6/4/11

Libro sobre los sueños de Don Bosco

UNA VISITA A LEÓN XIII

SUEÑO 127.AÑO DE 1884.

(M. B. Tomo XVII, págs. 273-274)

León Pp. XIII, preocupado por el porvenir de ¡a Congregación Salesiana si por acaso llegaba a faltar el fundador, hizo una pro­puesta que venía a modificar el régimen de la misma y también las normas establecidas para lo sucesivo.

Entretanto es curioso comprobar que mientras el Papa se in­teresaba de una manera positiva de nuestro Santo, [San] Juan Don Bosco, en la noche del 9 al 10 de octubre tuvo un sueño que le ocupó todas las horas del descanso hasta el amanecer.
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Apenas se hubo quedado dormido le pareció salir del Oratorio, atravesar el patio, recorrer las calles de Turín encontrándose con muchos conocidos y llegando finalmente a la estación central del fe­rrocarril. Subió al tren y se dirigió a Roma, encaminándose inmediatamente al Vaticano. Iba pensando para sí que le sería muy difícil poderse entrevistar con el Santo Padre, porque Monseñor Macchi pondría un mundo de dificultades para impedir la audiencia. Con todo, se presentó a dicho prelado, que estuvo amabilísimo con él; al pedirle una audiencia con Su Santidad, le contestó que tratándose de asuntos de tanta importancia, habría que pasar necesariamente sobre las formalidades de rigor, y sin más, le hizo entrar a ver al Papa. La entrevista duró dos horas. El Pontífice se entretuvo con [San] Juan Don Bosco en prolongados y variados coloquios y entre otras cosas le dijo:

—Tenga cuidado de que los que piden formar parte de la Congregación sean: 1º de carácter dócil; 2º que estén dotados de espíritu de sacrificio, que no estén apegados a la patria, a los pa­rientes; a los amigos y que renuncien incluso al regreso a la patria; 3º que sean de moralidad segura.

Este fue el argumento principal que ocupó la mayor parte del coloquio de la audiencia. Terminada ésta, [San] Juan Don Bosco volvió a la es­tación, tomó el billete para Turín y cuando estaba a punto de llegar, se despertó.
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Pues bien; en el mismo tren de aquella noche, de Roma a Tu­rín iba una carta escrita por voluntad del Papa y dirigida a [San] Juan Don Bosco. Servía de intermediario el Cardenal Alimonda. En ella, Monseñor Jacobini, secretario de Propaganda, decía entre otras cosas: «Su Santidad me ha ordenado en esta ocasión que le escri­ba sobre otro punto interesantísimo. El ve que la salud de [San] Juan Don Bosco desmejora de día en día y teme por el porvenir de su Insti­tuto. Quiere, pues, que Vuestra Eminencia Reverendísima, de la forma que lo sabe hacer, hable a [San] Juan Don Bosco inculcándole la idea de designar la persona que él creyese idónea para sucederle, o para que desempeñase el cargo de vicario con derecho a suce­sión. El Santo Padre se reservaría el proveer de uno u otro modo, según creyese más prudente. Desea, pues, que Su Eminencia haga esto que se relaciona tan de cerca con el bien del Instituto».

En la posdata rogaba al Cardenal le diese una inmediata res­puesta.

Recibida esta carta, el Cardenal Alimonda, la misma noche del 10 de octubre, acudió a hablar con [San ] Juan Don Bosco, deteniéndose a cambiar impresiones con él por espacio de una hora. El Santo acogió con muestras de vivo agradecimiento la invitación que se le hacía en nombre del Papa y prometió que informaría del caso lo más pronto posible a los Capitulares y una vez formulada la respuesta sería enviada a Roma. Por tanto, en la primera reu­nión celebrada por el Capítulo Superior, el 24 de octubre, al final de la misma se dio conocimiento de los deseos de Su Santidad y el mismo [Saanto] pidió el parecer de los presentes sobre la elección de la persona que le había de suceder, con estas palabras:

Tengo que exponer aún una cosa de gravísima importan­cia. El Santo Padre me ha comunicado que es deseo suyo que [San] Juan Don Bosco se elija un Vicario con derecho a sucesión y adminis­tración. Con esto el Vicario de Cristo demuestra el gran amor e interés que profesa a nuestra Congregación, siendo también una prueba de benevolencia al mismo [San] Juan Don Bosco, queriendo que de­penda de él la elección de su sucesor. Yo habría deseado que, después de mi muerte, los Hermanos, según las reglas, usasen de su derecho eligiendo el sucesor; pero después de la carta del Papa no sabría decir nada que no estuviese de acuerdo con ella. Desde que estuve este año en Roma, Su Santidad me dio a entender esta idea suya diciéndome:

«Su salud no es buena; tiene necesidad de ayuda, de ser asisti­do; es conveniente que tenga a su lado una persona que recoja sus tradiciones, que pueda hacer revivir tantas cosas que no están es­critas y que si lo están no se interpretan en su justo sentido».

He meditado mucho sobre esto, por eso pido al Capítulo me indique qué es lo que debo responder al Santo Padre. El Capítu­lo contestó que [San] Juan Don Bosco escogiese a quien le pareciese mejor y todo se daría por bien hecho.

El preguntó que si antes de presentar al Papa el nombre de quién sería elegido, convendría consultar el voto de los Herma­nos. La respuesta fue que esto no era necesario, que [San] Juan Don Bosco nombrase su Vicario administrador con derecho a sucesión y en­viase el nombre del designado al Papa, el cual ciertamente lo aprobaría. Don Lemoyne, que fue testigo presencial de esta reu­nión, escribe: «Hubo un momento de solemne silencio, pues to­dos comprendían la importancia de esta decisión del Papa. Un sentido de ternura profunda invadió todos los corazones, porque parecía que los acontecimientos de cada día nos anunciaban cada vez con más precisión que [San] Juan Don Bosco se aprestaba a aban­donarnos».

LAS MISIONES SALESIANAS
EN AMERICA MERIDIONAL

SUEÑO 128.AÑO DE 1885.

(M. B. Tomo XVII, págs. 299-305)

Se preparaba una nueva expedición de misioneros y [San] Juan Don Bosco, ante la idea de no poderlos acompañar hasta el puerto de embarque e incluso ante la imposibilidad de no poderles dar el adiós en la iglesia de María Auxiliadora, se sentía hondamente emocionado, hasta tal punto que en ciertos momentos experi­mentaba un verdadero abatimiento.

En estas circunstancias, he aquí que en la noche del 31 al 1 de febrero tuvo un sueño semejante a aquel de 1883 sobre las Misiones. Lo contó a Don Lemoyne, que inmediatamente lo puso por escrito.

Es el siguiente:
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Me pareció acompañar a los misioneros en su viaje. Hablamos durante unos momentos antes de partir del Oratorio. Todos estaban a mi alrededor y me pedían consejo y me pareció que les decía:

—No con la ciencia, no con la salud, no con las riquezas, sino con el celo y la piedad, harán mucho bien, promoviendo la gloria de Dios y la salvación de las almas.

Poco antes estábamos en el Oratorio y después, sin saber qué camino habíamos seguido y de qué medios habíamos usado, nos encontramos inmediatamente en América. Al llegar al final del viaje me vi sólo en medio de una extensísima llanura, colocada entre Chi­le y la República Argentina. Mis queridos misioneros se habían dis­persado tanto por aquel espacio sin límites que apenas si los distinguía. Yo, al contemplarlos, quedé maravillado, pues me pare­cían muy pocos. Después de haber mandado tantos Salesianos a América, pensaba que vería un mayor número de misioneros. Pero seguidamente, reflexionando, comprendí que si el número era pe­queño era porque se habían distribuido por muchos sitios, como simiente que debía ser transportada a otro lugar para ser cultivada y para que se multiplicase.

En aquella llanura aparecían muchas y numerosas calles forma­das por casas levantadas a lo largo de las mismas. Estas calles no eran como las de esta tierra, ni las casas como las de este mundo. Eran objetos misteriosos y diría casi espirituales. Las calles se veían recorridas por vehículos o por otros medios de locomoción que al correr adoptaban mil aspectos fantásticos y mil formas diversas, aunque todas magníficas y estupendas, tanto que yo no seria capaz de describir ni una sola de ellas. Observé con estupor que los vehí­culos al llegar junto a los grupos de las casas, a los pueblos, a las ciu­dades, pasaban por encima, de manera que el que en ellos viajaba veía al mirar hacia abajo los tejados de las casas, las cuales, aunque eran muy elevadas, estaban muy por debajo de aquellos caminos, que mientras atravesaban el desierto estaban adheridos al suelo y al llegar a los lugares habitados se convertían en caminos aéreos, como formando un mágico puente. Desde allá arriba se veían los habitantes en las casas, en los patios, en las calles, en los campos ocupados en labrar sus tierras.

Cada una de aquellas calles conducía a una de nuestras Misio­nes. Al fondo de un camino larguísimo que se dirigía hacia Chile vi una casa con muchos hermanos Salesianos, los cuales se ejercitaban en la ciencia, en la piedad, en los diferentes artes y oficios y en la agricultura. Hacia el mediodía estaba la Patagonia. En la parte opuesta, de una sola ojeada pude ver todas las casas nuestras de la República Argentina. Las del Uruguay, Paysandú, Las Piedras, Villa Colón; en el Brasil pude ver el Colegio de Nictheroy y muchos otros institutos esparcidos por las provincias de aquel imperio. Hacia Oc­cidente se abría una última y larguísima avenida que atravesando ríos, mares y lagos conducía a países desconocidos. En esta región vi pocos salesianos. Observé con atención y pude descubrir sola­mente a dos.

En aquel momento apareció junto a mí un personaje de noble aspecto, un poco pálido, grueso, de barba rala y de edad madura. Iba vestido de blanco, con una especie de capa color rosa bordada con hilos de oro. Resplandecía en toda su persona. Reconocí en él a mi intérprete.

—¿Dónde nos encontramos?—, le pregunté señalándole aquel último país.

—Estamos en la Mesopotamia— me replicó.

—¿En la Mesopotamia?, —le repliqué—. Pero, si ésta es la Pa­tagonia.

—Te repito —me replicó— que ésta es la Mesopotamia.

—Pues a pesar de ello... no logro convencerme.

—Pues así es: Esta es la Me-so-po-ta-mia— concluyó el intérpre­te silabeando la palabra, para que me quedase bien impresa en la memoria.

—¿Y por qué los Salesianos que veo aquí son tan pocos?

—Lo que ahora no hay, lo habrá con el tiempo— contestó mi intérprete.

Yo, entretanto, siempre de pie en aquella llanura, recorría con la vista aquellos caminos interminables y contemplaba con toda cla­ridad, pero de manera inexplicable, los lugares que están y estarán ocupados por los Salesianos. ¡Cuántas cosas magníficas vi! ¡Vi todos y cada uno de los colegios! Vi como en un solo punto el pasado, el presenté y el porvenir de nuestras misiones. De la misma manera que lo contemplé todo en conjunto de una ola mirada, lo vi también particularmente, siéndome imposible dar una idea, aunque somera, de aquel espectáculo. Solamente lo que pude contemplar en aquella llanura de Chile, del Paraguay, del Brasil, de la República Argentina, sería suficiente para llenar un grueso volumen, si quisiese dar alguna breve noticia de todo ello. Vi también en aquella amplia extensión, la gran cantidad de salvajes que están esparcidos por el Pacífico has­ta el golfo de Ancud, por el Estrecho de Magallanes, Cabo de Hor­nos, Islas de San Diego, en las islas Malvinas. Toda la mies destinada a los Salesianos. Vi que entonces los Salesianos sembra­ban solamente, pero que nuestros seguidores cosecharían. Hombres y mujeres vendrán a reforzarnos y se convertirán en predicadores. Sus mismos hijos que parece imposible puedan ser ganados para la fe, se convertirán en evangelizadores de sus padres y de sus amigos. Los Salesianos lo conseguirán todo con la humildad, con el trabajo, con la templanza. Todas las cosas que yo contemplaba en aquel mo­mento y que vi seguidamente, se referían a los Salesianos, su regu­lar establecimiento en aquellos países, su maravilloso aumento, la Conversión de tantos indígenas y de tantos europeos allí estableci­dos. Europa se volcará hacia América del Sur. Desde el momento en que en Europa se empezó a despojar a las iglesias de sus bienes, comenzó a disminuir el florecimiento del comercio, el cual fue e irá cada vez mas de capa caída. Por lo que los obreros y sus familias, impulsados por la miseria, irán a buscar un refugio en aquellas nue­vas tierras hospitalarias.

Una vez contemplado el campo que el Señor nos tiene destina­do y el porvenir glorioso de la Congregación Salesiana, me pareció que me ponía en viaje para regresar a Italia. Yo era llevado a gran velocidad por un camino extraño, altísimo, y de esa manera llegué al Oratorio. Toda la ciudad de Turín estaba bajo mis pies y las ca­sas, los palacios, las torres me parecían bajas casuchas: tan alto me encontraba. Plazas calles, jardines, avenidas, ferrocarriles, los muros que rodean la ciudad, los campos, las colinas circundantes, las ciu­dades, los pueblos de la provincia, la gigantesca cadena de los Alpes cubierta de nieve estaban bajo mis pies y ofrecían a mis ojos un espectáculo maravilloso. Veía a los jóvenes, allá en el Oratorio, tan pequeños que parecían ratoncitos Pero su número era extraordina­riamente grande; sacerdotes, clérigos, estudiantes, maestros de talle­res lo llenaban todo; muchos partían en procesión y otros llegaban a ocupar las vacantes dejadas por los que se marchaban. Era un ir y venir continuo.

Todos iban a concentrarse en aquella extensísima llanura entre Chile y la República Argentina, a la cual yo había vuelto en un abrir y cerrar de ojos. Yo lo contemplaba todo. Un joven sacerdote, pare­cido a nuestro Don Pavía, pero que no lo era, con aire afable, pala­bra cortés y de candido aspecto y de encarnadura de niño, se acercó a mí y me dijo:

—He aquí las almas y los países destinados a los hijos de San Francisco de Sales.
Yo estaba maravillado al ver la inmensa multitud que se había concentrado allá en un momento, desapareciendo seguidamente sin que se distinguiese apenas en la lejanía la dirección que había tomado.

