas— dijo al recién llegado.
El amigo las miró y dijo:

—¿Qué veo? ¿Posible? ¿San Pedro y San Pablo aquí?

[San] Juan Don Bosco repitió la pregunta que había hecho poco antes a los dos Apóstoles, que, a pesar de mostrarse amabilísimos continuaron hablando de otra cosa.

De pronto San Pedro le preguntó:

—¿Y la vida de San Pedro?

Y el otro:

—¿Y la vida de San Pablo?

—¡Es cierto!—, replicó [San] Juan Don Bosco en actitud de humilde excusa.

En efecto, había tenido en proyecto hacer imprimir aquellas dos vidas, pero después se había olvidado de hacerlo por completo.

—Si no lo haces pronto después no tendrás tiempo—le advirtió San Pablo. 

Entretanto habiéndose San Pedro descubierto la cabeza, apare­ció su cabeza calva con los mechones de pelo sobre las sienes: tenía todo el aspecto de un anciano fuerte y simpático. Y habiéndose apartado un poco se puso en actitud de orar.

—¡Déjalo que rece!—, añadió San Pablo.

[San] Juan Don Bosco replicó:

—Quisiera saber delante de qué objeto se ha arrodillado.

Fue pues junto a él y vio que estaba delante de una especie de altar, aunque no era tal y preguntó a San Pablo:

—¿Pero no hay candeleros?                                 

—No hacen falta donde está el eterno sol— le replicó el Apóstol.

—Tampoco veo la mesa.

—La víctima no se sacrifica sino que vive eternamente.

—Pero en suma, ¿el altar no es el Calvario?

Entonces San Pedro, con voz elevada y armoniosa, pero sin lle­gar a cantar hizo esta oración:

—Gloria a Dios Padre Creador, a Dios Hijo Redentor, gloria a Dios Espíritu Santo Santificador. A Dios solo sea el honor y la gloria por todos los siglos de los siglos. A ti sea alabanza, oh María. El cie­lo y la tierra te proclaman su Reina. María… María... María.

Pronunciaba este nombre haciendo una pausa entre una y otra exclamación y con tal expresión de afecto y con tan creciente emo­ción, que sería imposible describir, de forma que todos lloraban de ternura. Cuando se hubo levantado San Pedro, fue a arrodillarse en el mismo lugar San Pablo, y que con voz clara comenzó a rezar así:

—¡Oh profundidad de los arcanos divinos! Gran Dios, tus secre­tos son inaccesibles a los mortales. Solamente en el cielo podrán penetrar la profundidad y la majestad, únicamente al alcance de los bienaventurados. ¡Oh Dios uno y trino! A ti sea dado el honor, la salud, la acción de gracias desde todos los puntos del universo. Que tu nombre, oh María, sea de todos alabado y bendecido. Los cielos cantan tu gloria, y que sobre la tierra seas Tú siempre el auxilio, la Salvación. Regina Sanctorum omnium, alleluia, alleluia.
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[San] Juan Don Bosco al contar el sueño concluyó:

—Esta oración por la manera de proferir las palabras produjo en mí tal emoción, que comencé a llorar y me desperté. Después sentí en mi alma un consuelo indecible.

¿Fue efecto de la fiebre? La costumbre de celebrar en el altar de San Pedro contribuyó también acaso al desarrollo de esta rep­resentación de la fantasía. Por lo demás se trata de un sueño que revela cuáles fuesen habitualmente los pensamientos y los sentimientos que le llenaban el alma.

UNA PLATICA Y UNA MISA

SUEÑO 123.AÑO DE 1884.

(M. B. Tomo XVII, págs 37-38)

En aquellos días [San] Juan Don Bosco se disponía a partir para Francia dejando en todos los corazones un sentimiento de acentuada tristeza, que su habitual jovialidad intentaba atenuar sin conse­guirlo. Era en realidad una escena conmovedora que infundía compasión, verlo tan achacoso salir del Oratorio e ir por el mun­do para implorar la caridad.

Rezar y hacer rezar fue desde aquel momento la palabra de orden en toda la casa. En el último decenio de su vida una coro­na de jovencitos, durante el recreo de la merienda, se reunían en la antesala de su habitación, junto a un altarcito con una estatuita de la Virgen, para rezar algunas oraciones por su padre y bien­hechor. Cuando se hubo marchado, esta piadosa práctica se prosiguió con mayor fervor.

Le acompañaron hasta Alassio Don Julio Barberis y Don Án­gel Savio. Los superiores de aquel colegio, que lo esperaban en la estación, lo encontraron muy alegre, aunque hasta allí había sufrido un intenso dolor de cabeza y malestar de estómago. En el atrio del Instituto los alumnos le saludaron con un himno ex­presamente compuesto en su honor por Don Baratta. Para dar facilidad a todos de besarle la mano, empleó un buen cuarto de hora en atravesar la turba juvenil. Se fue inmediatamente a descansar, haciendo que le pusieran una campanilla junto al lecho y advir­tiendo a Don Barberis que si oía llamar acudiese inmediatamente.

Durmió bastante bien y tuvo uno de sus sueños acostumbra­dos que contó a Don Cerrutti.
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Le pareció encontrarse en la plazuela existente al comienzo de la calle de San Máximo, bajando hacia el edificio Defilippi. En ella había concentrado un grupo de personas que le rodeó diciéndole:

—[San] Juan Don Bosco, le estábamos esperando.

—¿Y qué quieren de mí? —Que venga con nosotros. —Vamos; es cosa fácil el contentarlos.

Le condujeron al lugar ocupado, entonces por el taller de fundi­ción, en la planta baja situada bajo sus habitaciones, y antes parte del prado donde había comenzado la gesta del Oratorio. [San] Juan Don Bosco entró con ellos por una puerta, pero en lugar de penetrar en el ta­ller de fundición se encontró en una hermosísima iglesia.

—Vos ahora, señor [San] Juan Don Bosco; nos debéis hacer una plática— le dijeron.

—¡Pero yo no estoy preparado!
—No importa. Díganos lo que se le ocurra.

—Bien, prediquemos, pues.

Subí al pulpito donde comencé a razonar sobre las malas cos­tumbres. Describí el diluvio universal y la destrucción de Sodoma, continuando con tal orden en la distribución de los puntos que al despertarme me recordaba perfectamente de todo. Hecho el sermón, la gente me dijo: —Ahora debe celebrar la Santa Misa. —No tengo dificultad alguna —repliqué— ahora mismo. Fue, pues, a la sacristía. Pero faltaba todo. Tuvo gran dificultad en encontrar el misal, después no hallaba el cáliz, seguidamente tuvo que buscar la patena; por último, no había ni hostias ni vinajeras; registra aquí, busca allá, lo encontró todo, se revistió y salió al altar. Al llegar a la comunión, algunas personas se acercaron a co­mulgar. Apartó el Misal pero no estaba la llave del sagrario. Angustiado la busca por el altar sin encontrarla. Nadie se movió para ir por ella. Entonces baja él mismo del altar, se quita la casulla y reves­tido con el alba comienza a buscar a alguien que le ayudase a en­contrar la llave. De la iglesia pasa al edificio contiguo donde entonces vivían las Hermanas; pero no encuentra alma viviente. Fi­nalmente oye reír. Era la voz de Don Notario. Entra en aquella habi­tación y se encuentra con el mismo hablando y riendo con un jovencito.