Ahora noto que al contar mi sueño lo hago a grandes rasgos, no siéndome posible precisar la sucesión exacta de los magníficos es­pectáculos que se me ofrecían a la vista y las varias circunstancias accesorias. El ánimo desfallece, la memoria flaquea, la palabra es in­suficiente. Además del misterio que envolvía aquellas escenas, estas se alternaban, se mezclaban, se repetían según diversas concentra­ciones y divisiones de los misioneros y el acercarse o alejarse de ellos a aquellos pueblos llamados a la fe y a la conversión.

Lo repito: veía en un solo punto el presente, el pasado y el futu­ro de aquellas misiones, con todas sus fases, peligros, éxitos, contrariedades y desengaños momentáneos que acompañaban a este apostolado. Entonces lo comprendía claramente todo, pero ahora es imposible deshacer esta intriga de hechos, de ideas, de personajes. Sería como quien quisiese condensar en un solo capítu­lo y reducir a un solo hecho y a una unidad el espectáculo del firma­mento, describiendo el movimiento, el esplendor, las propiedades de todos los astros con sus relaciones y leyes particulares y recípro­cas; mientras que un solo astro proporcionaría materia suficiente para ocupar la atención estudiosa de la mente mejor dotada. Y he de hacer notar que aquí se trata de cosas que no tienen relación con los objetos materiales.

Reanudemos, pues, el relato: dije que quedé maravillado al ver desaparecer tan inmensa multitud. Monseñor Cagliero estaba en aquel momento a mi lado. Algunos misioneros permanecían a cierta distancia. Otros estaban a mi alrededor en compañía de un buen número de Cooperadores Salesianos, entre los cuales distinguí a Monseñor Espinosa al Doctor Torrero, al Doctor Carranza y al Vi­cario General de Chile.

Entonces el intérprete de siempre vino hacia mí mientras yo ha­blaba con Monseñor Cagliero y con muchos otros intentando acla­rar si aquel hecho encerraba algún significado. De la manera más cortés, el intérprete me dijo:

—Escucha y verás.

Y he aquí que, al instante, aquella extensa llanura se convierte en un gran salón. Yo no sería capaz de describir su magnificencia y riqueza. Solamente diré que si alguien intentase dar una idea de ella y lo consiguiera, ningún hombre podría soportar su esplendor ni aún con la imaginación. Su amplitud era tal que no se podía abarcar con la vista ni se podían ver sus muros laterales. Su altura era incon­mensurable. Su bóveda terminaba en arcos altísimos, amplios y res­plandecientes en sumo grado sin que se distinguiese el lugar sobre el que se apoyaban. No existían ni pilastras ni columnas. En general, parecía que la, cúpula de aquella gran sala fuese de candidísimo lino a guisa de tapiz. Lo mismo habría que decir del pavimento. No ha­bía luces, ni sol, ni luna, ni estrellas, pero sí un resplandor general que se difundía igualmente por todas partes.

La misma blancura del lino resplandecía y hacía visible y amena cada una de las partes del salón, su ornamentación, ¡as ventanas, la entrada, la salida. Se sentía en todo el ambiente una suave fragancia mezclada con todos los olores más gratos.
Un fenómeno se produjo en aquel momento. Una serie de pe­queñas mesas formaban una de una longitud extraordinaria. Las ha­bía dispuestas en todas las direcciones y todas convergían en un único centro. Estaban cubiertas de elegantísimos manteles y sobre ellas se veían colocados hermosísimos floreros con multiformes y va­riadas flores.

La primera cosa que notó Monseñor Cagliero fue:

—Las mesas están aquí, pero ¿y los manjares?

En efecto, no había preparada comida alguna, ni bebida de nin­guna especie, ni había tampoco platos, ni copas ni otros recipientes en los cuales se pudiesen colocar los manjares.

El intérprete replicó entonces:

—Los que vienen aquí neque sitient, neque esurient amplius.

Dicho esto, comenzó a entrar gente, vestida de blanco, con una sencilla cinta a manera de collar, de color de rosa recamada de hilos de oro que les ceñía el cuello y las espaldas. Los primeros en entrar formaban un número limitado, sólo un pequeño grupo. Apenas pe­netraban en aquella gran sala se iban sentando en torno a la mesa para ellos preparada, cantando: ¡Viva! ¡Triunfo! Y entonces comen­zó a aparecer una variedad de personas, grandes y pequeños, hom­bres y mujeres, de todo género, de diversos colores, formas y actitudes, resonando los cánticos por todas partes. Los que estaban ya colocados en sus puestos cantaban: ¡Viva! Y los que iban entran­do: ¡Triunfo! Cada turba que penetraba en aquel local representaba a una nación o sector de nación que sería convertida por los misio­neros.

Di una ojeada a aquellas mesas interminables y comprobé que había sentadas junto a ellas muchas hermanas nuestras y gran nú­mero de nuestros hermanos. Estos no llevaban distintivo alguno que proclamase su calidad de sacerdotes, clérigos o religiosas, sino que, al igual de los demás, tenían la vestidura blanca y el manto color de rosa.

Pero mi admiración creció de pronto cuando vi a unos hombres de aspecto tosco, con el mismo vestido que los demás, cantando: ¡Viva! ¡Triunfo!

Entonces nuestro intérprete dijo:

—Los extranjeros y los salvajes que bebieron la leche de la pala­bra divina de sus educadores, se hicieron propagandistas de la pala­bra de Dios.

Vi en medio de la multitud grupos de muchachos con aspecto rudo y extraño, y pregunté:

—¿Y estos niños que tienen una piel tan áspera que parece la de los sapos, pero tan bella y de un color tan resplandeciente? ¿Quiénes son?

El intérprete respondió:

—Son los hijos de Cam que no han renunciado a la herencia de Leví. Estos reforzarán los ejércitos para defender el reino de Dios que ha llegado finalmente entre nosotros. Su número era reducido, pero los hijos de sus hijos lo han acrecentado. Ahora escucha y ve, pero no podrás entender los misterios que contemplarás.

Aquellos jovencitos pertenecían a la Patagonia y al África Meri­dional.

Entretanto aumentaron tanto las filas de los que penetraron en aquella sala extraordinaria, que todos los asientos aparecían ocupa­dos. Sillas y escaños no tenían una forma determinada, sino que to­maban la que cada uno quería. Cada uno estaba contento del lugar que ocupaba y del que ocupaban los demás. Y he aquí que, mientras de todas partes salían voces de: ¡Viva! ¡Triunfo!, llegó finalmente una gran turba que en actitud festiva ve­nía al encuentro de los que ya habían entrado, cantando: ¡Alleluia, gloria, triunfo!

Cuando la sala apareció completamente llena y los millares de reunidos eran incontables, se hizo un profundo silencio y, seguida­mente, aquella multitud comenzó a cantar dividida en coros diver­sos:

El primer coro: Appropinquavit in nos regnum Dei; laetentur Coeli et exultet térra; Dominus regnavit super nos; alleluia.

El segundo coro: Vicerunt; et ipse Dominus dabit edere de ligno vitae et non esurient in aeternum: alleluia.

Y un tercer coro: Laúdate Dominum omnes gentes, laúdate eum omnes populi.

Mientras estas y otras cosas cantaban, alternando los unos con los otros, de pronto se hizo por segunda vez un profundo silencio.

Después comenzaron a resonar voces que procedían de lo alto y de lejos. El sentido del cántico era este y la armonía que le acompaña­ba era difícil de expresar: Soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum.

Otros coros que resonaban siempre en la altura y desde muy lejos, respondían a estas voces: Semper gratiarum actio illi qui erat, est, et venturus est. Illi eucharistia, illi soli honor sempiternus.                                 ;

Pero en aquel momento los coros bajaron y se acercaron. Entre aquellos músicos celestes estaba Luis Colle. Los que estaban en la sala comenzaron entonces a cantar y se unieron, mezclándose las voces de manera que semejaban instrumentos músicos maravillosos, con unos sonidos cuya extensión no tenía límites. Aquella música parecía compuesta al mismo tiempo de mil notas y de mil grados de elevación que se unían formando un solo acorde. Las voces altas su­bían de una manera imposible de imaginar.

Las voces de los que estaban en la sala bajaban sonoras y alcan­zaban escalas difícil de expresar. Todos formaban un coro único, una sola armonía, pero tanto los bajos como los contraltos eran de tal gusto y belleza y penetraban en los sentidos produciendo tal efecto, que el hombre se olvidaba de su propia existencia y yo caí de rodillas a los pies de Monseñor Cagliero exclamando:

—¡Oh, Cagliero! ¡Estamos en el Paraíso!

Monseñor Cagliero me tomó por la mano y me dijo:

—No es el Paraíso, es una sencilla, una débil figura de lo que en realidad será el Paraíso.
Entretanto las voces humanas de los dos grandiosos coros pro­seguían y cantaban con indecible armonía: Soli Deo honor et glo­ria et triumphus alleluia, in aeternum, in aeternum!

Aquí me olvidé de mí mismo y no sé qué fue de mí.
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Por la mañana a duras penas me podía levantar del lecho: apenas me daba cuenta de lo que hacia cuando me dirigí a cele­brar la Santa Misas.

El pensamiento principal que me quedó grabado después de este sueño, fue el de dar a Monseñor Cagliero y a mis queridos misioneros una aviso de suma importancia relacionado con la suerte futura de nuestras Misiones:

---Todas las solicitudes de ¡os Salesianos y de las Hijas de María Auxiliadora han de encaminarse a promover vocaciones eclesiásticas y religiosas.

Cada vez que al contar este sueño repetía las palabras: ¡Viva! ¡Triunfo!, la voz de [San] Juan Don Bosco, como nos asegura Don Lemoyne, asumía un acento tan vibrante qué hacía temblar. Cuando al final nombró a su querido Monseñor Cagliero, suspendió por unos instantes la narración, un sollozo le truncó la palabra y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Don Costamagna, al darle las graciosa Don Lemovne que le había enviado copia de éste y de otro sueño, le decía: «Diga tam­bién a [San] Juan Don Bosco que no obedeceremos las palabras que nos es­cribió en su última carta: "No crean todo lo que expresan mis sueños", pues nosotros, contentos de hacer la profesión de fe de Urbano VIII, creemos en las visiones de nuestro Padre, el cual, nunca lo olvidaré, me dijo un día:

Entre tantas Congregaciones y Ordenes religiosas, tal vez la nuestra fue la que recibió con más frecuencia la palabra de Dios».

¡TRABAJO! ¡TRABAJO! ¡TRABAJO!

SUEÑO 129AÑO DE 1885.

(M. B. Tomo XVII, págs. 383-384)

Ricos en enseñanzas son dos sueños que tuvo el [Santo] en los meses de septiembre y diciembre respectivamente. El "primero, en la noche del 29 al 30 de aquel mes, es una lección para los sacerdotes.
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Le pareció dirigirse hacia Castelnuovo a través de una llanura; junto a él iba un venerado sacerdote, cuyo nombre dijo que no re­cordaba. Comenzaron a hablar sobre los sacerdotes:

—¡Trabajo, trabajo, trabajo!, —decían—. Este debe ser el objeti­vo y la gloria de los sacerdotes. No cejar jamás en el trabajo. De esta manera ¡cuántas almas se salvarían! ¡Cuántas cosas se harían para gloria de Dios! ¡Oh, si el misionero cumpliese en verdad con su papel de misionero, si el párroco cumpliese con su misión de párro­co, cuántos prodigios de santidad resplandecerían por todas partes! Pero, desgraciadamente, muchos tienen miedo al trabajo y prefieren las propias comodidades.

Razonando de esta manera entre sí, llegaron a un lugar llamado Filipelli. Entonces, [San] Juan Don Bosco comenzó a lamentarse de la falta de sacerdotes.
—Es cierto —asintió el otro—, los sacerdotes escasean, pero si todos los sacerdotes cumpliesen con su oficio de sacerdote haría bastantes¡ Cuántos sacerdotes hay que no hacen nada por el minis­terio ¡Algunos no son más que el sacerdote de la familia; otros, por timidez, permanecen ociosos; mientras que si, por el contrario, se dedicasen al ministerio, si diesen examen de confesión, llenarían un gran vacío en las filas de la Iglesia... Dios proporciona las vocacio­nes según las necesidades. Cuando se impuso el servicio militar a los clérigos, todos estaban asustados, como si ya nadie pudiese lle­gar a ser sacerdote; pero cuando los ánimos se serenaron se com­probó que las vocaciones, en lugar de disminuir, aumentaron.

—¿Y ahora —preguntó [San] Juan Don Bosco—, qué es lo que hay que ha­cer para promover las vocación es en medio de la juventud?

—Ninguna otra cosa —respondió el compañero de viaje—, más que cultivar celosamente entre ellos la moralidad. La moralidad es el semillero de las vocaciones.

—¿Y qué es lo que deben hacer especialmente los sacerdotes para obtener que la propia vocación produzca frutos?

Presbyter discat domum suam regere et sanctificare. Que cada uno sea ejemplo de santidad en la propia familia y en la propia parroquia. Que no se entregue a los desórdenes de la gula, que no se engolfe en las cosas temporales... Que sean, ante todo, modelo en su propia casa y después lo serán fuera de ella.

A cierto punto, aquel sacerdote le preguntó a [San] Juan Don Bosco dónde se dirigía y [San] Juan Don Bosco le indicó Castelnuovo. El compañero, enton­ces, dejándole proseguir, se quedó con un grupo de personas que le precedían. Después de dar algunos pasos, el [Santo] se despertó.
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En este sueño podemos ver como un recuerdo de los anti­guos paseos que solía organizar [San] Juan Don Bosco con sus jóvenes por aquellos lugares.

EL PORVENIR DE IA CONGREGACIÓN

SUEÑO 130.AÑO DE 1885.

(M. B. Tomo XVII, págs. 384-385)

El segundo sueño al que hemos aludido en el anterior se refiere a la Congregación y pone en guardia contra los peligros que po­drían amenazar su existencia. En realidad, más que un sueño es un argumento que se va desenvolviendo en sueños sucesivos.
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En la noche del 1 de diciembre, el clérigo Viglietti se despertó sobresaltado al oír los gritos desgarradores que partían de la habita­ción de [San] Juan Don Bosco. Se arrojó del lecho y se puso a escuchar. El [Santo], con voz sofocada por los sollozos, gritaba:

—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Auxilio! ¡Auxilio!

Viglietti, sin más, entró en la habitación y:

—¡Oh, [San] Juan Don Bosco! ¿Se siente mal?

—¡Oh, Viglietti!, —respondió el [Santo] despertándose—. No, no me siento mal, pero no podía respirar, sabes. Pero ya pasó; vuelve tranquilo a la cama y duerme.

Por la mañana, cuando Viglietti, según lo acostumbrado, le llevó el café después de la Misa, [San] Juan Don Bosco comenzó a decir:

—¡Oh, Viglietti, no puedo más, tengo los pulmones deshechos de los gritos de esta noche! Son cuatro noches consecutivas que sueño cosas que me obligan a gritar y me fatigan demasiado. Hace cuatro noches que veo una larga fila de salesianos, unos detrás de otros, llevando cada uno una lanza en cuya parte superior había un cartel y en el cartel un número estampado. En uno se leía 73, en otro 30, en un tercero 62 y así sucesivamente. Después que desfilaron numerosos carteles, apareció la luna en el cielo, en la cual, a medida que iban apareciendo los salesianos, se veía una cifra no superior a 12 y detrás numerosos puntos negros. Todos los salesianos que yo veía iban a sentarse, cada uno sobre una tumba preparada.
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He aquí la explicación dada a aquel espectáculo. El número que aparecía sobre los carteles era el tiempo de vida asignado a cada uno; la aparición de la luna en distintas formas y fases, rep­resentaba el último mes de vida: los puntos negros significaban los días del mes en los cuales morirían. A algunos los veía reuni­dos en grupos eran los que habían de morir juntos, en un mismo día. Si hubiese querido narrar minuciosamente todas las cosas y las circunstancias accesorias, aseguró que habría necesitado em­plear al menos diez días completos.

EL CONGRESO DE LOS DIABLOS

SUEÑO 131.AÑO DE 1885.
(M. B. Tomo XVII. págs. 385-387)

En la entrevista con Viglietti a que hemos aludido anterior­mente. [San] Juan Don Bosco continuó:

Hace tres noches soñé de nuevo. Te contaré lo que vi en po­cas palabras.
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Me pareció estar en una gran sala, donde un gran número de diablos celebraban un congreso tratando del modo de exterminar a la Congregación Salesiana. Parecían leones, tigres, serpientes y otras diversas clases de animales; pero tenían una forma indetermi­nada, más bien semejante a la figura humana. Semejaban sombras, que unas veces crecían y otras menguaban, que se estilizaban o se ensanchaban como sucedería con los cuerpos que tuviesen detrás de sí una luz que fuese llevada de una parte a otra, o colocada a ras del suelo o levantada.

Y he aquí que uno de los demonios se adelantó y abrió la se­sión. Para destruir a la Sociedad Salesiana propuso un único medio: la gula. Hizo ver las consecuencias de este vicio: inercia para el bien, corrupción de costumbres, escándalo, falta de espíritu de sacri­ficio, descuido de los jóvenes... Pero otro diablo replicó:

—El medio que propones no es general ni eficaz, ni se puede asaltar con él todos los miembros en conjunto, pues la mesa de los religiosos será siempre parca y el vino se servirá en medida discreta; las reglas señalan su comida ordinaria: los Superiores vigilan para que no entren desórdenes. Quien se excediese en la comida o en la bebida, en vez de escandalizar causaría desprecio. No es esta el arma que se ha de emplear para combatir a los Salesianos; yo pro­pondría otro medio, que será más eficaz y con el que se podrá lo­grar mejor nuestro intento: el amor a las riquezas.

En una Congregación religiosa, cuando entra el amor a las ri­quezas, penetra también en ella el amor a las comodidades, se bus­ca la manera de disponer de peculio, se rompe el vínculo de la caridad, pensando cada uno nada más que en sí mismo; se echan en olvido los pobres para atender únicamente a los que tienen bie­nes de fortuna, se roba a la Congregación...

Aquél quiso continuar, pero surgió un tercero que exclamó:

—Pero, ¡qué gula, ni qué riquezas! Entre los Salesianos el amor a las riquezas puede subyugar a pocos. Los Salesianos son todos po­bres, tienen pocas ocasiones de procurarse un peculio. Además, en general, están constituidos de tal forma y son tantas sus necesidades por los muchos jóvenes que atienden y las casas que tienen que abastecer, que cualquier suma por gruesa que fuese sería inmediata­mente empleada. No es posible que atesoren dinero. Pero yo tengo un medio infalible para poder ganar para nuestra causa a la Socie­dad Salesiana, y este es la libertad. Inducir, pues a los Salesianos a despreciar las Reglas, a rechazar ciertas ocupaciones por pesadas y poco honoríficas, a producir cismas entre los Superiores con opinio­nes diversas, a ir a visitar a los parientes so pretexto de invitaciones, y cosas semejantes.

Mientras los demonios parlamentaban, [San] Juan Don Bosco pensaba: —Ya, ya me percato de todo cuanto estan diciendo. Hablen, ha­blen, pues que así podré frustrar sus tramas:

Entretanto se adelantó un cuarto demonio que dijo: —Pero qué, esas armas que proponen son inútiles. Los Superiores sabrán poner freno a esa libertad, despidiendo de casa a los que se muestren rebeldes contra las Reglas. Alguno será tal vez deslumbrado por el deseo de la libertad, pero la gran mayoría se mantendrá en el cumplimiento de su deber. Yo tengo un medio para po­der arruinarlo todo desde sus cimientos: un medio tal que a duras penas los Salesianos podrán precaverse de él. Escúchenme con atención. Persuadirlos de que la ciencia debe ser su gloria principal. Por tanto, inducirlos a estudiar mucho para sí, para adquirir fama, y no para practicar lo que aprenden, no para usufructuar la ciencia en ventaja del prójimo. Así, procurar que traten con desprecio a los po­bres e ignorantes y que no atiendan en absoluto el sagrado ministe­rio. Nada de oratorios festivos, ni de catecismo a los niños; nada de clases primarias para instruir a los pobres niños abandonados; nada de largas horas de confesionario. Atenderán sólo a la predicación, pero raras veces y de una forma medida y estéril, pues en ella bus­carán solamente un desahogo de la soberbia con el fin de alcanzar las alabanzas de los hombres y no la salvación de las almas.

Esta propuesta fue recibida con aplausos generales. Entonces [San] Juan Don Bosco entrevió el día en el que los salesianos podrían llegar a creer que el bien de la Congregación y su honra tenía que consistir en el saber y se sintió lleno de espanto al sólo pensar que sus hijos llegasen a proceder según esta idea proclamando a voz en cuello que éste debería ser el programa a seguir.

También en esta ocasión el [Santo] permanecía en un rincón de la sala escuchándolo y observándolo todo; cuando uno de los demonios lo descubrió y gritando lo señaló a los demás. Al oír aquel grito, todos se arrojaron contra él vociferando:

—¡Acabemos de una vez!

Era una danza infernal de espectros que lo empujaban, lo cogían por los brazos y por la persona, mientras el [Santo] decía a gritos:

—¡Déjenme! ¡Auxilio!

Finalmente se despertó, con los pulmones desechos de tanto gritar.

La noche siguiente se dio cuenta de que el demonio había ataca­do a los Salesianos en la parte más esencial, induciéndoles a las transgresiones de las Reglas y a convertir los medios (como es la ciencia) en fines. Entre ellos se le presentaba delante distintamente quién las observaba y quién las quebrantaba.

LAS FIERAS CON PIEL DE CORDERO

SUEÑO 132.AÑO DE 1884.

(M. B Tomo XVII, págs. 388-389)

El sueño de la última noche fue espantoso.
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[San] Juan Don Bosco vio un gran rebaño de corderos y de ovejas que representaban a otros tantos Salesianos. El [Santo] se acercó para acariciar a los corderos, pero se dio cuenta de que su piel, en vez de ser lana de cordero, era solamente una especie de cobertura que escondía u ocultaba a otros tantos tigres, leones, perros rabio­sos, cerdos, panteras, osos y que cada uno tenía a su lado a un monstruo horrible y feroz. En medio del rebaño "había algunos reuni­dos en consejo. [San] Juan Don Bosco, sin ser visto, se acercó a estos para oír lo que decían; estaban concertando la manera de destruir la Congre­gación Salesiana. Uno decía:

—¡Hay que desollar a los Salesianos!

Y otro guiñando siniestramente:

—¡Hay que estrangularlos!

Pero, cuando menos se esperaba, uno de ellos vio al [Santo] que estaba allí cerca escuchando. Dio la voz de alarma y todos a una comenzaron a gritar que había que comenzar por [San] Juan Don Bosco. Dicho esto se dirigieron hacia él como para destrozarlo.

Entonces fue cuando lanzó el grito que despertó a Viglietti.
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Además de las violencias diabólicas había otra cosa que opri­mía el espíritu del buen Padre: había visto desplegada sobre aquel rebaño una gran enseña que llevaba escritas estas pala­bras: Bestiis comparati sunt. Al contar esto, inclinó la cabeza y lloró.

Viglietti le tomó la mano y estrechándosela contra el cora­zón:

¡Ah!, Don Bosco le dijo—, nosotros con el auxilio de Dios le seremos siempre fieles y nos comportaremos como bue­nos hijos, ¿no es cierto?

Querido Viglietti —respondió el [Santo]—, sé bueno y prepárate a ver grandes acontecimientos. A penas si te he esbo­zado estos sueños; pues si hubiese tenido que contar todos los detalles tendría aún para mucho tiempo. ¡Cuántas cosas vi! Hay algunos en nuestras casas que no llegarán a celebrar la Novena de Navidad. ¡Oh!, si pudiese hablar a los jóvenes, si dispusiese de fuerzas suficientes para poderme entretener con ellos, si pudiese dar vueltas por las casas como lo hacía en otro tiempo y revelar a algunos el estado de su conciencia, como lo vi en los sueños y decir a otros: Rompe el hielo, haz de una vez una buena confe­sión. Los tales me contestarían: Pero, si me he confesado bien. En cambio yo les podría replicar diciéndoles que han callado y lo que han callado, de forma que no se atreverían a negármelo. También algunos Salesianos, si pudiese hacer llegar hasta ellos una palabra mía, verían la necesidad que tienen de ajustar las propias cuentas repitiendo sus confesiones. Vi a los que obser­van las Reglas ya los que no las observan. Vi a muchos jóvenes que irán a San Benigno y se harán Salesianos y después deserta­rán de nuestras filas. También nos abandonarán algunos que al presente son Salesianos. Habrá otros que desearán solamente la ciencia que hincha, que les proporciona las alabanzas de los hombres y que les hace despreciar los consejos de aquellos a los que consideran menos que ellos en el saber.

LA DONCELLA VESTIDA DE BLANCO

SUEÑO 133.AÑO DE 1885.

(M. B. Tomo XVII, págs. 433-434)

En la noche del seis de abril [San] Juan Don Bosco tuvo un sueño.
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Le pareció estar conversando con un grupo de Salesianos cuan­do he aquí que se acercó y se introdujo en el corro una hermosísima doncella vestida de blanco y de singular modestia. Al verla, [San] Juan Don Bosco se turbó; después, dirigiéndose a ella le hizo comprender que aquel no era su sitio y que, por tanto, debía alejarse de allí. Ella, riendo y bromeando se alejó para reaparecer de allí a poco. Enton­ces [San] Juan Don Bosco, acercándose a ella, le ordenó imperiosamente que se marchase. Y dicho esto se despertó.

La noche siguiente, apenas se hubo dormido se encontró delan­te de un campo sin cultivar. Al encaminarse por él volvió a ver a la doncella que le entregó una sierra, diciéndole que para dejar expedi­to el sendero había que cortar la hierba que dificultaba el paso. El, cogiendo aquel instrumento, lo empleaba riendo, pero el camino continuaba en igual estado.

La tercera noche se le presentó la doncella que le dijo:

—Los Superiores deben estar de acuerdo siempre entre sí y no diferir nunca la corrección cuando la crean necesaria.
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El santo contó inmediatamente a Viglietti este triple sueño, dándole la explicación algunos días después. La hierba que ocu­paba el sendero eran los libros malos, las malas conversaciones y todo aquello que puede servir de obstáculo al servicio de Dios y a la salvación de ¡as almas. En esto dijo—, estriba la ciencia del Director y de los demás Superiores: en saber quitar de delante de los jóvenes estas hierbas venenosas. Y no es cosa tan fácil prevenir, descubrir y cortar. Es un trabajo de sierra y no de hoz, pues se encuentran con frecuencia grandes zarzales y troncos disecados. La unión, pues, entre los Superiores y las correcciones hechas a tiempo, si no consiguen impedir todo el mal, evitarán que el campo se llene de abrojos.

EL DEMONIO EN MARSELLA

SUEÑO 134.AÑO DE 1885.

(M. B. Tomo XVII, pág. 448)

No hay colegio cristiano, por disciplinado que sea, donde el inimicus homo no intente arrojar su zizaña.

En Marsella un sueño revelador puso a [San] Juan Don Bosco sobre aviso. No encontramos registrada la fecha en que tuvo lugar, pero por ello no hemos de dudar de su certeza, pues en los procesos existen declaraciones juradas de quien tuvo de él directa y segura noticia.

Era cerca de ¡a medianoche. Don Cerrutti estaba para irse a acostar, cuando oyó un grito. Al principio creyó que se trataba de un sacerdote forastero que estaba algo enfermo y hospedado en la casa. Lo volvió a oír aún más fuerte a modo de alarido; poco des­pués, todavía más fuerte. Indudablemente partía de la habitación de [San] Juan Don Bosco separada de la de Don Cerrutti por un débil tabique y una puerta de comunicación. Don Cerrutti se puso la sotana, fue a la puerta y al abrir encuentra a [San] Juan Don Bosco sentado en el lecho y despierto. Entonces le preguntó con inquietud:

[San] Juan Don Bosco, ¿se siente mal?