—Sabe —se dice para sí [san] Juan Don Bosco— que en la iglesia lo necesitamos y que falta la llave del sagrario y está aquí riendo.

Una vez que hubo entrado, pidió la llave del tabernáculo y obte­nida volvió al altar.

[San] Juan Don Bosco, al recorrer la Casa de las Hermanas, no encontró ni a una sola. Cuando llegó de nuevo al altar prosiguió y terminó la misa. El sueño duró toda la noche.

DESDE ROMA

SUEÑO 124.AÑO DE 1884.

(M. B. Tomo XVII. págs. 108-112)

Próximo a partir de Roma para Turín [San] Juan Don Bosco hizo escribir al Oratorio en forma de carta la narración de un sueño de máxi­ma importancia. Lo había tenido una de aquellas noches, en las cuales se sentía mal. Lo contó por partes a Don Lemoyne indi­cándole que lo desarrollase; hecho lo cual se lo hizo leer hacien­do algunas correcciones. El seis de mayo hizo que le escribiesen a [Beato] Miguel Don Rúa: «[San] Juan Don Bosco está preparando una carta que desea en­viar a los jóvenes y en la que les quiere decir cosas muy bellas a sus amadísimos hijos».

La carta fue expedida el 10 de mayo, pero [Beato] Miguel Don Rúa, no juz­gando conveniente leerla en público toda entera, rogó que se le enviase una copia adaptada a los jóvenes. Don Lemoyne eliminó la parte que interesaba sólo a los superiores. La lectura hecha por [Beato] Miguel Don Rúa en la noche después de las oraciones fue acogida por los muchachos con temor, máxime porque el [Santo] decía en ella que había conocido el estado de muchas conciencias.

Al regreso del buen Padre fue una continua peregrinación de jovencitos a su habitación para saber el estado en que los había visto. De todo esto se derivaron dos efectos principales: un princi­pio de reforma en la vida del Oratorio y el alejamiento de algunos, que parecían buenísimos. He aquí el texto completo del sueño:
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Mis queridos hijos en J. C:

Cerca o lejos yo pienso siempre en vosotros. Uno sólo es mi de­seo, el que seáis felices en el tiempo y en la eternidad. Este pensa­miento, este deseo me han impulsado a escribirles esta carta. Siento, queridos míos, el peso de la distancia a que me encuentro de vosotros y el no verlos y el no oírlos me causa una pena, como no pueden imaginar. Por eso habría deseado escribir estas líneas hace ya una semana, pero las continuas ocupaciones me lo impidieron. Con todo, aunque faltan pocos días para mi regreso, quiero antici­par mi llegada entre vosotros, al menos por medio de una carta, ya que no puedo hacerlo con la persona. Son las palabras de quien les ama tiernamente en Jesucristo y tiene el deber de hablarles con la li­bertad de un padre. Y vosotros me permitiréis que así lo haga ¿no es cierto? Y prestarán atención y pondrán en práctica lo que les voy a decir.

Os he afirmado una y otra vez que sois el único y continuo pensamiento de mi mente. Ahora bien, en una de las noches pasa­das yo me había retirado a mi habitación y mientras me disponía a entregarme al descanso, comencé a rezar las oraciones que me en­señó mi buena madre y en aquel momento, no sé bien si víctima del sueño o fuera de mí por alguna distracción, me pareció que se pre­sentaban delante de mí dos antiguos alumnos del Oratorio.

Uno de ellos se me acercó y saludándome afectuosamente me dijo:
—¡Oh, [San] Juan Don Bosco! ¿Me conoce?

—Sí que te conozco—, le respondí.

—¿Y se acuerda aún de mí?—, añadió.

—De ti y de los demás. Tu eres Valfré y estabas en el Oratorio antes del 1870.

—Diga —continuó aquel hombre—, ¿quiere ver a los jóvenes que estaban en el Oratorio en mis tiempos?

—Sí, házmelos ver —le contesté—, eso me proporcionará una gran alegría.

Entontes Valfré me mostró todos los jovencitos con el mismo semblante y con la misma edad y estatura de aquel tiempo. Me pa­recía estar en el antiguo Oratorio en tiempo de recreo. Era una es­cena llena de vida, de movimiento y de alegría. Quién corría, quién saltaba, quién hacía saltar a los demás; quién jugaba a la rana, quién a bandera, quién a la pelota. En un sitio había reunido un corrillo de muchachos pendientes de los labios de un sacerdote que les contaba una historia. En otro lado había un clérigo con otro grupo jugando al «burro vuela» o a los oficios. Se cantaba, se reía por todas partes y por doquier sacerdotes y clérigos y alrededor de ellos jovencitos que alborotaban alegremente. Entre jóvenes y superiores reinaba la mayor cordialidad y confianza. Yo estaba encantado al contemplar este espectáculo y Valfré me dijo:                   

—Vea, la familiaridad engendra afecto y el afecto confianza. Esto es: lo que abre los corazones y los jóvenes lo manifiestan todo sin temor a los maestros, a los asistentes y a los superiores. Son sin­ceros en la Confesión y fuera de ella y se prestan con docilidad a todo lo que les quiere mandar aquel que saben que les ama.

En tanto se acercó a mí otro antiguo alumno que tenía la barba completamente blanca y me dijo:

—[San] Juan Don Bosco ¿quiere ver ahora los jóvenes que están actual­mente en el Oratorio? Este era José Buzzetti.

—Sí, respondí; pues hace un mes que no los veo. Y me los señaló: vi el Oratorio y a todos vosotros que estabais en recreo. Pero no oía ya gritos de alegría y canciones, no contempla­ba aquel movimiento, aquella vida que vi en la primera escena.  En los ademanes y en el rostro de algunos jóvenes se notaba una tristeza, una desgana, un disgusto, una desconfianza que causa­ba gran pena a mi corazón. Vi, es cierto, a muchos que corrían, que jugaban, que se movían con dichosa despreocupación; pero otros, y eran bastantes, estaban solos, apoyados en las columnas, presa de pensamientos desalentadores; otros estaban en las escaleras y en los corredores o en los poyetes que dan a la pared del jardín para no tomar parte en el recreo común; otros paseaban lentamente formando grupos y hablando en voz baja entre ellos, lanzando a una y otra parte miradas sospechosas y mal intencionadas; quiénes son­reían, pero con una sonrisa acompañada de gestos que hacían no solamente sospechar, sino creer que San Luis habría sentido sonro­jo si se hubiese encontrado en compañía de los tales; incluso entre los que jugaban había algunos tan desganados que daban a entender a las claras que no encontraban gusto alguno en el recreo.

—¿Ha visto a sus jóvenes?— me dijo aquel antiguo alumno.
—Sí que los veo— le contesté suspirando.

—¡Qué diferentes son de lo que éramos nosotros!—, exclamó.

—¡Mucho! ¡Qué desgana en este recreo!

—Y de aquí proviene la frialdad de muchos para acercarse a los Santos Sacramentos, el descuido de las prácticas de piedad en la iglesia y en otros lugares; el estar de mala gana en un lugar donde la Divina Providencia los colma de todo bien corporal, espiritual e inte­lectual. De aquí el no corresponder de muchos a la vocación; de aquí la ingratitud para con los superiores; de aquí los secretitos y las murmuraciones con todas las demás deplorables consecuencias.