—-No, no respondió con tranquilidad—. Está tranquilo; vete a dormir.

Por la mañana, apenas se hubo levantado, fue a visitarlo. Es­taba sentado en el sofá en un estado dé grandísima postración.

[San] Juan Don Bosco, ¿ha sido usted quien ha gritado esta noche?—, le preguntó Don Cerrutti.

Sí, he sido yoreplicó con el rostro aun demudado.

—¿Y qué le ha sucedido? Viendo que dudaba aún, le pidió que, por favor, se lo dijese:
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—He visto —le dijo muy serio— al demonio que entraba en esta casa. Estaba en un dormitorio y pasaba de una cama a otra diciendo de vez en cuando:

—¡Este es mío!

Yo protestaba. De pronto se precipita sobre uno de aquellos jó­venes para llevárselo. Yo comencé a gritar y él se arrojó contra mí, como para estrangularme.
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Dicho esto, el [Santo], conmovido y derramando lágrimas continuó:

Querido Don Cerrutti, ayúdame. He venido a Francia a buscar dinero para nuestros jóvenes y para la iglesia del Sagrado Corazón, pero aquí existe ahora una necesidad más grave. Hay que salvar a estos pobres jóvenes. Lo dejaré todo y pensaré en ellos. Hagamos un buen ejercicio de la buena muerte.

Aquella noche el Director de la casa anunció el ejercicio de la buena muerte, añadiendo también que [San] Juan Don Bosco confesaría a quienes lo deseasen. Confesó, en efecto, en su habitación, senta­do en el sofá, porque la postración de fuerzas que sufría no le permitían usar la silla.

Todo procedió tan bien que [San] Juan Don Bosco dijo después bro­meando:

Mira, el demonio me ha hecho perder una noche, pero ha recibido un buen estacazo.

También Don Albera, al tener noticias por Don Cerrutti del sueño de [San] Juan Don Bosco, confirmó lo dicho por el Santo, añadiendo:

—[San] Juan Don Bosco tiene razón. Hay algunos jóvenes que me hacen llorar por su mala conducta.

Más tarde Don Cerrutti quiso saber de labios del [Santo], si había visto entrar al demonio en otras casas y respondió que sí, señalando algunas.

Pero ¿los jóvenes que el demonio se quería llevar consigo, son aquellos que no se confiesan?

No respondió el Santo—. Son especialmente los que se confiesan mal, los que cometen sacrilegios en ¡as confesiones. No lo olvides: cuando prediques, especialmente a la juventud, insiste mucho sobre la necesidad de hacer buenas confesiones y es­pecialmente sobre la contrición.

UN ORATORIO PARA JOVENCITAS

SUEÑO 135.AÑO DE 1885.

(M. B. Tomo XVII, págs. 486-487)

En la noche del 17 de julio —nos narran las Memorias Bio­gráficasel [Santo] no pudo descansar; desde que cerró los ojos una representación de la fantasía lo tuvo ocupado hasta el amanecer.
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—No sé —dijo a la mañana siguiente, hablando con algunos Salesianos— si estaba despierto o dormido, pues me parecía estar en contacto con la realidad.

Le pareció salir del Oratorio con su madre y con su hermano José encaminándose hacia la calle Dora Grossa, hoy Garibaldi, diri­giéndose después a San Felipe, donde entraron para rezar. A la sali­da le aguardaba una gran muchedumbre de gente y cada uno de los presentes le invitaba a que pasara a su casa; pero él les decía que no podía, porque tenía que hacer algunas visitas. Un buen obrero que descollaba entre todos le dijo:

—Pero deténgase un momento a hacer la primera visita en mi casa.

[San] Juan Don Bosco accedió.
Después continuaron el camino en compañía de aquel obrero hacia el Po. Al llegar cerca de la gran plaza Vittorio Emmanuel, vio en una plazuela próxima un grupo de niñas que se divertían y el obrero señalándole el lugar:

—He aquí —le dijo— que en estos terrenos Vos tenéis que fun­dar un Oratorio.

—¡Oh, por caridad!, —exclamó [San] Juan Don Bosco—. No me digas eso. Tenemos ya demasiados Oratorios, tantos que no podemos pro­veerlos de personal.
—Pues aquí se necesita un Oratorio para las niñas. Para ellas hay solamente oratorios privados, pero un verdadero oratorio públi­co hasta ahora no se ha visto.

Continuando el camino hacia el Po, junto a los soportales de la plaza, a mano derecha, he aquí que todas aquellas niñas, suspen­diendo los juegos se agruparon en torno de él gritando:

—¡Oh, [San] Juan Don Bosco, acójanos en un Oratorio! Nosotras estamos en las manos del demonio que hace de nosotras lo que quiere. ¡Va­mos! Socórranos; abra también para nosotras un arca de salvación, abra un Oratorio.

—Pero, hijas mías, miren, ahora no puedo; me encuentro en una edad en la que no me es posible ocuparme de semejantes co­sas. Pero, recen al Señor, sí, recen y El proveerá.

—Sí, rezaremos, rezaremos, pero Vos debéis ayudarnos, cobíje­nos bajo el manto de María Auxiliadora.

—Sí, recen. Pero díganme, ¿cómo quieren que yo haga para abrir aquí un Oratorio?

—Mire, señor [San] Juan Don Bosco, dijo la que parecía más decidida: ¿ve esta calle que corre a lo largo del Po? Pues, vaya al número cuatro. Es una casa donde ahora hay militares. Al frente de ellos está un tal señor Burlezza, que está dispuesto a vender dicho local; se lo cede­rá, pues, de buena gana.

—Bien, bien, veré de hacer algo; ustedes, entretanto, recen.

—Sí, sí, rezaremos —respondieron a coro las niñas—; pero Vos recuérdese de nosotras y de nuestras necesidades.

El [Santo] entonces se alejó, quiso observar el local, en­contró los militares, pero al señor Burlezza no. Después de esto, di­rigióse al Oratorio y al llegar a él se despertó.
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Una vez que hubo contado el sueño, ordenó a Viglletti que tomara nota y que comprobase si en realidad existía aquel local, pues él no había visto nunca el número cuatro a lo largo del Po, y si existía el señor Burlezza. Viglietti rogó inmediatamente a Don Bonara que se dirigiese al sitio indicado e hiciese las consi­guientes averiguaciones. Don Bonara encontró las cosas como [San] Juan Don Bosco las había soñado, pero al parecer, según hace notar Don Lemoyne, el local en cuestión no estaba en venta.

MUERTE DE UN CLÉRIGO
Y DE UN ALUMNO DEL ORATORIO

SUEÑO 136.AÑO DE 1885.

(M. B. Tomo XVI), págs. 505-506)

Hacía pocos días que [San] Juan Don Bosco había regresado definitiva­mente al Oratorio, cuando tuvo un sueño en el que pudo ver la suerte diversa de dos de la casa. Yacía en la enfermería y en gra­ves condiciones el clérigo irlandés Francisco O'Donnellan. La no­che del 19 de octubre el Santo fue a visitarlo y lo encontró en las últimas, pero muy tranquilo. Aunque oprimido por el mal, el enfermo se sintió grandemente aliviado por la presencia de [San] Juan Don Bosco, que le preguntó:

Y bien, ¿no tienes ningún encargo que hacerme para esta tierra?... ¿Recibirías alguno que yo te hiciera para el Paraíso?

Estoy tranquilo respondió el paciente—. Para este mun­do no tengo encargo alguno. En cuanto al otro, Vos me diréis.

Nosotros rezaremos por ti, a fin de que puedas estar pron­to en el Paraíso y allí le dirás a la Virgen que nosotros la ama­mos mucho.

Murió en la noche del día siguiente y fue enterrado en la mañana del 22, día en el que hizo también el ejercicio de la buena muerte.

Pues bien, [San] Juan Don Bosco tuvo la noche siguiente un sueño que contó a sus hijos, expresándose en los siguientes términos:
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Fui a acostarme obsesionado con el pensamiento de O'Donne­llan, de su tranquilidad, de la esperanza dé que iría al Paraíso, del deseo de saber algo de él, y yendo de imaginación en imaginación, mi mente se detuvo a considerar un segundo individuo, de persona­lidad incierta, confusa, desconocida, que se iba perfilando cada vez con mayor claridad. Cuando estuve completamente dormido, co­mencé a soñar: me pareció caminar llevando a mi lado a O'Don­nellan, tan bello que parecía un ángel, su sonrisa era de paraíso y su persona resplandecía toda de luz. Yo no me saciaba de contem­plarlo. A mi izquierda caminaba un joven con la cabeza gacha, de for­ma que no podía distinguir su fisonomía: parecía como desesperado.

Yo entonces le dirigí la palabra:
—¿Quién eres?—, le pregunté.

Pero él no me contestó.

Volví a insistir y él permaneció en silencio, como quien se obsti­na en no querer hablar.

Después de un largo viaje llegué ante un palacio estupendo, cu­yas puertas estaban abiertas de par en par, distinguiéndose en el in­terior un pórtico inmenso recubierto al parecer por una cúpula muy alta, de la cual descendían torrentes de luz tan viva que no se podría comparar a la del sol, ni a la producida por la electricidad, ni a nin­guna otra de este mundo. También los pórticos resplandecían, pero la luz de éstos era un reflejo de la que provenía de lo alto.

Una gran multitud de personas, todas resplandecientes, estaban reunidas en el interior del palacio y en medio de ellas había una Se­ñora vestida con mucha sencillez; cada punto de su vestido brillaba con multitud de rayos que destacaban de una manera muy notable entre todos los demás resplandores.

Toda aquella asamblea parecía estar a la espera de alguien. En­tretanto me di cuenta de que el joven que me acompañaba buscaba siempre la manera de esconderse detrás de mí.

Yo entonces comencé a repetir mis preguntas:

—Pero dime, ¿quién eres? ¿Cuál es tu nombre?

El joven me respondió:

---Muy pronto lo sabrás.    
—Pero ¿qué tienes que estás tan triste?—, insistí.

—Lo sabrás.

—Dime al menos tu nombre.

—Muy pronto lo sabrás.

Su voz tenia un tono iracundo.

Entretanto, al acercarse O'Donnellan a la puerta de aquel gran palacio, la bella Señora que yo había visto le salió al encuentro y con Ella toda aquélla muchedumbre que la rodeaba. La Señora, vuelta a O'Donnellan, exclamó con armoniosa voz:

Hic est filius meus dilectus, qui fulgebit tamquam sol in perpetuas aeternitates!

Y después, como si hubiese entonado un cántico, toda aquella muchedumbre comenzó a cantar aquellas mismas palabras. No se oían voces humanas ni instrumentos musicales, sino una armonía tan suave, tan distinta, tan inenarrable, que no sólo el oído, sino toda la persona notaba su influjo.

O'Donnellan penetró en el palacio.

Entonces, de un foso de aquella llanura salieron dos monstruos espantosos. Eran de cuerpo largo y muy abultado y se lanzaron con­tra el joven que estaba escondido detrás de mí. Toda la luz había de­saparecido, sólo se veían a mi alrededor los rayos que emanaban del cuerpo de la Señora.

—¿Que es esto?, —dije yo—; ¿quiénes son estos monstruos?

Y detrás de mí la voz oscura y airada:

—Dentro de poco lo sabrás, dentro de poco lo sabrás.
Aquella Señora exclamó:

Filium enutrivi et educavi, ipse autem factus est tamquam iumentum insipiens.

Y detrás de mí la voz continuaba:

—Dentro de poco lo sabrás, dentro de poco lo sabrás.

Inmediatamente aquellos dos monstruos se lanzaron sobre aquel joven, uno le mordió en un hombro y el otro en la nuca y el cuello. Los huesos crujieron como si hubiesen sido molidos en un mortero.

Yo miraba a mi alrededor y buscaba gente que viniese en mi au­xilio y no viendo a nadie me lancé contra aquellos dos monstruos di­ciendo:

—Ya que no hay nadie acudiré yo en su socorro.

Pero los dos monstruos se revolvieron contra mí abriendo sus fauces. Aún veo el blanquear de sus dientes y el rojo fuego de sus encías.

Mi espanto fue tal que me desperté. .
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El secretario, que dormía en la habitación contigua, se des­pertó al oír los gritos de auxilio y acudió en defensa de [San] Juan Don Bosco, al cual encontró como quien desea sacudir el sueño para verse libre de una pesadilla. Movía los brazos, hacía esfuerzos para sentarse, tocaba el lecho y tiraba de la ropa, como para comprobar si en realidad estaba despierto o dormido.

El sueño entero lo contó el [Santo] a los Capitulares durante la cena del 25; y a los Superiores principales de la casa les dio a conocer la segunda parte, causando en ellos la más honda impresión. El Director, Don Francesia, dio unas "buenas noches" que llenó de terror a los jóvenes, de forma que los po­cos que no se habían confesado en la reciente jornada de las Cuarenta Horas o durante el ejercicio de la buena muerte, lo hi­cieron en la mañana del 24, siendo también muchos de los que ya se habían confesado, los que repitieron la Confesión.

Entretanto el Director no perdía de vista a uno que no quería saber nada de recibir Sacramentos. En la duda de que fuese el indicado por [San] Juan Don Bosco, lo llamo a su habitación antes de que se fuese a descansar, lo amonestó y se hizo prometer por parte del muchacho que al día siguiente se iría a confesar. En efecto, así lo hizo, pero como habían sido muchos los que estuvieran de­lante de él y como, por otra parte, ya no tendría tiempo para ha­cer la Comunión, el mismo Director le dijo que aguardase y que volviese a la mañana siguiente.