---Comprendo, entiendo —respondí yo—. Pero ¿cómo animar a estos jóvenes para que practiquen la antigua vivacidad, alegría, y ex­pansión?

—Con la caridad.

—¿Con la caridad? Pero ¿es que mis jóvenes no son bastante amados? Tú sabes cuánto los amo. Tú sabes cuánto he sufrido por ellos y cuánto he tolerado en el transcurso de cuarenta años y cuán­to tolero y sufro en la actualidad. Cuántos trabajos, cuántas humilla­ciones, cuántos obstáculos, cuántas persecuciones para proporcionarles pan, albergue, maestros y especialmente para bus­car la salvación de sus almas. He hecho cuanto he podido y sabido por ellos que son el afecto de toda mi vida.

—No me refiero a Vos.

—¿De quién hablas, pues? ¿De los que hacen mis veces? ¿De los Directores, de los prefectos, de los maestros, de los asistentes? ¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo? ¿Cómo consu­men los años de su juventud en favor de ellos que son como un le­gado de la Providencia?

—Lo veo y lo sé; pero eso no basta; falta lo mejor.

—¿Qué falta, pues?

—Que los jóvenes no sean solamente amados, sino que se den cuenta de que se les ama.

—Pero ¿no tienen ojos en la cara? ¿No tienen la luz de la inteli­gencia? ¿No ven que cuanto se hace en su favor se hace por amor?

—No; lo repito: eso no basta.

—¿Qué se requiere, pues?

—Que al Ser amados en las cosas que les agradan participando en sus inclinaciones infantiles aprendan a ver el amor también en aquellas cosas que les agradan poco, como son: la disciplina, el estu­dio, la mortificación de sí mismos y que aprendan a obrar con gene­rosidad y amor.

—Explícate mejor.

—Observe a los jóvenes en el recreo.

Hice lo que me decía y exclamé:

—¿Qué hay de particular?

—¿Tantos años como hace que se dedica, a la educación de la juventud y no comprende? Observe mejor. ¿Dónde están nuestros Salesianos?

Me fijé y vi que eran muy pocos los sacerdotes y los clérigos que estaban mezclados entre los jóvenes y muchos menos eran los que tomaban parte de sus juegos. Los Superiores no eran ya el alma de los recreos. La mayor parte de ellos paseaban hablando entre sí, sin preocuparse de lo que hacían los alumnos; otros jugaban pero sin pensar para nada en los jóvenes; otros vigilaban a la buena sin advertir las faltas que se cometían; alguno que otro corregía a los in­fractores pero con amenazas y esto raramente. Había algún Salesiano que deseaba introducirse en algún grupo de jóvenes, pero vi que los muchachos buscaban la manera de alejarse de sus maestros y Superiores.

Entonces mi amigo me dijo:

—En los primitivos tiempos del Oratorio ¿Vos no estabais siem­pre en medio de los jóvenes, especialmente en tiempo de recreo? ¿Recuerda aquéllos hermosos años? Era una alegría de Paraíso, una época que recordamos siempre con emoción, porque el amor lo re­gulaba todo y nosotros no teníamos secretos para [San] Juan Don Bosco.

—¡Cierto! Entonces todo era para mí motivo de alegría y los jó­venes iban a porfía por acercarse a mí, por hablarme y existía una verdadera ansiedad por escuchar mis consejos y ponerlos en práctica. Ahora, en cambio, las continuas audiencias, mis múltiples ocupaciones y la falta de salud me lo impiden.

—Bien, bien; pero si Vos no podéis, ¿por qué sus Salesianos no se convierten en sus imitadores? ¿Por qué no insistís, no les exiges que traten a los jóvenes como Vos los tratabais?

—Yo les hablo e insisto hasta cansarme, pero muchos no están decididos a tomarse el trabajo que la educación requiere.

—Y así, descuidando lo menos, pierden lo más y este más es el fruto de sus fatigas. Que amen lo que agrada a los jóvenes y los jó­venes amarán lo que es del gusto de los Superiores. De esta manera el trabajo les será muy llevadero. La causa del cambio presente del Oratorio es que un buen número de jóvenes no tiene confianza con los Superiores. Antiguamente los corazones todos estaban abiertos a los Superiores, por lo que los jóvenes amaban y obedecían pron­tamente. Pero ahora los Superiores son considerados sólo como ta­les y no como padres, hermanos y amigos; por tanto, son más temidos que amados. Por eso, si se quiere hacer un solo corazón y una sola alma, por amor a Jesús se debe romper esa barrera fatal de la desconfianza que ha de ser suplantada por la confianza más cordial. Es decir: que la obediencia ha de guiar al alumno como la madre a su hijito; entonces reinarán en el Oratorio la paz y la anti­gua alegría.

—¿Cómo hacer, pues, para romper esta barrera?

—Familiaridad con los jóvenes, especialmente en el recreo. Sin la familiaridad no se puede demostrar el afecto y sin esta demostra­ción no puede haber confianza. El que quiere ser amado es menes­ter que demuestre que ama a Jesucristo que se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras enfermedades. ¡He aquí el Maes­tro de la familiaridad!
El maestro al cual sólo se le ve en la cátedra, es solamente maestro y nada más, pero si participa del recreo de los jóvenes se convierte también en hermano.

Si a uno se le ve en el pulpito predicando se dirá que cumple con su deber, pero si se le ve diciendo en el recreo una buena pala­bra habrá que reconocer que esa palabra proviene de una persona que ama.                                               
        
¡Cuántas conversiones no fueron, efecto de alguna de sus pala­bras pronunciadas improvisadamente al oído de un jovencito mien­tras se divertía! El que sabe que es amado, ama y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Esta confianza esta­blece como una corriente eléctrica entre jóvenes y Superiores. Los corazones se abren y dan a conocer sus necesidades y manifiestan sus defectos. Este amor hace que los Superiores puedan soportar las fatigas, los disgustos, las ingratitudes, las faltas de disciplina, las ligerezas, las negligencias de los jóvenes. Jesucristo no rompió la caña ya rota, ni apagó la mecha humeante. He aquí vuestro modelo. En­tonces no habrá quien trabaje por vanagloria, ni quien castigue por vengar su amor propio ofendido; ni quien se retire del campo de la asistencia por celo a una temida preponderancia de otros; ni quien murmure de los otros para ser amado y estimado de los jóvenes con exclusión de todos los demás superiores, mientras en cambio no co­secha más que desprecio e hipócritas zalamerías; ni quien se deje robar el corazón por una criatura y para agasajar a ésta descuide a todos los demás jovencitos; ni quienes por amor a la propia comodi­dad menosprecien el deber de la asistencia; ni quienes por falso res­peto humano se abstengan de amonestar a quien necesite ser amonestado. Si existe este amor efectivo no se buscará otra cosa más que la gloria de Dios y el bien de las almas. Cuando languidece este amor, entonces es que las cosas no marchan bien. ¿Por qué se quiere sustituir la caridad por la frialdad de un reglamento? ¿Por qué los Superiores dejan a un lado la observancia de aquellas reglas de educación que [San] Juan Don Bosco les dictó? Porque al sistema de prevenir, de vigilar y corregir amorosamente los desórdenes, se le quiere reemplazar por aquel otro más fácil y más cómodo para el que man­da, de promulgar la ley y hacerla cumplir mediante los castigos que encienden odios y acarrean disgustos; si se descuida el hacerlas observar son causa de desprecio para los Superiores y de desordenes gravísimos. Y esto sucede necesariamente si falta la familiaridad. Si, por tanto, se desea que en el Oratorio reine la antigua felicidad, hay que poner en vigor el antiguo sistema: el Superior sea todo para to­dos, siempre dispuesto a escuchar toda duda o lamentación de los jóvenes, todo ojos para vigilar paternalmente su conducta, todo co­razón para buscar el bien espiritual de sus subalternos y el bienestar temporal de aquellos a quienes la Providencia ha confiado a sus cui­dados.

Entonces los corazones no permanecerán cerrados y no se ocul­tarán ciertas cosas que causan la muerte de las almas. Sólo en caso de inmoralidad sean los Superiores inflexibles. Es mejor correr el peligro de alejar de casa a un inocente que hacer que permanezca en ella un escandaloso. Los asistentes consideren como un estrechísimo deber de conciencia el referir a los Superiores todas aquellas co­sas que crean puede constituir ofensa de Dios.

Entonces yo le pregunté:

—¿Y cuál es el medio principal para que triunfe semejante familiaridad y ese amor y confianza?
—La observancia exacta del Reglamento de la Casa.

—¿Y nada más?

—El mejor plato en una comida es la buena cara.

Mientras mi antiguo alumno terminaba de hablar con estas pala­bras yo continué contemplando con verdadero disgusto el recreo y poco a poco me sentí oprimido por un gran cansancio que iba en aumento. Esta opresión llegó a tal punto, que no pudiendo resistirla más me estremecí, despertándome a renglón seguido.
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Me encontré de pie junto a mi lecho. Mis piernas estaban tan hinchadas y me dolían tanto que no podía estar de pié. Era ya muy tarde; por tanto, me fui a la cama decidido a escribir estos renglones a mis queridos hijos.                                    

Yo deseo no tener estos sueños porque me producen un can­sancio enorme.

Al día siguiente sentía aún un gran dolor en todos mis huesos y no veía la hora de poder descansar. Pero he aquí que llegada la no­che, apenas estuve en el lecho comencé a soñar nuevamente.
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Tenía ante mi vista el patio ocupado por los jóvenes que están actualmente en el Oratorio y junto a mí el mismo antiguo alumno.

Yo entonces comencé a preguntarle

—Lo que me has dicho se lo haré saber a mis Salesianos, pero ¿qué debo decir a los jóvenes del Oratorio?
El me respondió:

—Que reconozcan los trabajos que se imponen los Superiores, los maestros y los asistentes por amor a ellos, pues si no fuese por labrar su bien no se impondrían tantos sacrificios; que recuerden que la humildad es la fuente de toda tranquilidad; que sepan soportar los defectos de los demás, pues la perfección no se encuentra en el mundo sino solamente en el Paraíso; que dejen de murmurar, pues la murmuración enfría los corazones; y sobre todo que procuren vivir en gracia de Dios. Quien no vive en paz con Dios, no pue­de tener paz consigo mismo ni con los demás.

—¿Me has dicho, pues, que hay entre mis jóvenes quienes no están en paz con Dios?

Esta es, entre otras, la primera causa del malestar reinante, a la que debe poner remedio y que no es necesario que yo enumere. En efecto, sólo desconfía quien tiene secretos que ocultar, quien teme que estos secretos sean descubiertos, pues sabe que de ponerse de manifiesto se derivaría de ellos una gran vergüenza y no pocas desgracias. Al mismo tiempo, si el corazón no está en paz con Dios, vive angustiado, inquieto, rebelde a toda obediencia, se irrita por nada, le parece que todo marcha mal y como él no ama, juzga que los Superiores tampoco aman.

—Pues con todo, ¿no ves, querido mío, la frecuencia de confe­siones y comuniones existentes en el Oratorio?

—Es cierto que la frecuencia de confesiones es grande, pero lo que falta en absoluto en muchísimos jóvenes que se confiesan es la estabilidad o firmeza en los propósitos. Se confiesan, pero siempre de las mismas faltas, de las mismas ocasiones próximas, de las mis­mas malas costumbres, de las mismas desobediencias, de las mismas negligencias en el cumplimiento de los deberes. Así siguen adelante durante meses y años y algunos llegan hasta el final de los estudios.

Tales confesiones valen poco o nada; por tanto, no proporcio­nan la paz y si un jovencito fuese llamado en tal estado ante el tribu­nal de Dios se vería en un aprieto.

—¿Y de estos hay muchos en el Oratorio?

—En relación con el gran número de jóvenes que hay en la casa, afortunadamente son pocos. Mira.

Y al decir esto me los señalaba.

Yo los observé uno a uno. Pero en esos pocos vi cosas que amargaron grandemente mi corazón. No quiero ponerlas por escri­to, pero cuando esté de regreso quiero comunicarlas a cada uno de los interesados. Ahora les diré solamente que es tiempo de rezar y de tomar firmes resoluciones; de cumplir no de palabra sino de he­cho y demostrar que los Comollo, los [Santo] Domingo Savio, los Besucco y los Saccardi, viven aún entre nosotros.

Por último pregunté a aquel amigo:

—¿Tienes algo más que decirme?

—Predica a todos, grandes y pequeños, que recuerden siempre que son hijos de María Santísima Auxiliadora. Que Ella los ha reuni­do aquí para librarlos de los peligros del mundo, para que se amen como hermanos y para que den gloria a Dios y a Ella con su buena conducta; que es la Virgen quien les provee de pan y de cuanto ne­cesitan para estudiar, obrando infinitos portentos y concediendo innumerables gracias. Que se recuerden que están en vísperas de la fiesta de su Santísima Madre y que con su auxilio debe caer la barre­ra de la desconfianza que el demonio ha sabido levantar entre los jó­venes y los Superiores y de la cual sabe servirse para ruina de las almas.

—¿Y conseguiremos derribar esa barrera?

—Sí, ciertamente, con tal de que grandes y pequeños estén dis­puestos a sufrir alguna pequeña mortificación por amor a María y pongan en práctica cuanto he dicho.

Entretanto yo continuaba observando a los jovencitos y ante el espectáculo de los que veía encaminarse a su perdición eterna, sentí tal angustia en el corazón que me desperté.
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Quisiera contarles otras muchas cosas importantísimas que vi en este sueño, pero el tiempo y las circunstancias no me lo permiten.

Concluyo: ¿Saben qué es lo que desea de vosotros este pobre anciano que ha consumido toda su vida buscando el bien de los queridos jóvenes?