¡Ay si hubiese esperado tanto tiempo! Pero su suerte estaba en buenas manos. Don Trione, Catequista de los estudiantes, que todas las noches, después de recorrer los dormitorios, solía ir al comedor del Capítulo para buscar a [San] Juan Don Bosco y acompa­ñarlo a su habitación, pudo enterarse aquella noche, según él mismo contaba, del nombre del desgraciado al que había visto en el sueño al borde del infierno. Se llamaba Arquímedes Acconero, alumno del segundo año, el mismo al que había amonestado Don Francesia. Ya el año anterior su conducta había sido tan poco laudable que los Superiores habían determinado dejarlo en su casa después de las vacaciones. Mas, lo volvieron a ad­mitir, pero no dio muestras de quererse corregir. El incomparable catequista, pues, lo estuvo observando por la ma­ñana y al darse cuenta de que no se había confesado, lo llamó aparte y le hizo tales razonamientos que lo indujo a no salir de la iglesia sin haberlo hecho.

Fue algo providencial. Por la tarde el pobre joven jugaba su­biendo a unas camas de hierro que estaban bajo los pórticos, cuando el montón cedió cogiéndole debajo. Librado inmediata­mente de aquel peso, fue llevado a la enfermería, permanecien­do sin sentido durante varias horas,  quejándose de fuertes dolores. A las cuatro había perdido el conocimiento por comple­to, muriendo hacia la medianoche. Su madre, que había sido llamada con toda urgencia, apenas llegó al Oratorio, pre­guntó si su hijo se había suicidado. ¡Tan convencida estaba ella misma de que el joven iba por mal camino!

Este trágico fin señaló la realización de la predicción hecha por nuestro Santo.

Don Calogero Gusmano, secretario del Capítulo Superiojr y a la sazón estudiante en el Oratorio, recordaba que [San] Juan Don Bosco, al dar el aguinaldo para el año 1885 había anunciado que durante el pró­ximo año morirían seis de los allí presentes; recordaba perfecta­mente que entre sus compañeros se decía en el mes de octubre:

LAS MISIONES SALESIANAS
DE ASIA, ÁFRICA Y OCEANIA

SUEÑO 137.AÑO DE 1885.

(M. B. Tomo XVII, págs. 643-645)

La Providencia divina no cesaba de descorrer de vez en cuan­do delante de los ojos de [San] Juan Don Bosco el velo de la suerte futura de la Sociedad Salesiana en el campo sin límites de las Misiones.

También en 1885 un sueño revelador vino a manifestarle cuáles eran los designios de Dios para un porvenir remoto.

[San] Juan Don Bosco Lo contó y comentó en presencia de todo el Capí­tulo Superior la noche del dos de julio; Don Lemoyne se apresu­ró a tomar nota.
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Me pareció —dijo el [Santo]— estar delante de una mon­taña elevadísima, sobre cuya cumbre estaba un Ángel resplandecien­te de luz que iluminaba las regiones más apartadas. Alrededor de la montaña había un extenso reino de gente desconocida.

El Ángel tenía una espada en su diestra que mantenía levantada, espada que brillaba como una llama vivísima y con la izquierda seña­laba las regiones circundantes. Entonces me dijo:
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Ángelus Arfaxad vocat vos ad praelianda bella Domini et ad congregandos populas in horrea Domini. El Ángel de Arfaxad te llama a combatir las batallas del Señor y a reunir a los pueblos en los graneros del Señor.

Su palabra no tenía como otras veces forma de mandato, sino que parecía una propuesta.
Una turba maravillosa de Ángeles, de los cuales no supe ni pude, retener el nombre, lo rodeaba. Entre ellos estaba Luis Colle, al cual hacían corona una multitud de jovencitos, a los que enseñaba a can­tar alabanzas a Dios y él mismo también las cantaba.

Alrededor de la montaña, a los pies de la misma y en sus laderas habitaba multitud de gentes. Todos hablaban entre sí, pero su len­guaje era desconocido, ininteligible. Yo sólo comprendía lo que de­cía el Ángel. Me sería imposible describir lo que vi. Veía al mismo tiempo objetos separados, simultáneos, los cuales transfiguraban el espectáculo que se ofrecía a mi vista. Por tanto, aquello unas veces me parecía la llanura de la Mesopotamia, otra un monte altísimo, y aquella misma montaña sobre la cual estaba el Ángel de Arfaxad a cada momento tomaba mil aspectos diferentes, hasta convertirse en una serie de sombras vaporosas, pues tales parecían los habitantes que la poblaban.

Delante de este monte y durante todo este viaje me parecía es­tar elevado a una altura grandísima, como si me encontrase sobre las nubes circundado de un espacio inmenso. ¿Quién podrá expre­sar con palabras aquella altura, aquella anchura, aquella luz, aquella claridad, en suma, un espectáculo semejante? Se puede gozar de él, pero no se le puede describir.

En este y en otros recorridos había muchos que me acompaña­ban y que me animaban y animaban también a los Salesianos para que no se detuviesen en su camino. Entre los que me llevaban de la mano y me obligaban, por así decirlo, a seguir adelante, estaba el querido Luis Colle y muchos escuadrones de ángeles, los cuales ha­cían eco a los cánticos de los jovencitos que estaban alrededor de él.
Me pareció, pues, estar en el centro del África en un extensísi­mo desierto viendo escrito en el suelo con grandes caracteres: «Ne­gros». En medio estaba el Ángel de Cam, el cual decía:

Cessabit maledictum y la bendición del Creador descenderá sobre sus hijos réprobos y la miel y el bálsamo curarán las mordeduras causadas por las serpientes; después serán cubiertas las torpezas de los hijos de Cam.

Todos aquellos pueblos estaban desnudos.

Finalmente me pareció estar en Australia.

Aquí había también un Ángel, pero no tenía nombre alguno. El guiaba, caminaba y hacía caminar a la gente hacia el mediodía. Aus­tralia no era un continente sino un conjunto de numerosas islas cu­yos habitantes diferían en carácter y formas externas. Una multitud de niños que vivían allá intentaban venir hacia nosotros, pero se lo impedía la distancia y las aguas que nos separaban.

Tendían las manos hacia [San] Juan Don Bosco y hacia los Salesianos, di­ciendo:

—¡Vengan en nuestro auxilio! ¿Por qué no continúan la obra que sus padres han comenzado?

Muchos se detuvieron; otros, haciendo mil esfuerzos, pasaron en medio de los animales feroces y vinieron a mezclarse con los Sa­lesianos, a los cuales yo no conocía y comenzaron a cantar:

Benedictus qui venit in nomine Domini.

A cierta distancia se veían grupos de innumerables islas, pero yo no podía distinguir sus características. Me pareció que todo aquel conjunto indicaba que la Divina Providencia ofrecía una porción del campo evangélico a los Salesianos, pero para un futuro lejano. Sus fatigas darán su fruto, porque la mano del Señor será constante con ellos, si saben agradecer sus favores.
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Si pudiera embalsamar y conservar vivos a unos cincuenta Salesianos de los que ahora están entre nosotros, de aquí a qui­nientos años verían qué destino tan estupendo nos reserva la Providencia, si somos fieles.

De aquí a ciento cincuenta o doscientos años los Salesianos serán dueños de todo el mundo.

Nosotros seremos bien vistos siempre, aun de los malos, por­que nuestro campo especial es de tal naturaleza que se atrae las simpatías de todos, buenos y malos. Habrá alguna mala cabeza que nos quiera destruir, pero serán proyectos aislados que no tendrán el apoyo de tos demás.

Todo estriba en que los Salesianos no se dejen llevar del amor y las comodidades y de la desgana en el trabajo. Manteniendo solamente nuestras obras ya existentes y evitando el vicio de la gula, la Congregación Salesiana ha asegurado su porvenir.

La Congregación prosperará aún materialmente si procura­mos sostener y extender el Boletín, la obra de los Hijos de María Auxiliadora, y la extenderemos. ¡Son tan buenos muchos de es­tos hijos! Su institución nos dará Hermanos decididos a mante­nerse en su vocación.

Estas son las tres cosas que [San] Juan Don Bosco vio más claramente y que mejor recordó y narró la primera vez; pero como expuso su­cesivamente a Don Lemoyne, vio mucho más. Vio todos los paí­ses, a los que serían llamados los Salesianos con el tiempo, pero en una visión fugaz, haciendo un viaje rapidísimo, en el que sa­liendo de un punto volvía al mismo. Decía que había sido algo así como un relámpago; con todo, al recorrer aquel inmenso es­pacio había distinguido en un momento las regiones las ciuda­des, los habitantes, los mares, los ríos, las islas, las costumbres y mil hechos que se entremezclaban y un sinfín de espectáculos si­multáneos imposible de describir. Por eso, de todo aquel viaje fantástico conservaba un recuerdo poco preciso, no pudiendo ha­cer de él una descripción detallada. Le había parecido que junto a sí estaban muchos que le animaban a él y a los Salesianos a no detenerse en el camino. Entre los más decididos a estimular a los demás a proseguir adelante, estaba el joven Luis Colle del cual escribía el Padre el 10 de agosto: «Nuestro amigo Luis me ha llevado a dar un paseo por el centro del África, tierra de Cam, decía él, y por las tierras de Arfaxad, esto es por la China. Si el Señor nos permite una entrevista, tendremos muchas cosas de qué hablar».

Recorrió una zona circular alrededor de la parte meridional de la esfera terrestre. He aquí la descripción del viaje, según ase­gura Don Lemoyne haberla oído de sus labios. Partió de Santia­go de Chile y vio Buenos Aires, San Pablo [Paolo], en el Brasil, Río de Janeiro, Cabo de Buena Esperanza, Madagascar, Golfo Pérsico, orillas del Mar Caspio, Sennaar, Monte Ararat, Senegal, Ceylán, Hong-Kong, Macao a la entrada de un mar sin límites y ante la alta montaña desde la cual se descubría la China; después, el Ce­leste Imperio, Australia, las islas Diego Ramírez, terminando el recorrido con la vuelta a Santiago de Chile. En aquel rapidísimo viaje [San] Juan Don Bosco distinguió islas, tierras y naciones esparcidas por todos los grados y otras muchas regiones poco habitadas y desconocidas. De muchas de las localidades que había contem­plado en el sueño no recordaba los nombres; Macao, por ejem­plo, la llamada Meaco.

De las regiones más meridionales de América habló con el capitán Bove; pero éste, no habiendo pasado del cabo de Maga­llanes por falta de medios y por haberse visto obligado a volver atrás por varias circunstancias, no lo pudo dar alguna aclaración.

Hemos de decir algo de aquel enigmático Arfaxad. Antes del sueño [San] Juan Don Bosco desconocía quién fuese; después de él, hablaba en cambio de este personaje con bastante frecuencia. Encargó al clérigo Festa de buscar en diccionarios bíblicos, en historias y geografías, en periódicos con qué pueblos de ¡a tierra había teni­do relación aquel supuesto personaje.

Al fin se creyó haber dado con la clave del misterio en el pri­mer volumen de Rohrbacher, el cual asegura que de Arfaxad descienden los chinos.

Su nombre aparece en el capítulo décimo del Génesis, donde consta la genealogía de los hijos de Noé, que se repartieron el mundo después del Diluvio. En el versículo 22 se lee:   22 Filii Sem : Ælam, et Assur, et Arphaxad, et Lud, et Aram. Aquí, como en otras partes del gran cuadro etnográfico, los nombres propios designan individuos que fueron padres de pueblos rela­cionados también con las extensas regiones que ocuparon. Así, por ejemplo, Aelam, que significa país alto, indica la Elimaida, que, con la Susiana, fueron después provincias de Persia: Assur es el padre de los Asirios. Sobre el tercer nombre los exegetas no están acordes al afirmar el pueblo a que se refiere. Algunos, como Vigouroux, señalan a Arfaxad la Mesopotamia. De todas formas, estando considerado como uno de los progenitores de pueblos asiáticos, siendo nombrado precisamente de dos de ellos que poblaron la costa más oriental de la tierra descrita en el documento mosaico, se puede asegurar que también Arfaxad indique una población que ha de colocarse seguidamente detrás de las precedentes, que se extendió cada vez más hacia el Orien­te. No sería, pues, improbable que el Ángel de Arfaxad sea el de la India o el de la China.

[San] Juan Don Bosco se fijó de una manera más particular en la China, diciendo que en dicho territorio trabajarían de allí a poco los Salesianos; y otra vez dijo:

Si yo tuviese Veinte Misioneros para enviarlos a China, es cierto que serían recibidos triunfalmente a pesar de la persecución.

Por eso, desde entonces se preocupó grandemente de todo lo relacionado con el Celeste Imperio.

En este sueño pensaba con frecuencia, hablaba de él con cier­ta satisfacción y veía en él como una confirmación de los otros sueños que había tenido sobre las Misiones.

EL RAMILLETE DE FLORES

SUEÑO 138.AÑO DE 1886.

(M. B. Tomo XVIII, pág. 21)

En el mes de septiembre de 1885, la noche del 30 para ser más precisos, ¡os jóvenes rodearon a [San] Juan Don Bosco, diciéndole: Cuéntenos algún sueño que se refiera a nosotros. Y él les contestó: Si que se los contaré.
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Hace algunos años soñé que después de la Misa de la Comuni­dad estaba paseando entre los jóvenes. Todos me rodeaban y me miraban escuchando mis palabras. Pero había uno que estaba delan­te de mí volviéndome las espaldas. Cuando [San] Juan Don Bosco paseaba en el patio con los alumnos, los que iban andando delante de él hacién­dole corona, lo hacían de espaldas dándole siempre la cara. El tal llevaba en la mano un hermoso ramillete de flores de variados colo­res, blancas, rojas, amarillas, verdes, violetas... Yo le dije que se die­ra la vuelta y me mirara a mí; él entonces se volvió durante unos momentos, pero seguidamente me tornó a dar las espaldas. Yo le afeé esta manera de proceder y él me contestó:

Dux aliorum hic similis campanae, quae vocat alios ad templum Domini, ipsa autem non intrat in ecclesiam Dei. El que hace de guía de los demás es como la campana, que llama a los otros a la casa del Señor, pero ella no entra en la Iglesia.         

Al oír estas palabras todo desapareció y yo me olvidé pronto de lo que había soñado.
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Pero hace unos días vi entre vosotros al joven con el que ha­bía soñado; es bastante mayor, pero es el mismo.