Nada más que, observadas las debidas proporciones, florez­can los días felices del antiguo Oratorio. Las jornadas del afecto y de la confianza cristiana entre los jóvenes y los Superiores; los días del espíritu de condescendencia y de mutua tolerancia por amor a Jesucristo; los días de los corazones abiertos a la senci­llez y al candor; los días de la caridad y de la verdadera alegría para todos. Necesito que me consuelen haciendo renacer en mí la esperanza y prometiéndome que harán todo lo que deseo para el bien de sus almas. Vosotros no sabéis apreciar la suerte que han tenido al estar recogidos en el Oratorio. Les aseguro delante de Dios que basta que un joven entre en una Casa Salesiana, para que la Santísima Virgen lo tome enseguida bajo su celestial protección. Pongámonos, pues, todos de acuerdo. La caridad de los que mandan, la caridad de los que deben obedecer haga rei­nar entre nosotros el espíritu de San Francisco de Sales. ¡Oh, mis queridos hijos, se acerca el tiempo en que me tendré que se­parar de vosotros y partir para mi eternidad! (Nota del secretario). Al llegar aquí [San] Juan Don Bosco dejó de dictar; sus ojos estaban llenos de lágrimas, no a causa del disgusto sino por la inefable ternura que se reflejaba en su rostro y en sus palabras; unos instantes después, continuó: Por tanto, mi mayor deseo, queridos sacerdo­tes, clérigos y jóvenes, es dejarlos encaminados por la senda que el Señor desea que marchen.

Con éste fin, el Santo Padre [Leon Pp. XIII] al cual he visto el viernes nueve de mayo, les envía de todo corazón su bendición. El día de María Auxiliadora me encontraré en su compañía ante la imagen de nuestra amantísima Madre. Deseo que su fiesta se celebre con toda solemnidad y Don Lazzero y Don Marchisio se preocuparán de que la alegría reine también en el comedor. La festividad de María Auxiliadora debe ser el preludio de la fiesta eterna que hemos de celebrar todos juntos un día en el Paraíso.

Roma, 10 de mayo de 1884.

Su afectísimo en J. C. Sacerdote Juan Bosco

Esta carta es un verdadero tesoro que con el tratadito sobre el Sistema Preventivo y con el Reglamento para las Casas, forma la trilogía pedagógica dejada por [San] Juan Don Bosco, como herencia, a sus hijos. Pedagogía humilde y elevada, que donde sea entendida y puesta en práctica, puede convertir a los institutos educativos en remansos de paz, asilos de inocencia, hogar de virtudes, pa­lestra de estudio, viveros en suma de óptimos cristianos, de hon­rados ciudadanos y dignos eclesiásticos. Pero todo ello ha de conseguirse con la buena voluntad y el espíritu de sacrificio.

LA INOCENCIA

SUEÑO 125. AÑO DE 1884.

(M. B. Tomo XVII, págs. 722-730)

Este sueño lo tuvo [San] Juan Don Bosco en el mes de julio de 1884, cuando el [Santo] se mostraba preocupado por la conduc­ta de algunos alumnos estudiantes.

He aquí el texto del mismo tal como nos lo ofrece el Apéndi­ce del Volumen XVII de las Memorias Biográficas en las páginas anteriormente citadas.
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A [San] Juan Don Bosco le pareció tener delante de si un inmenso y encan­tador collado cubierto de verdor, en suave pendiente y completa­mente llano. En las faldas del mismo se formaba un escalón más bien bajo desde el cual se subía a la vereda donde estaba [San] Juan Don Bos­co. Aquello parecía el Paraíso terrenal iluminado por una luz más pura y más viva que la del sol. Estaba todo cubierto de verde hierba esmaltada de multitud de bellas y variadas flores y sombreado por un ingente número de árboles que entrelazando las ramas entre sí, las extendían a guisa de amplios pabellones.

En medio del vergel y hasta el límite del mismo se extendía una alfombra de mágico candor, tan luciente, que deslumbraba la vista. Tenía una longitud de muchas millas. Ofrecía toda la magnificencia de un regio estrado. Como ornato, sobre la franja que corría a lo largo de su borde, se veían varias inscripciones en caracteres dorados.

Por un lado se leía: Beati immaculati qui ambulant in lege Domini.

Bienaventurados los puros que andan por los caminos de la ley del Señor.

Y en el otro: Non privaba bonis eos, qui ambulant in innocentia. No dajará sin bienes a los que viven en la inocencia.

En el tercer lado: Non confundentur in tempore malo: in diebus famis saturabuntur. No se sentirán confundidos en el tiempo de la adversidad: y en los días del hambre serán saturados.

En el cuarto: Novit Dominus dies immaculatorum et haereditas eorum in aeternum erit. Conoció el Señor los días de los ino­centes y la herencia de ellos será eterna.

En las cuatro esquinas del estrado; en torno de un magnífico ro­setón, se veían estas cuatro inscripciones:

Cum simplicibus sermocinatio ejus: Su conversación será con los sencillos.

Proteget gradientes simpliciter: Protege a los que andan con humildad.

Qui ambulant simpliciter, ambulant confidenter. Los que ca­minan con sencillez, proceden confiadamente.

Voluntas eius in iis, qui simpliciter ambulant: Su voluntad se manifiesta a los que viven sencillamente.

En mitad del estrado había esta última inscripción: Qui ambulat simpliciter, salvus erit: El que procede con sencillez será salvo.

En el centro de la pradera, sobre el borde superior de aquella blanca alfombra, se levantaba un estandarte blanquísimo sobre el cual se leía también escritos con caracteres de oro: Fili mi, tu semper mecum es et omnia mea tua sunt: Hijo mío, tu siempre has estado conmigo y todo lo mío te pertenece.

Si [San] Juan Don Bosco se sentía maravillado a la vista del jardín, más le llamaron la atención dos hermosas jovencitas como de doce años que estaban sentadas al borde de la alfombra donde el terreno for­maba el escalón. Una celestial modestia se reflejaba en todo su gra­cioso continente. De sus ojos, constantemente fijos en la altura, fluía no solamente una ingenua sencillez de paloma, sino que también brillaba en ellos la luz de un amor purísimo y de un gozo verdadera­mente celestial. Sus frentes despejadas y serenas parecían el asiento del candor y de la sinceridad; sobre sus labios florecía una alegre y encantadora sonrisa. Los rasgos de sus rostros denotaban un cora­zón tierno y amante. Los graciosos movimientos de la persona les comunicaba un aire tal de sobrehumana grandeza y de nobleza que contrastaba con su juventud.

Una vestidura blanca les bajaba hasta los pies, sobre la cual no se distinguía ni mancha, ni arruga, y ni siquiera un granito de polvo. Tenían ceñidos los costados con una faja bordada de lirios, de viole­tas y de rosas. Un adorno semejante, en forma de collar rodeaba su cuello compuesto de las mismas flores, pero de forma diversa.

Como brazaletes llevaban en las muñecas un hacecillo de margaritas blancas.

Todos estos adornos y flores tenían formas, colores, de una be­lleza tal, imposibles de describir. Todas las piedras más preciosas del mundo, engarzadas con la más exquisita de las artes, parecerían un poco de fango en su comparación.

Sus blanquísimas sandalias estaban adornadas con una cinta blanca de bordes dorados con una graciosa lazada en el centro. Blanco también, con pequeños hilos de oro, era el cordoncillo con que estaban atadas. Su larga cabellera estaba sujeta con una corona que les ceñía la frente y era tan abundante que al salir de la corona formaba exuberantes bucles, cayendo después por la espalda a guisa de abundantes y menudos rizos.