Los jóvenes preguntaron inmediatamente:

¿Está aquí entre nosotros? ¿Quién es?

—Sí replicó [San] Juan Don Bosco—, está aquí entre vosotros, pero no es conveniente decir quién es; más que yo mismo no sabría qué interpretación dar al sueño.

Dicho esto se hizo traer un saquito de nueces conocido de los alumnos. Las nueces habían disminuido bastante en aquellos días en que más de una mano piadosamente furtiva debía de haber substraído algunas en diversas ocasiones. Como era natural, duran­te la distribución los jóvenes permanecían con los ojos muy abiertos para observar bien lo que sucedía. En aquella ocasión el saquito se vaciaba cada vez más. Con todo hubo nueces para todos a excep­ción de uno de los dos que sostenían el saco; de éstos uno sostenía el saquillo y el otro mantenía la boca del mismo abierta. [San] Juan Don Bos­co, metiendo la mano bien adentro y rebuscando, exclamó:

¡Ahí, todavía hay una aquí.

Después siguió buscando y con aire sonriente sacó un puña­do que dio al muchacho, diciendo:

Tómalas, son riquísimas.

Después llamó al catequista Don Trione, que estaba detrás de los jóvenes y también le dio a él; seguidamente a Don Duran­do, Prefecto general que tenía su despacho allí cerca y también para él encontró.

También quiero darle a Mazzola y a Bassignana dijo.

Y ambos recibieron un puñado cada uno. Los jóvenes, más que admirados, contemplaban la escena llenos de sagrado terror.

Al fin, introduciendo nuevamente la mano en el saquito, sacó de él otras cinco nueces y enseñándolas a todos manifestó su contrariedad porque faltaban allí algunos jóvenes. En efecto, no estaban precisamente cinco, de los cuales tres habían ido a Valsalice y dos se había quedado en el estudio. Es cierto que en aquella semioscuridad y dada la mala vista del [Santo], él no había podido notar con sus propios ojos aquellas ausencias.

Mientras salían, el alumno Barassi, acercándose a [San] Juan Don Bos­co, le preguntó:

-—¿El del ramo de flores provocará algún cisma, no es cierto?

Sí, sí, dará mucho que pensar— respondió el Santo. Pero no sabemos más sobre esto.

Antes de entrar en la antesala de su habitación, detuvo y tomó por la mano a Calzinari, jovencito piadoso, pero que no se dejaba ver nunca de [San] Juan Don Bosco y le habló al oído. El muchacho palideció y le dijo:

Está bien.

Al quedarse solo con sus secretarios, el Santo les dijo:

—Al joven del ramo de flores lo he invitado y lo he llamado y me prometió que vendría, pero aún no lo ha hecho. Y con todo es necesario que yo hable con él.

¡Cuánto provecho para sus almas recavaban todos aquellos que se acercaban con toda confianza a [San] Juan Don Bosco, especialmen­te en el sacramento de la Confesión!

UN JOVEN EXTRAÑO
SUEÑO 139.AÑO DE 1886.

(M. B. Tomo XVffl, pág. 25)

En carta de Don Lazzero escrita en fecha tres de febrero, dice entre otras cosas, refiriéndose a la fiesta de San Francisco de Sales, celebrada en el Oratorio: «[San] Juan Don Bosco pasó muy bien ese día, tomando parte con nosotros en todos los actos».

La noche precedente había dormido mal, despertando con sus gritos a Viglietti que le preguntó a la mañana siguiente sobre la causa de los mismos:
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—Vi —le contestó— a un joven grueso, de cabeza alargada y de frente deprimida, pequeño, de miembros robustos que daba vueltas alrededor de mi lecho. Yo procuraba por todos los medios alejarlo; pero cuando lo echaba de una parte se iba a la otra y así no cesaba en sus molestas maniobras. Yo le reprochaba su proceder, quería golpearle, pero me era imposible quitarme aquel fastidio de encima.

Finalmente le dije:

—Mira que si no te marchas te voy a decir una palabra que no he dicho jamás en mi vida.

Y  como el joven continuase dando vueltas alrededor de mi cama, le dije en voz alta:

—¡Carroña!

Y me desperté.
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Terminó su relato [San] Juan Don Bosco poniéndose encendido y aña­diendo:

Jamás había dicho semejante palabra en mi vida y al fin la tuve que decir en sueño.

Y sonreía.

EL RESPETO AL TEMPLO

SUEÑO 140.AÑO DE 1886.

(M. B. Tomo XVIII, pág. 26)

El 25 de febrero de 1886, [San] Juan Don Bosco contó a sus secretarios el siguiente sueño:
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Me pareció entrar en la Catedral de San Juan, de Turín, cuando vi a dos sacerdotes, uno de los cuales estaba apoyado en la pila del agua bendita, y el otro en una columna, teniendo ambos con indife­rencia el sombrero puesto. Quise llamarles la atención, pero no me atrevía a hacerlo pues descubrí en su semblante una expresión del más cínico desprecio.

Con todo, haciéndome violencia a mí mismo, dije al primero:

—Perdone, ¿de dónde estáis Vos?

—¿Qué le importa?—, me replicó bruscamente.

—Es que quería decirle algo que tengo interés en hacerle saber.

—¡Y yo qué tengo que ver con Vos!

—Entonces, escuche: yo no quiero reprenderle, pero si no sien­te respeto hacia el lugar santo y nada le importa que la gente se escandalice y que se ría de Vos, respétese a sí mismo. ¡Quítese el sombrero.
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Es cierto, tiene razóndijo el sacerdote y se descubrió. Después me dirigí al otro y le hice la misma advertencia. El aludido se quitó también el sombrero. [San] Juan Don Bosco, entonces, riendo satisfecho, se despertó.

EL VIA CRUCIS

SUEÑO 141.AÑO DE 1886.

(M. B. Tomo XVII, págs. 26-27)

En la misma fecha del 26 de febrero el [Santo] contó a sus secretarios lo siguiente:
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Le pareció encontrarse con un individuo que le instaba a que se presentase al público y predicase sobre el Via Crucis.

—¿Predicar sobre el Via Crucis?, —replicó el [Santo]—. Querrá decir sobre la Pasión del Señor.

—No, no —repetía el otro—, sobre el Via Crucis.

Y así diciendo lo condujo por una larga calle, que llevaba a una plaza inmensa, y lo hizo subir sobre un pedestal. La plaza estaba de­sierta, por lo que [San] Juan Don Bosco objetó:

—Pero ¿a quién le voy a predicar si aquí no hay nadie?

Mas he aquí que, de pronto, la plaza se vio abarrotada de gente. El entonces habló del Via Crucis, explicó el significado de la pala­bra, enumeró las ventajas de esta práctica, piadosa y cuando hubo terminado de hablar todos le suplicaban que continuase explicando cada una de las estaciones. [San] Juan Don Bosco se excusaba afirmando que no sabía qué decir más, pero ante las insistencias de la multitud hubo de tomar nuevamente la palabra y siguió hablando sin inte­rrupción, diciendo que el Via Crucis es la vía del Calvario, el cami­no de los padecimientos, que Jesucristo fue el primero en recorrer y que nos propone a nosotros imitarle con estas palabras: Qui vult post me venire, abneget semetipsum, tollat crucem suam quotidie et sequatur me. Finalmente, en el ardor de la plática, se despertó.

Sobre el Via Crucis había contado otro sueño el 16 de noviem­bre del año anterior. Le pareció estar rodeado de una muchedum­bre de gente que le decía:

—¡Haga un Via Crucis con ejemplos! ¡Hágalo, hágalo!

—Pero ¿qué ejemplos quieres que te cuente?, —respondió él—. El Via Crucis es en sí mismo un continuo ejemplo de los padeci­mientos de Nuestro Señor.

—No, no; queremos un nuevo trabajo.

[San] Juan Don Bosco se encontró inmediatamente con la obra compuesta; incluso tenía ya las pruebas de la imprenta en la mano y buscaba a Don Bonetti y a Don Lemoyne o Don Francesia, para que las corri­giesen, pues él se encontraba muy cansado.
Mientras los buscaba afanosamente, se despertó.
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El Santo debía, en realidad, reproducir en sí el ejemplo de la pasión de Jesucristo, soportando en unión del Señor las doloro­sos enfermedades que le acompañarían hasta la muerte y ofre­ciéndose a sí como modelo de paciencia a sus hijos.

CON MARGARITA, EN BECCHI

SUEÑO 142.AÑO DE 1886.

(M. B. Tomo XVII, págs. 27-28)

He aquí un sueño en el que existe ciertamente algún elemen­to profético. El [Santo] se lo contó a Don Lemoyne y al clérigo Festa el 1 de marzo de 1886.
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Le pareció estar en Becchi. Su madre, con una vasija en la mano estaba junto a la fuente y sacaba el agua sucia echándola en un barreño.

Aquella fuente había dado siempre agua purísima; por tanto, Margarita se sentía llena de admiración no sabiendo explicar aquel fenómeno.

Aquam nostram pretio bibimus— dijo entonces la madre. 

—¡Siempre con tu latín!, —le replicó [San] Juan Don Bosco—. Ese no es un texto de la Escritura.

—No importa; di tú otras palabras si te sientes capaz de hacerlo. En éstas está comprendido todo; basta estudiarlas bien. Iniquitates eorum porta... Ahora puedes añadir lo que quieras.

Portavimus? portamus?

—Lo que quieras: portavimus, portamus, portavimus. Piensa bien en estas palabras, estudíalas y hazlas estudiar a todos tus sacer­dotes y te darás cuenta de todo lo que tiene que suceder.

Después lo condujo detrás de la fuente a un lugar elevado, desde donde se distinguía Capriglio y sus caseríos y los caseríos de Butigliera y también Butigliera y otros esparcidos por acá y por allá, y señalándolos le dijo:

—¿Qué diferencia hay entre estos pueblos y los de la Patagonia? —Pero es que -—le respondí—, yo querría hacer el bien aquí y allá.

—Si és así, conforme—replicó mamá Margarita.

Entonces le pareció que su madre se iba a marchar y como su fantasía estuviese muy cansada, se despertó.
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Después del relato hizo esta observación:

El lugar al cual me condujo mi madre es muy a propósito para levantar alguna obra, pues es como el centro de muchos ca­seríos que no tienen iglesia.

Hoy el sueño está cumplido. Debido a la magnífica generosi­dad de Don Bernardo Semería, se levanta allí un gran instituto de enseñanza profesional, y el agua se le compra al acueducto provincial.

DE VALPARAÍSO A PEKÍN
SUEÑO 143.AÑO DE 1886.

(M. B. Tomo XVIII, págs. 72-74)

En la noche del 9 al 10 de abril, encontrándose [San] Juan Don Bosco en Barcelona, tuvo un sueño misionero que contó a [Beato] Miguel Don Rúa, a Don Branda y a Viglietti con la voz entrecortada por los sollozos.

Viglietti lo escribió inmediatamente y por orden del [Santo] envió una copia a Don Lemoyne para que lo leyese a todos los Superiores del Oratorio y les sirviese de estímulo.

«La copia adjunta advertía el secretariono es más que un esbozo de una magnífica y amplísima visión».

El texto que damos a la publicidad es el de Viglietti, un poco retocado por Don Lemoyne.
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Don Bosco se encontraba en las proximidades de Castelnuovo, sobre él cerro denominado Bricco del Pino, cerca del valle Sbarnau. Dirigía a todas partes su mirada, pero lo único que distinguía era una densa espesura de bosque que lo cubría todo recubierta al mis­mo tiempo de una cantidad innumerable de hongos.

—Este —decía [San] Juan Don Bosco—, debe ser el Condado de José Rossi, o al menos merecería serlo.

([San] Juan Don Bosco, para despertar la hilaridad entre los alumnos, había nombrado conde de aquellas tierras al coadjutor José Rossi).

Y en efecto, después de algún tiempo descubrió a Rossi que, muy serio, contemplaba desde un cerro los valles que se extendían a sus pies. El [Santo] lo llamó, pero él no respondió más que con una mirada, como quien está preocupado.

[San] Juan Don Bosco, volviéndose hacia otra parte, vio a [Beato] Miguel Don Rúa, el cual, de la misma manera que Rossi, permanecía con toda seriedad sentado, descansando.

[San] Juan Don Bosco los llamó a ambos, pero ellos continuaron silencio­sos y no respondieron ni con un ademán.

Entonces descendió de aquel montículo y después de caminar un rato llegó a otro desde cuya altura descubrió una selva, pero cultiva­da y atravesada por caminos y senderos. Desde allí dirigió su mirada alrededor, proyectándola hasta el horizonte, pero, antes que la reti­na, quedó impresionado su oído por el alboroto que hacía una turba incontable de niños.

Á pesar de cuanto hacía por descubrir de dónde procedía aquel ruido, no veía nada; después, a aquel rumor sucedió un griterío como el que estalla al producirse alguna catástrofe. Finalmente vio una inmensa cantidad de jovencitos, los cuales, corriendo a su alre­dedor, le decían:

—¡Te hemos esperado, te hemos esperado tanto tiempo, pero finalmente estás aquí; ahora estás entre nosotros y no te dejaremos escapar!

[San] Juan Don Bosco no comprendía nada y pensaba qué querrían de él aquellos niños; pero mientras permanecía como atónito en medio de ellos, vio un inmenso rebaño de corderos conducidos por una pastorcilla, la cual, una vez que hubo separado los jóvenes y las ove­jas y de colocar a los unos en una parte y a las ovejas en otra, se de­tuvo junto a él y le dijo:

—¿Ves todo lo que tienes delante?

—Sí que lo veo— replicó el [Santo].

—Pues bien, ¿te acuerdas del sueño que tuviste a la edad de diez años?

—¡Oh, es muy difícil recordarlo! Tengo la mente cansada, no lo recuerdo bien ahora.

—Bien, bien; reflexiona y lo recordarás.

Después, haciendo que los jóvenes se acercasen a [San] Juan Don Bosco, le dijo:

—Mira ahora hacia esa parte, dirige allá tu mirada, y vosotros hagan lo mismo y lean lo que vean escrito... Y bien, ¿qué ven?