Ambas habían comenzado un diálogo: unas veces alternaban en el hablar, otras, se hacían preguntas o bien prorrumpían en exclamaciones. A veces, las dos permanecían sentadas; otras, una estaba sentada y la otra de pie o bien paseaban. Pero nunca salían de la superficie de aquella blanca alfombra y jamás tocaban ni las hierbas ni las flores. [San] Juan Don Bosco, en su sueño, permanecía a manera de espectador. Ni él dirigió palabra alguna a las jovencitas ni las jovencitas a él, pues ni se dieron cuenta de su presencia; la una decía a la otra con suavísimo acento:
—¿Qué es la inocencia? El estado afortunado de la gracia santificante conservado merced a la constante y exacta observancia de la ley divina.

Y la otra doncella, con voz no menos dulce:

—La conservación de la pureza, de la inocencia, es fuente y ori­gen de toda ciencia y de toda virtud.

Y la primera:

—¡Qué brillo, qué gloria, qué esplendor de virtud vivir bien entre los malos y entre los malignos y malvados, conservar el candor de la inocencia y la pureza de las costumbres!

La segunda se puso de pie y deteniéndose junto a la compañe­ra:

—Bienaventurado el jovencito que no va detrás de los consejos de los impíos y no sigue el camino de los pecadores, sino que su complacencia es la ley del Señor, la cual medita día y noche. Y será como el árbol plantado a lo largo de las corrientes de las aguas de la gracia del Señor, el cual le dará a su tiempo fruto copioso de buenas obras: aunque sople el viento no caerán de él las hojas de las santas intenciones y del mérito y todo cuanto haga tendrá un próspero efecto y cada circunstancia de su vida cooperará a acrecentar su premio.

Y así diciendo señalaba los árboles del jardín cargados de frutos bellísimos que esparcían por el aire un perfume delicioso, mientras unos arroyuelos de aguas limpísimas, que unas veces discurrían por dos orillas floridas, otras caían formando pequeñas cascadas o formaban pequeños lagos, bañaban sus pies, con un murmullo que pa­recía el sonido misterioso de una música lejana.

La primera doncella replicó:

—Es como un lirio entre las espinas que Dios acoge en su jardín y después lo toma para ornamento de su corazón; y puede decir a su Señor: Mi Amado para mí y yo para mi amado, pues se apacien­ta en medio de lirios.

Y al decir esto indicaba un gran número de lirios hermosísimos que alzaban su blanca corola entre las hierbas y las demás flores, mientras señalaba en la lejanía un altísimo valladar verde que rodea­ba todo el jardín. Este valladar estaba todo cuajado de espinas y de­trás de él vagaban unos monstruos asquerosos que intentaban penetrar en el jardín, pero se lo impedían las espinas del seto.

—¡Es cierto! ¡Cuánta verdad encierran tus palabras! —añadió la segunda—. ¡Bienaventurado el jovencito que sea hallado sin culpa! ¿Pero quién será el tal y qué alabanzas diremos en su honor? Pues ha obrado cosas admirables en su vida. Fue encontrado perfecto y tendrá la gloria eterna; pudo haber pecado y no pecó; hacer el mal y no lo hizo. Por esto sus bienes han sido establecidos por el Señor y sus obras buenas serán celebradas por todas las congregaciones de los Santos.

—Y en la tierra, ¡qué gloria les está reservada! Los llamará, les señalará un lugar en su santuario, los hará ministros de sus misterios y les dará un nombre sempiterno que jamás perecerá— concluyó la primera.

La segunda se puso de pie y exclamó:

—¿Quién puede describir la belleza de un inocente? Tal alma está espléndidamente vestida, como una de nosotras, adornada de la blanca estola del Santo Bautismo. Su cuello, sus brazos resplande­cen de gemas divinas, lleva en su dedo el anillo de la alianza con Dios. Camina velozmente en su viaje hacia la eternidad. Se abre delante de sus ojos un sendero sembrado de estrellas... Es tabernáculo viviente del Espíritu Santo. Con la sangre de Jesús que corre por sus venas y tiñe sus mejillas y sus labios, con la Santísima Trinidad en el corazón inmaculado despide a su alrededor torrentes de luz que le resisten de un esplendor mayor que el del sol. Desde lo alto llueven pétalos de flores celestes que llenan el aire. Todo el ambiente se puebla de las suaves armonías de los ángeles que hacen eco a sus plegarias. María Santísima está a su lado pronta a defenderla. El cie­lo está abierto para ella. Se ha convertido en espectáculo para las inmensas legiones de los Santos y de los Espíritus bienaventurados que le invitan agitando sus palmas. Dios, entre los inaccesibles fulgores de su trono de gloria, le señala con la diestra el lugar que le tiene destinado, mientras que con la izquierda sostiene la espléndida corona con que le ha de coronar para siempre. El inocente es el de­seo, la alegría, el aplauso del Paraíso. Y sobre su rostro está esculpi­da una alegría inefable. Es hijo de Dios. Dios es su Padre. El Paraíso es su herencia. Está continuamente con Dios. Lo ve, lo ama, lo sirve, lo posee, lo goza, posee un rayo de las delicias celestiales; está en posesión de todos los tesoros, de todas las gracias, de todos los secretos, de todos los dones, de todas sus perfecciones y de Dios mismo.

—Es por esto por lo que la inocencia en los Santos del Antiguo Testamento y en los del Nuevo, y especialmente en los Mártires, se presenta tan gloriosa. ¡Oh, Inocencia, cuan bella eres! Tentada, cre­ces en perfección; humillada, te levantas más sublime; combatida, sales triunfante; sacrificada, vuelas a recibir la corona. Tú eres libre en la esclavitud, tranquila y segura en los peligros, alegre entre las cadenas. Los poderosos se inclinan ante ti, los príncipes te acogen, los grandes te buscan. Los buenos te obedecen, los malos te envi­dian, los rivales te emulan, los adversarios sucumben ante ti. Y tú saldrás siempre victoriosa, incluso cuando los hombres te condenen injustamente.

Las dos doncellas hicieron una pequeña pausa, como para to­mar un poco de aliento después de haber desahogado tan encendi­dos anhelos y luego se tomaron de la mano y se miraron una a otra.

—¡Oh, si los jóvenes conocieran qué precioso tesoro es la inocencia, cómo cuidarían desde el principio de su vida celosamente la estola del santo bautismo! Mas, por el contrario, no reflexionan, no piensan lo que quiere decir mancillarla. La inocencia es un licor preciosísimo.

—Pero está encerrado en un frágil vaso de barro y si no se le lle­va con cautela se rompe con la mayor facilidad.

—La inocencia es una piedra preciosa.

—Pero no se conoce su valor, se pierde y fácilmente se la cam­bia por un objeto vil.

—La inocencia es un espejo de oro que refleja la imagen de Dios.

—Pero basta un poco de aire húmedo para empañarlo y hay que conservarlo envuelto en un velo.
—La inocencia es un lirio.

—Pero el solo contacto de una mano poco delicada puede marchitarlo.

—La inocencia es una blanca vestidura. Omni tempore sint vestimenta tua candida.

—Pero basta una sola mancha para hacerla perder su valor, por eso es necesario caminar con mucha precaución.

—La inocencia y la integridad queda violada si es afeada por una sola mancha y pierde el tesoro de su gracia.

—Basta un solo pecado mortal.

—Y perdida una vez queda perdida para siempre.