—Veo —contestó el [Santo]— montañas, colinas, y más allá más montañas y mares.

Un niño dijo:

—Yo leo: Valparaíso.

—Yo: Santiago— dijo otro.

—Yo —añadió un tercero— leo las dos cosas.

—Pues bien —continuó la pastorcilla—, parte ahora hacia aquel punto y sabrás la norma que han de seguir los Salesianos en el por­venir. Vuélvete ahora hacia esta parte, tira una línea visual y mira.

—Veo montañas, colinas, mares...

Y los jóvenes afinaban la vista exclamando a coro:

—Leemos Pekín.

[San] Juan Don Bosco vio entonces una gran ciudad. Estaba atravesada por un río muy ancho sobre el cual había construidos algunos puentes muy grandes.

—Bien —dijo la doncella que, parecía su Maestra—, ahora tira una línea desde una extremidad a la otra, desde Pekín a Santiago, haz centro en el corazón de África y tendrás una idea exacta de cuánto deben hacer los Salesianos.

—Pero ¿cómo hacer todo esto?, —exclamó [San] Juan Don Bosco—. Las distancias son inmensas, los lugares difíciles y los Salesianos pocos.

—No te preocupes. ¿No ves allá cincuenta misioneros prepara­dos? ¿Y más allá no ves más y muchos más aún? Traza una línea desde Santiago al África Central. ¿Qué ves?

—Diez centros de misión.

—Bien; estos centros que ves serán casas de estudio y de novi­ciado que se dedicarán a la formación de los misioneros que han de trabajar en estas regiones. Y ahora vuélvete hacia esta parte. Aquí verás otros diez centros desde el corazón del África a Pekín. Tam­bién estas casas proporcionarán misioneros a todas estas otras re­giones. Allá está Hong-Kong, allí Calcuta, más allá Madagascar. En todas estas ciudades en otras más habrá numerosas casas, colegios y noviciados.

[San] Juan Don Bosco escuchaba mientras observaba detenidamente todo aquello, después dijo:                                    

—¿Y dónde encontrar tanta gente y cómo enviar misioneros a esos lugares? En esos países existen salvajes que se alimentan de carne humana; hay herejes y perseguidores de la Iglesia: ¿cómo ha­cer?

—Mira —replicó la pastorcilla—, es menester que emplees toda tu buena voluntad. Sólo tienes que hacer una cosa: recomendar que mis hijos cultiven constantemente la virtud de María.

—Bien, sí; me parece haber entendido. Repetiré a todos tus pa­labras.

—Y guárdate del error actual, o sea el mezclar a los que estu­dian las artes humanas con los que se dedican al estudio de las artes divinas, pues la ciencia del cielo no quiere estar unida a las cosas de la tierra.

[San] Juan Don Bosco quería continuar hablando, pero la visión desapare­ció; el sueño había terminado.
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Mientras [San] Juan Don Bosco contaba este sueño, sus tres oyentes ex­clamaron repetidas veces: —¡Oh, María, María!

Cuando el Santo hubo terminado, dijo:
¡Cuánto nos ama María!

Hablando después dé este mismo sueño en Turín con Don Lemoyne, comenzó a decir con acento sereno y persuasivo:

Cuando los Salesianos estén en China y se encuentren en las dos orillas del río que pasa por las cercanías de Pekín... Unos se establecerán en la orilla izquierda correspondiente al Celeste Imperio y los otros en la derecha, perteneciente a la Tartaria. ¡Oh, cuando los unos vayan al encuentro de los otros para estre­charse las manos!... ¡Qué gloria para nuestra Congregación!... ¡Pero el tiempo está en las manos de Dios!

El mismo Don Lemoyne al enviar una copia del sueño a Mons. Cagliero, escribía el 23 de abril a propósito de la parte en él representada por [Beato] Miguel Don Rúa, Vicario de [San] Juan Don Bosco y por José Rossi, proveedor general: «Yo, como intérprete, haré notar: [Beato] Miguel Don Rúa es la parte espiritual, la más importante; José Rossi es la parte material un tanto embrollada. El porvenir ha de poner de acuerdo la una con la otra». Y así fue en realidad.

Un buen comentario a aquel pasaje del sueño en el que se habla de Chile, se destaca de cuanto se refiere en el Boletín de septiembre de 1887. En la crónica de un viaje realizado por Mons. Cagliero en compañía de Monseñor Fagnano a la repúbli­ca transandina, se cuenta que en Santiago el senador Valledor rogaba a los Salesianos que aceptasen la dirección del Orfelinato del gobierno, constituyéndose en padres de tantos niños de los seis a los diez años y que habiendo ido dichos señores a visitar el instituto, oyeron leer a un huerfanito estas palabras en una aca­demia:

Hace dos años que lloramos y rezamos para que [San] Juan Don Bos­co nos de un padre.

No sólo esto. Monseñor Fagnano, entreteniéndose con los ni­ños, les oyó decir a algunos más sencillos:

Las niñas tienen madre (aludiendo a ¡as Hermanas), pero nosotros no podemos tener un padre. Nuestro padre es [San] Juan Don Bos­co pero hasta ahora no ha llegado.

Además, en Valparaíso, en el día de su llegada, más de dos­cientos niños corrieron detrás de ellos gritando:

¡Finalmente han llegado nuestros padres! Manaría podre­mos ir al colegio. ¡Oh, qué placer!

Al ver y al oír estas cosas, los dos Obispos pensaban en cuan­to habían leído en el sueño, pues de tal forma correspondían los hechos a la predicción.

SOÑANDO CON EL ORATORIO

SUEÑO 144.--AÑO DE 1886.

(M. B. Tomo XVIII, pág. 94)

Hasta en sueños veía [San] Juan Don Bosco el Oratorio.
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En la noche del 25 de abril se pareció estar presente a una conferencia dada por Don Lemoyne a los alumnos de cuarto y de quinto notando cómo faltaban muchos a ella; habiendo bajado des­pués a la iglesia de María Auxiliadora durante la Misa de comunidad, observó que habían disminuido notablemente las comuniones; segui­damente al recibir a dichos jóvenes, también se percató de que mu­chos de ellos no se habían presentado.
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Inmediatamente dio orden de que se comunicasen todas es­tas cosas a Turín, haciendo saber al mismo tiempo que a su re­greso manifestaría a cada uno la parte que representaba en el sueño.

EN UNA SANGRIENTA BATALLA

SUEÑO 145.AÑO DE 1886.

(M.B. Tomo XVIII, pág. 161)

Encontrábase [San] Juan Don Bosco de viaje hacia Pinerolo en compa­ñía de Don Lemoyne y de Viglietti. Le salió al encuentro para re­cibirle el Rector del Seminario. A su llegada le aguardaba el Obispo con una carroza prestada por un señor de la ciudad.

Monseñor, muy contento de tener con él al [Santo], había hecho preparar en la residencia episcopal de San Mauricio aloja­miento para [San] Juan Don Bosco y para sus dos secretarios. Aquel cambio de lecho le hizo pasar una noche agitada.
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Y tuvo un sueño muy largo del cual solamente recordaba por la mañana que había sido llamado a toda prisa al tren y que había lle­gado apenas con tiempo de subir a él; arribando a un lugar donde se reñía una gran batalla, encontrándose de improviso en medio de la refriega.
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No dio explicación del sueño.
RICOS Y POBRES

SUEÑO 146.AÑO DE 1806.

(M. B. Tomo XVIII, págs. 169-170)

De ahora en adelante dicen las Memorias Biográficasno tendremos sueños importantes que narrar. El sueño de Barcelo­na fue el último de los grandes sueños de [San] Juan Don Bosco. Posterior­mente contó otros, pero de orden meramente natural y como por pasatiempo. He aquí uno que expuso a sus oyentes el día nueve de agosto.
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Vio a numerosos labradores que subían a un henar mirando por una y otra parte si había heno, pero sin hallarlo. Bajaron a la cua­dra, registraron los pesebres y encontraron algunos residuos.

—Pero ¿cómo haremos?, —se decían entre sí—. La primavera toca su fin y estamos sin heno.

—No nos queda otra solución —murmuraba uno de ellos— que matar las vacas y comernos la carne.

—¿Y después?, —replicó otro—. Haremos nosotros como las vacas de Faraón que se comieron entre sí.

—¿Qué quiere decir esto?—, preguntó el [Santo] a su guía.

—Los ricos —le contestó éste— tendrán estas monedas, y los diamantes, el oro, la plata, las piedras preciosas, todo pasará a ma­nos de los pobres. Los ricos perderán su poder y serán expoliados.

¿No se está cumpliendo esto al pie de la letra?

LUDOVICO OLIVE

SUEÑO 147.AÑO DE 1887.

(M. B. Tomo XVIII, pág. 253)

En la vestición clerical celebrada el cuatro de noviembre reci­bió la sotana de [San] Juan Don Bosco, entre otros, el joven marsellés Ludovico Olive. Pues bien, en diciembre enfermó gravemente de tifus. Como el mal despertaba seria inquietud, fue advertido Don Albera que se presentó en Marsella y para mayor seguridad hizo trasladar al enfermo al Oratorio. La víspera de Navidad [San] Juan Don Bosco fue a visi­tar al paciente y en presencia del salesiano Don Roussin le dijo:

—Te aseguro que la Virgen te sanará.

Los médicos, por su parte, daban pocas esperanzas de curación.

El 28 llegó el padre de Olive, que edificó a todos con su ejemplo de resignación a la voluntad de Dios y con su plena con­fianza en ¡a bondad divina. De la bondad divina había tenido una prueba reciente en su familia: Una hijita parecía encontrarse al borde del sepulcro. El nueve de diciembre la muchachita, sintien­do que las fuerzas le abandonaban, pidió que se le pusiese un bone­te de [San] Juan Don Bosco que se conservaba en casa. Doblado éste se lo colocaron sobre la cabeza. Pocos minutos después la niña decía a la madre, que se encontraba mejor, que ya se lo podía quitar. En efec­to: se quedó dormida, descansando algunas horas, cosa que no ha­bía logrado desde que guardaba cama. El día 18 el padre telegrafiaba a [San] Juan Don Bosco para darle las gracias por las oraciones hechas, añadiendo: «Clara, desde hace algunos días, se encuentra mucho mejor. Pedimos oraciones para que tenga una buena convalecencia».

Cuando el padre de la enferma salía para Turín, la niña hacía casi su vida normal. Ya en el Oratorio, almorzando con [San] Juan Don Bosco, al fin le repitió unas palabras de agradecimiento a las que el [Santo] contestó con estas otras:

Brindaremos en Marsella, cuando tengamos con nosotros sentado a la mesa sano y fuerte a Ludovico.

No es para decir el consuelo que estas palabras proporciona­ron al corazón del padre del enfermo. Con todo, los doctores Vignolo, Gallenga, Fissore, Albertotti y otros declararon a su hijo desahuciado. Pero lo que no podían los médicos, lo pudo Aquella que es salus infirmorum. En la noche del tres al cuatro de enero [San] Juan Don Bosco tuvo un sueño que fue contado por él mis­mo de la forma siguiente:
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No sé si fue soñando o despierto, ni tampoco pude darme cuen­ta en qué habitación me encontraba, cuando una luz ordinaria co­menzó a iluminar aquel lugar.

Después se dejó oír una especie de ruido prolongado y apareció una persona rodeada de muchas otras que se iban acercando. Aque­llas personas, llevaban adornos tan luminosos que toda la luz ante­rior quedó como convertida en tinieblas, siendo imposible mantener la vista fija en los presentes.

Entonces la persona que parecía servir a las demás de guía se adelantó un poco y comenzó a hablar en latín de esta manera:
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Ego sum humilis ancilla quam Dominus misit ad sanandum Ludovicum tuum infirmum. Ad réquiem ille iam erat vocatus; nunc vero ut gloria Dei manifestetur in eo, ipse animae suae et suorum curam adhuc habebit. Ego sum ancilla cui fecit magna qui potens est et sanctum nomen eius. Hoc diligenter perpende et quod futurum est intelliges. Amen.

Yo soy la humilde esclava mandada por el Señor para curar a tu enfermo Ludovico. Era ya llamado al descanso; pero ahora, en cambio, a fin de que se manifieste en él la gloria de Dios, tendrá que pensar aún en su alma y en las de los suyos. Yo soy la esclava, con la cual ha hecho cosas grandes aquel que es poderoso y su nombre es santo. Reflexiona atentamente sobre esto y comprende­rás lo que debe suceder. Amén.

La noche siguiente vio la misma aparición que le dio en latín al­gunos avisos para bien de los jóvenes y de la Congregación.

Helos aquí:

Continuatio verborum illius, quae dixerat anciliam Domini:

 Ego in altissimis habito ut ditem filios diligentes me et thesauros eorum repleam. Thesauri adolescentiae sunt castimoniae sermonum et actionum. Ideo vos ministri Dei clámate nec umquam cesate clamare: Fugite partes adversas, sive malas conversationes. Corrumpunt bonos mores colloquia prava, stulta et lubrica dicentes difficillime corriguntur. Si vultis mihi rem pergratam fa­cere custodite bonos sermones inter vos et praebete ad invicem exemplum bonorum operum. Multi ex vobis promittunt flores et prorrigunt spinas mihi et Filio meo.

Cur saepissime confitemini peccata vestra et cor vestrum semper longe est a me? Dicite et operamini iustitiam et non iniquitatem. Ego sum mater quae diligo filios meos et eorum iniquitates detestor. Iterum veniam ad vos ut nonnullos ad veram réquiem mecum deducam. Curam eorum geram uti gallina custodit pullos suos.

Vos autem, opifices, estote operarii bonorum operum et non iniquitatis. Colloquia prava sunt pestis quae serpit inter vos. Vos qui in sortem Domini vocati estis, clámate, ne cessetis clamare, donec veniat qui vocabit vos ad reddendam rationem villicationis vestrae. Deliciae meae esse cum filiis hominum, sed omne tempus breve est: agite ergo viriliter dum tempus habetis, etc.

Continuación de las palabras de Aquella que se llamó a sí misma esclava del Señor: Yo tengo mi morada en lo más alto de los cielos para hacer ricos a los que me aman y llenar sus tesoros. Tesoros de los jóvenes son las palabras castas y las acciones puras. Por eso, vosotros, ministros de Dios, levanten la voz y no se cansen jamás de gritar: Huyan de las cosas contrarias, o sea de las malas conversa­ciones. Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres. Los que hablan insensatamente y de manera obscena, difícilmente se corregirán. Si quieren hacer cosa a mí muy agrada­ble, procuren tener buenas conversaciones entre vosotros y dense mutuamente ejemplos de bien obrar. Muchos de vosotros prometen flores y sólo ofrecen espinas a mí y a mi Hijo.
¿Por qué haciendo confesiones tan frecuentes sus corazónes está tan distante de mí? Digan y hagan el bien y no el mal. Yo soy una madre que amo a mis hijos y detesto sus culpas. Volveré entre vosotros para llevar a algunos al verdadero reposo. Me cuidaré de ellos como la gallina cuida a sus polluelos.

Y vosotros, artesanos, sean artífices de obras buenas y no de iniquidad. Las malas conversaciones son como una peste que se in­filtra entre vosotros. Vosotros los llamados a administrar la heredad del Señor, levanten la voz, no se cansen de gritar hasta que venga Aquel que les llamará a dar cuenta de su administración. Mi delicia estriba en estar con los hijos de los hombres. Pero el tiempo es breve; por tanto, mientras tengan tiempo, trabajen con ánimo esforzado.
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En la mañana del cinco [San] Juan Don Bosco hizo llamar a Don Lemoyne y se lo manifestó todo, dando lugar a un diálogo del cual su interlocutor nos dejó memoria.

Cuando el [Santo] hubo expuesto cuanto había visto y oído, prosiguió:

—Y ahora te he llamado para que me aconsejes. ¿Debo decir a la familia Olive lo que he soñado?

Vos lo sabéis mejor que yo replicó Don Lemoyne— que la Virgen se ha mostrado siempre tan buena con [San] Juan Don Bosco.

¡Oh, sí, es cierto!

—Y que muchos de estos sueños suyos se han cumplido a la letra.
Así es.

—Y por tanto, si me lo permite y para dar gloria a Dios, les llamaré visiones, porque son tales.

Tienes razón.

Por consiguiente, tenemos toda la razón para creer que también este sueño es una cosa sobrenatural que se realizará y que Olive, aunque esté desahuciado por los médicos, curará.

¿Cuál sería, pues, tu consejo?

-—Para emplear un poco de prudencia humana, si Vos lo creéis bien, yo comenzaría haciendo correr la voz de que [San] Juan Don Bos­co había soñado con Olive y que en el sueño le pareció haber concebido algunas ligeras esperanzas.

Pues bien, vamos a hacerlo así.

—Pero Vos, [San] Juan Don Bosco, por favor, escriba este sueño. Sé que se cansa mucho, pero se trata de la Virgen. Si el hecho se re­aliza, tendremos un documento de la materna bondad de María.

Pues bien, lo escribiré.

Y en efecto, escribió cuanto más arriba hemos referido.

Creemos que no hemos de callar otra circunstancia.

 En una de aquellas noches el clérigo Olive, estando malísimo, soñó que [San] Juan Don Bosco había entrado en su habitación a visitarlo, diciéndole:

Está tranquilo, dentro de diez días vendrás a verme a mi habitación.

La viveza del sueño dejó en el enfermo la persuasión de qué [San] Juan Don Bosco en persona había estado con él; negándose a prestar fe a quien aseguraba lo contrario.

El 10 de enero las cosas iban tan bien que el padre volvió a Francia. El 12 Ludovico se levantó; el 24 compareció en el co­medor del Capítulo durante el almuerzo, siendo recibido por los Superiores con grandes muestras de alegría. Restablecido com­pletamente en su salud, no volvió más a Foglizzo, sino que, por voluntad de [San] Juan Don Bosco, regresó a su patria para continuar su no­viciado. Su salud se mantuvo en tal estado que le permitió en 1906 tomar parte en la primera expedición de Misioneros Salesianos que salía para la China, donde hasta el 1921, año de su muerte, ejerció un fecundo apostolado.

LAS CEREZAS

SUEÑO 148.AÑO DE 1887.

(M. B. Tomo XVIII, pág. 283)

Con frecuencia [San] Juan Don Bosco al soñar prorrumpía en gritos agu­dos que despertaban y atemorizaban a Viglietti.

Así sucedió en la noche del dos al tres de marzo. El secreta­rio le preguntó a la mañana siguiente qué había soñado.
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El [Santo] respondió que se trataba de un verdadero lío, al cual no daba importancia alguna y del que sólo recordaba un detalle.

Le pareció estar recorriendo un terreno inculto y que una perso­na le decía:

—Tú te afanas en cultivar unas tierras a las orillas del Río Negro, mientras que tienes aquí campos sin cultivar.

—Oh —replicó [San] Juan Don Bosco—, dejaré crecer en éstos la hierba convirtiéndolos en pastos, en prados que servirán de alimento a los animales.

Entretanto vio un hermoso cerezo cargado de frutos y pidió per­miso al agricultor para coger algunos. Aquel accedió a lo que se le pedía y el [Santo] pudo darse cuenta de que aquellas cerezas estaban secas y podridas.

LA VENDIMIA

SUEÑO 149.AÑO DE 1887.

(M. B. Tomo XVIII, pág. 283)

En la noche del 24 de marzo [San] Juan Don Bosco soñó: ♦     
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Que se encontraba en medio de una viña en la cual se vendimiaba.

—¿Cómo es esto?, —se decía el [Santo]—. ¿Estamos en primavera y ya están vendimiando? ¡Y con todo, qué hermosos raci­mos! ¡Qué buena uva! ¡Oh, este año tendremos una buena cosecha!
—Sí, sí —le respondieron su hermano José y Buzzetti que se encontraban entre los vendimiadores—. Es necesario recoger mu­cho, mientras hay, porque a este año de abundancia sucederán años de carestía.

—¿Y por qué habrá carestía?—, preguntó [San] Juan Don Bosco.

—Porque el Señor quiere castigar a los hombres por el abuso que hacen del vino.

—Es necesario —continuó el [Santo]— hacer, pues, abundante provisión para nuestros jóvenes.
***************************************************************Cuando hubo terminado el relato pareció no darle importan­cia, diciendo:

¡Es un sueño!

LAS PENAS DEL INFIERNO

SUEÑO 150.AÑO DE 1887.

(M. B. Tomo XVIII, págs. 284-285)

En la mañana del tres de abril [San] Juan Don Bosco dijo a Viglietti que en la noche precedente no había podido descansar, pensando en un sueño espantoso que había tenido durante la noche del dos. Todo ello produjo en su organismo un verdadero agotamiento de fuerzas.

Si los jóvenes le decíaoyesen el relato de lo que oí, o se darían a una vida santa o huirían espantados para no escu­charlo hasta el fin. Por lo demás, no me es posible describirlo todo, pues sería muy difícil representar en su realidad los casti­gos reservados a los pecadores réprobos en impenitencia final  después de la muerte.
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El [Santo] vio las penas del infierno. Oyó primero un gran ruido, como de un terremoto. Por el momento no hizo caso, pero el rumor fue creciendo gradualmente, hasta que oyó un es­truendo horroroso y prolongadísimo, mezclado con gritos de horror y espanto, con voces humanas inarticuladas que, confundidas con el fragor general, producían un estrépito espantoso.

Desconcertado observó alrededor de sí para averiguar cuál pu­diera ser la causa de aquel finis mundi, pero no vio nada de particu­lar. El rumor, cada vez más ensordecedor, se iba acercando, y ni con los ojos ni con los oídos se podía precisar lo que sucedía.

[San] Juan Don Bosco continuó así su relato:

—Vi primeramente una masa informe que poco a poco fue to­mando la figura de una formidable cuba de fabulosas dimensiones: de ella salían los gritos de dolor. Pregunté espantado qué era aquello y qué significaba lo que estaba viendo. Entonces los gritos, hasta allí inarticulados, se intensificaron más haciéndose más precisos, de for­ma que pude oír estas palabras:

—Multi gloriantur in terris et cremantur in igne.

Después vi dentro de aquella cuba ingente, personas indescriptible­mente deformes. Los ojos se les salían de las órbitas; las orejas, casi separadas de la cabeza, colgaban hacia abajo; los brazos y las pier­nas estaban dislocadas de un modo fantástico. A los gemidos huma­nos se unían angustiosos maullidos de gatos, rugidos de leones, aullidos de lobos y alaridos de tigres, de osos y de otros animales. Observé mejor y entre aquellos desventurados reconocí a algunos. Entonces, cada vez más aterrado, pregunté nuevamente qué signifi­caba tan extraordinario espectáculo. Se me respondió:

—Gemitibus inenarrabilibus famen patientur ut canes.

Entretanto, con el aumento del ruido se hacía ante él más viva y más precisa la vista de las cosas; conocía mejor a aquellos infelices, le llegaban más claramente sus gritos, y su terror era cada vez más opresor.

Entonces preguntó en voz alta:

—Pero ¿no será posible poner remedio o aliviar tanta desventu­ra? ¿Todos estos horrores y estos castigos están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo?

—Si —replicó una voz—, hay un remedio; sólo un remedio. Apresurarse a pagar las propias deudas con oro o con plata.

—Pero estas son cosas materiales.

—No; aurum et thus. Con la oración incesante y con la fre­cuente comunión se podrá remediar tanto mal.

Durante este diálogo los gritos se hicieron más estridentes y el aspecto de los que los emitían era más monstruoso, de forma que, preso de mortal terror, se despertó.
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Eran las tres de la mañana y no le fue posible cerrar más un ojo.
En el curso de su relato, un temblor le agitaba todos los miembros, su respiración era afanosa y sus ojos derramaban abundantes lágrimas.

SOBRE IA OBLIGACIÓN DE LA LIMOSNA

SUEÑO 151.AÑO DE 1887.

(M. B. Tomo XVIII, pág. 361)

A principios de junio [San] Juan Don Bosco contó un sueño que había tenido.

Hacía varios años que el [Santo] insistía sobre la necesidad de imprimir un pequeño opúsculo sobre el empleo que los ricos deben hacer de sus riquezas. Incluso algunos Salesianos ta­chaban de atrevido el lenguaje de [San] Juan Don Bosco en ciertos casos en que hablaba sobre esta materia con personas dotadas de medios, se expresaba de manera que parecía descartar las opiniones más benignas de los teólogos sobre el uso de los bienes superfluos. Al comprobar que no se secundaban sus ideas cesó de insistir sobre la publicación del susodicho librito, pero este pensamiento per­manecía fijo en su mente sin querer abandonarle.

Y así el cuatro de junio contó lo siguiente:
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—Hace algunas noches soñé que veía a la Virgen, que me re­prochaba mi silencio sobre la obligación de la limosna. Me dijo que muchos sacerdotes se condenaban, porque faltaban a los deberes impuestos por el sexto y el séptimo mandamiento, pero insistió de una manera especial sobre el mal uso de las riquezas.

Si superfluum daretur orphanis —decía— maior esset numerus electorum: sed multi venenóse conservant, etc.

Y se lamentaba de que el sacerdote tuviese miedo de hablar desde el pulpito sobre la necesidad de dar lo superfluo a los po­bres y de que los ricos acumulen el oro en sus arcas.

EN COMPAÑÍA DE [SAN] JOSÉ DON CAFASSO

SUEÑO 152.AÑO DE 1887.

(M.B. Tomo XVIII, pág. 463)

A finales de octubre [San] Juan Don Bosco regresaba de Foglizzo, donde había asistido a la toma de sotana de los novicios. Era el último viaje que había de hacer por ferrocarril. Llegó a Turín postrado de fuerzas y el 24 contó que:
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Había visto en el sueño a [San] José Don Cafasso en compañía del cual vi­sitó todas las casas de la Congregación comprendidas las de Améri­ca; observó las condiciones en que se encontraba cada una de ellas y el estado de sus individuos. Desgraciadamente le faltaron las fuer­zas para contar los detalles de cuanto había visto.

LA MODESTIA CRISTIANA

SUEÑO 153.AÑO DE 1887.

(M. B. Tomo XVIII, pág. 465)

Hacia fines de noviembre, una tarde Don Lemoyne fue a visi­tar a [San] Juan Don Bosco a su habitación; hablando con él de la disciplina entre los jóvenes, le preguntó cuál será el medio mejor para ha­cer fructuosas las confesiones. El [Santo] que hablaba con dificultad v con respiración afanosa, le dijo:

La noche pasada he tenido un sueño.

Querrá decir que ha tenido una visión.

Llámala como quieras, pero estas cosas hacen aumentar de una manera espantosa la responsabilidad de [San] Juan Don Bosco ante Dios. Es cierto que Dios es muy bueno.

Y al decir esto, lloraba.

¿Qué vio en ese sueño?—, preguntó Don Lemoyne.
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—Vi la manera de avisar a los estudiantes y a los artesanos; los medios para conservar la virtud de la castidad; y los daños reserva­dos a los que violan esta virtud. Se encuentran bien y de pronto mueren. ¡Ah, la muerte como consecuencia del vicio!

Fue un sueño —continuó— en el que dominaba solamente una idea pero ¡cuan grande y espléndida! Mas yo no me encuentro en condiciones de hablar mucho sobre esto, me faltan las fuerzas para exponer cuanto vi...

—Bien —replicó Don Lemoyne—, no se canse. Tomaré nota de cuanto me ha dicho y en ocasiones sucesivas me irá explicando lo que recuerde de su sueño.

—Hazlo así. El tema es muy importante y lo que he visto podrá servir de norma en muchas circunstancias.
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Desgraciadamente, Don Lemoyne, no creyendo tan próxima la muerte del [Santo] y encontrándolo siempre cansado u ocupado en algún trabajo, no se atrevía a preguntarle sobre este sueño y el buen Padre partió para la eternidad sin haber hecho manifestación alguna sobre este último sueño de su vida.

FIN

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