—¡Qué desgracia la de tantas inocencias que se pierden cada día! Cuando un jovencito cae en el pecado el Paraíso se le cierra; la Virgen Santísima y el Ángel de la Guarda desaparecen, cesan las músicas y se eclipsa la luz. Dios no está ya en su corazón, desapare­ce el camino de estrellas que antes recorría, cae y queda al momen­to solo como una isla en medio del mar, de un mar de fuego que se extiende hasta el extremo horizonte de la eternidad, abismándose hasta la profundidad del caos... Sobre su cabeza brillan en el cielo amenazantes los rayos de la divina justicia. Satanás se ha convertido en su compañero, lo ha cargado de cadenas, le ha puesto un pie en el cuello y con el bidente levantado en alto ha exclamado:

—¡He vencido! Tu hijo es mi esclavo. Ya no te pertenece. Para él se ha terminado la alegría. Si la justicia de Dios le priva en aquel momento del único punto de apoyo con que cuenta, está perdido para siempre.

—¡Y puede levantarse! La misericordia de Dios es infinita. Una buena confesión le puede devolver la gracia y el título de hijo de Dios adoptivo.                      \

—Pero la inocencia, jamás. ¡Y qué consecuencias se originarán del primer pecado! Conoce el mal que antes no conocía; sentirá terriblemente el influjo de las malas inclinaciones; con la deuda enorme que ha contraído con la divina justicia, se sentirá más débil en los combates espirituales. Sentirá lo que antes no sentía, los efec­tos de la vergüenza, de la tristeza, del remordimiento.

—Y pensar que antes se había dicho de él: De que los niños se acerquen a Mí. Ellos serán como los ángeles de Dios en el cielo. Hijo mío, dame tu corazón.

—¡Ah qué delito tan espantoso cometen aquellos desgraciados que son culpables de que un niño pierda la inocencia! Jesús ha di­cho: El que escandalizara a uno de estos pequeñuelos que creen en Mí, mejor le fuera que le atasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen a lo más profundo del mar. ¡Ay del mundo a causa de los escándalos! No es posible impedir los escándalos, pero ¡ay de aque­llos que escandalizan! Guárdense de despreciar a uno de estos pe­queños que creen en Mí, porque les aseguro que sus ángeles en el cielo ven perpetuamente, el rostro de mi Padre que está en los cie­los y piden venganza.

—¡Desgraciados! Pero no menos infelices son los que se dejan robar la inocencia.                                                                 

Y aquí las dos jovencitas comenzaron a pasear; el tema de su conversación era sobre cuál fuese el medio para conservar la ino­cencia.

Una decía:

—Es un gran error el de los jóvenes al creer que la penitencia la debe practicar solamente quien ha pecado. La penitencia es tam­bién necesaria para conservar la inocencia. Si San Luis no hubiese hecho penitencia, habría caído sin duda en pecado mortal. Esto se debería predicar, inculcar, enseñar continuamente a los jóvenes. ¡Cuántos más numerosos serían los que conservarían la inocencia, mientras que ahora son tan pocos!

—Lo dice el Apóstol: Hemos de llevar siempre, por todas par­tes, en nuestro cuerpo, la mortificación de Jesucristo, a fin de que la vida de Jesús se manifieste en nosotros.

—Y Jesús santo, inmaculado, inocente, pasó una vida de privaciones y dolores.

—Así también María y todos los Santos.

—Y fue para dar ejemplo a todos los jóvenes. Dice San Pablo: «Si vives según la carne, morirás; si con el espíritu das muerte a las acciones de la carne, vivirás».

—Por tanto, sin la penitencia no se puede conservar la inocencia.

—Y con todo, muchos querrían conservar la inocencia viviendo libremente.

—¡Necios! ¿Acaso no está escrito: Fue arrebatado para que la malicia no alterara su espíritu y la seducción no indujera su alma a error? Mas la ofuscación de la vanidad oscurece el bien y el vértigo de la concupiscencia pervierte al alma inocente. Por tanto, dos ene­migos tienen los inocentes: las máximas perversas y las malas conversaciones de los malvados y la concupiscencia. ¿No dice el Señor que la muerte en plena juventud es un premio que evita al inocente los combates? «Porque agradó al Señor, fue por El amado y porque vivía entre los pecadores fue llevado a otro lugar. Habiendo muerto en edad temprana recorrió un largo camino. Porque Dios amaba su alma lo sacó de en medio de la iniquidad. Fue arrebatado para que la malicia no alterase su espíritu y la seducción no indujese su alma a error».

—Afortunados los niños que abrazan la cruz de la penitencia y con firme propósito dicen con Job: Donec deficiam, non recedam ab innocentia mea. Hasta que muera no me apartaré del camino de la inocencia.

—Por tanto, mortificación para superar el fastidio que sienten en la oración.

—Está escrito: Psallam et intelligam in via immaculata. Quando venies ad me? Petite et accipietis. Pater noster!

—Mortificación de la inteligencia mediante la humildad, obede­cer a los Superiores y a los reglamentos.

—También está escrito: Si mei non fuerint dominati, tunc immaculatus ero et emundabor a delicto máximo. Y este es la so­berbia. Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. El que se humilla será exaltado y el que se exalta será humillado. Obe­dezcan a sus Superiores.

—Mortificación en decir siempre la verdad, en manifestar los propios defectos y los peligros en los cuales puede uno encontrarse. Entonces recibirá siempre consejo, especialmente del confesor.           i

Pro anima tua ne confundaris dicere verum: Por amor de tu alma no tengas vergüenza de decir la verdad. Porque hay una ver­güenza que trae consigo el pecado y hay otra vergüenza que trae consigo la gloria y la gracia.

—Mortificación del corazón frenando sus movimientos desordenados, amando a todos por amor a Dios y apartándonos re­sueltamente de aquellos que pretenden mancillar nuestra inocencia.

—Lo ha dicho Jesús: Si tu mano o tu pie te sirven de escándalo, córtalos y arrójalos lejos de ti; es mejor para ti llegar a la vida con una mano o con un pie de menos, que con ambas manos o con am­bos pies ser precipitado al fuego eterno. Y si tu ojo te sirve de es­cándalo, sácatelo y arrójalo lejos de ti; es mejor entrar en la vida eterna con un solo ojo que con los dos ser arrojado al fuego del in­fierno.

—Mortificación en soportar valientemente y con franqueza las burlas del respeto humano. Exacuerunt, ut gladium, linguas suas: intenderunt arcum, rem amaram, ut saggitent in occuítis immaculatum.                                                                    

—Y vencerán estas mofas malignas temiendo ser descubiertos por los superiores, pensando en las terribles palabras de Jesús: El que se avergonzare de Mí y de mis palabras, se avergonzará de él el Hijo del hombre cuando venga con toda su majestad y con la del Padre y de los santos Ángeles.

—Mortificación de los ojos, al mirar, al leer, apartándose de toda lectura mala e inoportuna.

—Un punto esencial. He hecho pacto con mis ojos de no pen­sar ni siquiera en una virgen. Y en los salmos: Guarda tus ojos para que no vean la vanidad.

—Mortificación del oído y no escuchar malas conversaciones, palabras hirientes o impías.

—Se lee en el Eclesiástico: Saepi aures tuas spinis, linguam nequam noli audire. Rodea con un seto de espinas tus oídos y no escuches a la mala lengua.

—Mortificación en el hablar: no dejarse vencer de la curiosidad.

—También está escrito: Coloca una puerta y un candado a tu boca. Ten cuidado de no pecar con la lengua, no sea que seas derribado a vista de los enemigos que te insidian y tu caída llegue a ser incurable y mortal.

—Mortificación del gusto: no comer, no beber demasiado.

—El demasiado comer y el demasiado beber fue causa del dilu­vio universal y del fuego sobre Sodoma y Gomorra y de los mil cas­tigos que cayeron sobre el pueblo hebreo.

—Mortificarse, en suma, sufriendo cuanto nos sucede a lo largo del día, el frío, el calor y no buscar nuestras satisfacciones. Mortifi­quen sus miembros terrenos, dice San Pablo.

—Recuerden el dicho de Jesús: quis vult post me venire, abneget semetipsum et tollat crucem suam quotidie et sequatur me.

—Dios mismo con su próvida mano rodea de espinas y de cru­ces a sus inocentes, como hizo con Job, con José, con Tobías y con otros Santos. Quia acceptus eras Deo, necesse fuit, ut tentatio probaret te.

—El camino del inocente tiene sus pruebas, sus sacrificios, pero recibe fuerza en la Comunión, porque quien comulga frecuentemen­te tiene la vida eterna, está en Jesús y Jesús en él. Vive la misma vida de Jesús y El lo resucitará en el último día. Es éste el trigo de los elegidos y el vino que engendra vírgenes. Parasti in conspectu meo mensam adversus eos, qui tribulant me. Cadent a latere tuo mille et decem milia a dextris tuis, ad te autem non appropinquabunt.

—La Virgen Santísima a quien tanto ama es su Madre. Ego mater pulchrae dilectionis et timoris et agnitionis et sanctae spei. In me gratia omnis (para conocer) viae et veritatis; in me omnis spes vitae et virtutis. Ego diligentes me diligo. Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt. Terribilis, ut castrorum acies ordinata.

Las dos doncellas se volvieron entonces y comenzaron a subir lentamente la pendiente.

Y la una exclamó:

—La salud de los justos viene del Señor: El es su protector en el tiempo de la tribulación. El Señor los ayudará y los liberará; El los li­brará de las manos de los pecadores y los salvará porque esperaron en El.

Y la otra prosiguió:

—Dios me dotó de fortaleza y el camino que recorro es inmaculado.

Al llegar ambas doncellas al centro de aquella alfombra, se vol­vieron.

—Sí —gritó una de ellas—, la inocencia coronada por la peni­tencia es la reina de todas las virtudes.

Y la otra exclamó también:

—¡Cuan gloriosa y bella es la generación de los castos! Su me­moria es inmortal y admirable a los ojos de Dios y de los hombres. La gente la imita cuando está presente y la desea cuando ha partido para el cielo, y coronada triunfa en la eternidad después de vencer los combates de la castidad. ¡Y qué triunfo! ¡Qué gozo! Qué gloria al presentar a Dios inmaculada la estola del santo Bautismo después de tantos combates entre los aplausos, los cánticos, el fulgor de los ejércitos celestiales.

Mientras hablaban de esta manera del premio reservado a la inocencia conservada mediante la penitencia, [San] Juan Don Bosco vio apare­cer legiones de ángeles que bajando del cielo se asentaban sobre el blanco tapiz. Y se unían a aquellas dos doncellas conservando ellas el puesto del centro. Formaban una gran multitud que cantaba: Benedictus Deus et Pater Domini Nostri Jesu Christi, qui benedixit nos in omni benedictione spirituali in coelestibus in Christo; qui elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius in charitate et praedestinavit nos in adoptionem per Jesum Christum.
Los dos niñas se pusieron entonces a cantar un himno maravi­lloso, pero con tales palabras y tales notas que sólo los Ángeles que estaban más próximos al centro podían modular. Los otros también cantaban, pero [San] Juan Don Bosco no podía oír sus voces, observando sólo los gestos y el movimiento de los labios al adaptar la boca al canto.

Las dos niñas cantaban: Me propter innocentiam suscepisti et confirmasti me in conspectu tuo in aeternum. Benedictus Dominus Deus a saeculo et usque in saeculum; fiat, fiat!

Entretanto, a las primeras escuadras de ángeles se añadieron otras y otras. Su vestido era de varios colores y adornos, diversos los unos de los otros y especialmente diferente del de las doncellas. Pero la riqueza y magnificencia de los mismos era divina. La belleza de cada uno era tal que la mente humana no la podría concebir en manera alguna, ni formarse la más remota idea de ellos. El espectá­culo que ofrecía esta escena era indescriptible, pero sólo a fuerza de añadir palabras a palabras se podría explicar en cierta manera el concepto.

Terminado el canto de las dos niñas, entonaron todos juntos un himno inmenso y tan armonioso que jamás se oyó cosa igual ni se oirá sobre la tierra.

He aquí lo que cantaban: Ei, qui potens est vos conservare sine peccato et constituere ante conspectum gloriae suae immaculatos in exultatione, in adventu Domini nostri Jesu Christi: Soli Deo Salvatori nostro, per Jesum Christum Dominum nostrum, gloria et magnificentia, imperium et potestas ante omne saeculum, et nunc et in omnia saecula saeculorum. Amen.

Mientras cantaban iban llegando nuevas escuadras de ángeles y cuando el canto hubo terminado, poco a poco, todos se elevaron en el aire y desaparecieron al mismo tiempo que aquella visión.

Y [San] Juan Don Bosco se despertó.

LOS JÓVENES Y LA NIEBLA

SUEÑO 126.AÑO DE 1884.

(M. B. Tomo XVII, págs. 203-204)

Reunido el Capítulo Superior de la Congregación Salesiana en Valsálice, presidido por [San] Juan Don Bosco en ocasión de que se cele­braban en aquella Casa los ejercicios espirituales el [Santo] contó el siguiente sueño, en presencia algunos sacerdotes, entre los cuales se encontraba Don Notario.
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Le pareció encontrarse a la puerta del Oratorio en actitud de en­trar, viéndose rodeado improvisamente de algunos de los suyos que permanecían a poca distancia pero a los cuales no podía reconocer porque estaban envueltos en una densa niebla. Al acercarse a ellos para intentar identificarlos pudo comprobar que éstos se esforzaban por no ser reconocidos; pero habiéndolos llamado consiguió verlos de cerca. Tenían el pecho descubierto y en el lado del corazón lleva­ban una mancha en forma de tumor pestilente sobre el cual se des­cubrían tres colores: negro, rojo intenso y amarillo.

Habiéndose despertado por la impresión, hacía todo lo posible para desechar aquellas imágenes, pero todo era inútil, pues aquellas desagradables figuras volvían a aparecer delante de él mientras per­manecía sentado en el lecho. Pudo notar entonces que la niebla era aún más densa en torno a la cabeza, de manera que a duras penas se podían leer ciertas palabras escritas sobre las frentes de aquellos infelices, pues las letras aparecían además al revés.
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Entonces se levantó y escribió los nombres de todos los jóve­nes que vio en el sueño. De su manera de expresarse se podía colegir que se dieron ciertas circunstancias en el sueño que no habría sido oportuno ponerlas de manifiesto.

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